Capítulo 39

La noche había caído horas atrás y la distancia con el crepúsculo y el silencio transformaban la oscuridad en una madrugada indefinida sobre la ciudad. Morgenstern bebía sin parar en una taberna. No le importaba que no hubiese nadie. Contaba con unas cuantas monedas de oro que tenía intención de gastar.

Una camarera recogió con gesto cansado la jarra vacía de su mesa. El tabernero le gritó pidiéndole algo más de brío; el dinero del cliente lo valía. Morgenstern la intimidaba con comentarios soeces y pellizcos en el trasero, mientras ella le soltaba algún que otro manotazo. Las ropas del pirata, aunque finas, apestaban a alcohol.

—¡Así me gusta, que seas guerrera! —carcajeó Morgenstern mientras se aferraba a una nueva jarra.

Al levantarla, derramó sobre sí mismo parte del contenido y le dio un largo trago. Luego la apoyó de forma ruidosa sobre la mesa. Se pasó la manga por los labios para limpiarse la espuma y tronó:

—¡Eh, tabernero! ¿Qué hay de mi comida? ¡Me muero de hambre!

El hombre salió de detrás de la barra limpiándose las manos con el mandil.

—Se está haciendo. En un instante la tendréis.

Morgenstern se sacó medio florín del bolsillo y lo tiró al suelo.

—Eso para animar a la cocinera. Y tú —añadió, dirigiéndose otra vez a la camarera—, si me dejaras probar tu fruta, te ibas a llevar un buen pellizco.

—Soy mujer casada y con hijos. No me dedico a esas cosas —le respondió con tono hastiado. Estaba acostumbrada a dar con gente así.

—Esas son las peores. —La boca de Morgenstern trazó una sonrisa rota por la cicatriz.

Una voz de mujer gritó desde la cocina un mensaje indescifrable. Al instante, la esposa del tabernero salió con una bandeja cargada de carne humeante. Cuando la colocó sobre la mesa de Morgenstern, el pirata miró descarado su generoso busto. La señora se marchó ruborizada.

Morgenstern masticaba ruidoso. De repente vio algo a través de la ventana que llamó su atención. Avisó al tabernero:

—¡Eh! Parece que tienes otro cliente.

—Oh… Bueno, tendrá que ser mañana, hoy solo estamos abiertos para complaceros a vos.

—Ábrele. Esto está muy aburrido.

Morgenstern pensó que, con alguien más en aquel lugar, tendría otro entretenimiento mientras comía.

—Pero… —se quejó el tabernero.

—Ábrele —ordenó con voz gélida.

La camarera lanzó una mirada furibunda a su jefe mientras este se dirigía dubitativo hacia la puerta. Tras abrirla y comprobar que no había nadie, anunció:

—No hay ni un alma ahí fuera.

El pirata se encogió de hombros y siguió comiendo. La grasa de la carne le empapaba la barbilla. Cuando vaciaba la jarra de cerveza pedía que se la llenasen. Había terminado su plato y empezaba a adormilarse cuando la voz del tabernero lo despertó con un carraspeo.

—¿Necesitáis algo más?

El pirata no abrió los ojos ni respondió. Ahora no quería moverse. El hombre insistió, pero Morgenstern no hizo nada. Cuando comenzó a recoger la mesa, el pirata alzó la mano y tomó con fuerza su muñeca. Al abrir un ojo, se encontró con que el mesonero lo miraba lívido.

—Dime cuánto te debo —le preguntó antes de soltarle el brazo. Luego rio con fuerza.

El hombre pronunció la cantidad balbuceando, Morgenstern sabía que estaba aterrado; no se enfrentaría a él si le pagaba de menos. Soltó un eructo y unas monedas, se puso en pie y se marchó. Desde fuera pudo notar cómo el mesonero respiraba aliviado.

Era ya noviembre y la noche se mecía en brazos de un frío helado. Jirones de niebla surgían tras las esquinas. Hinchado de comida y cerveza, Morgenstern prosiguió su paseo. Con una mano apoyada en la empuñadura de su Hiebmesser —de punta similar al cuchillo de un carnicero, tan afilada que partiría en dos un pelo en el aire—, caminaba seguro entre la oscuridad de las calles.

Esperaba que Heller le diera lo que le había prometido para irse cuanto antes de Colonia. Su lugar estaba entre los marginados, entre las maromas y los cabos, lejos de la muchedumbre de las ciudades. Ninguno de sus hombres sabía nada, pero el buen negocio que había hecho el alcalde gracias a él pronto sería mejor retribuido. Había exigido al político un pago extra por sus servicios y solo era cuestión de días que lo cobrara. Morgenstern se introdujo por una estrecha calleja que ya conocía. Su embriaguez lo obligaba a transitar dando bandazos sobre el suelo pedregoso, y acabó por caerse de bruces. Malhumorado, se levantó y continuó su camino. Solo le faltaba una fulana para redondear la noche.

Una luz procedente de un fanal le indicó la entrada a la taberna que andaba buscando. Nada más atravesar la puerta, la voz de una mujer de carnes generosas y boca mellada le dio la bienvenida.

—¡Morgenstern, viejo cabrón! ¡Con esas ropas no te había reconocido!

Lilith vociferó por encima de las risas, de las palabras malsonantes y del entrechocar de las jarras que inundaban el lugar.

—¡Eh! Que yo también puedo ir de elegante… —respondió Morgenstern con burla, señalando su atavío. Había dejado su ropa habitual en el barco por reclamo de Heller.

Lilith se soltó de un hombre que la sujetaba de la cintura y se dirigió resuelta al pirata, que se abalanzó sobre ella en cuanto la tuvo cerca.

—¡Eh! ¿Qué maneras son esas de tratar a una señorita?

—Hoy vengo bien armado, querida… —le contestó, llevándole la mano a la bolsa con el dinero.

Lilith sonrió desvergonzada.

—Pues esto hay que celebrarlo. Invítame a algo, anda.

Se sentaron en una mesa justo al lado de un borracho que canturreaba con los ojos cerrados. Morgenstern invitó a la prostituta y pidió más cerveza. El dueño de la taberna permitía que las chicas ejercieran allí siempre y cuando sus clientes consumieran. A cambio les daba alguna propina casi siempre en forma de bebida o comida.

Lilith propinó un codazo a Morgenstern para que entregara sus monedas al tabernero. Pagó lo exigido y guardó el resto; se marcharon entonces al patio trasero. La mayoría acababan demasiado ebrios como para ir a ninguna otra parte.

Entre barriles vacíos y un muro desgastado, Lilith reía escandalosa. El pirata sumergía el rostro entre sus senos. Levantó la falda de la prostituta y se dispuso a entrar en ella. A pesar del alcohol ingerido, se dio cuenta enseguida de que ella trataba de engañarlo apretando los muslos y encajando entre ellos el miembro erecto. Le dio una bofetada al tiempo que gritaba:

—¡A mí no me estafas, puta!

Lilith jadeaba mientras Morgenstern resoplaba babeante sobre su cuello abriéndose paso a su sexo. Una especie de risa ahogada sonó de repente y no procedía de ninguno de los dos. La prostituta soltó un alarido asustada y Morgenstern se separó de ella tambaleándose.

—¿Qué diablos te pasa, vieja zorra?

—¡En el muro! —gimió Lilith temblorosa. Su rostro era de pánico—. ¡Ahí! Se ha asomado… Era deforme… ¡y reía!

Aturdido por el alcohol y la sorpresa, Morgenstern no sabía cómo reaccionar.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó al tiempo que se volvía—. Ahí no hay nada. ¡Habrá sido un mochuelo!

—Perdona, pero es que he visto a alguien subido al muro mirándonos y me asusté…

—¡Maldita sea! ¿Y por eso tenías que parar?

El pirata pateó el suelo y le dio a una piedra. Se tocaba el miembro y lamentaba haber perdido la erección. Lilith se disculpó de nuevo en voz baja.

—Quizá si nos tomáramos otra cervecita, nos serviría para ponernos a tono… —se atrevió a sugerir.

Morgenstern le clavó la mirada.

—Quizá, pero será después. Antes tienes que acabar tu trabajo.

Se acercó a la prostituta mientras se sacudía el pene con una mano.

—Ahora veamos qué sabe hacer esa boquita de piñón.

Lilith se agachó tras echar un último vistazo al muro, que ahora aparecía lamido por la niebla.

Para cuando Morgenstern salió de la taberna, se había dejado sus buenos dineros, pero todavía le quedaban. Además, solía llevar consigo anillos y cadenas, siempre de oro. Nunca sabía a qué puerto o ciudad podría llevarle el destino y por eso no le faltaban encima joyas que poder vender. Eran sus ahorros de emergencia.

A pesar de su aguante, el alcohol consumido había empezado a afectarle: le resultaba difícil mantenerse derecho al caminar y aún le faltaba hasta llegar a El Faisán Dorado, donde tenía habitación. Se escondió en un sucio y maloliente callejón, de los que se usaban como letrinas, para evitar a la patrulla que venía a lo lejos. Pese a que iba vestido de forma elegante, no quería arriesgarse a ser reconocido por su cicatriz o sus orejas horadadas. Por si acaso se asomaban, simuló estar orinando. Cuando los soldados se hubieron alejado, se dispuso a salir de nuevo. Un gruñido le puso en alerta.

Miró al fondo del callejón y vio el brillo de unos ojos. Quien fuera estaba agachado y se estaba incorporando pesadamente. Morgenstern sacó la espada.

—¿Quién anda ahí?

Nadie respondió.

Escuchó un ruido detrás de él que le hizo volverse. Una sombra huía por el otro lado y se desvaneció con la noche. Solo tuvo tiempo de distinguir unos anchos faldones hinchados por el viento. Cuando volvió a buscar los ojos que había visto antes, también habían desaparecido.

Morgenstern tragó saliva y pegó la espada al cuerpo. Miró a ambos lados antes de salir y apretó el paso.

Notó cómo alguien comenzaba a seguirlo. El pirata aceleró más todavía; lo sentía cerca. Tomó una estrecha vereda encerrada por dos viejos edificios y trató de despistarlo. Se ocultó entre las sombras azuladas para eliminar su rastro. Cuando el individuo estuvo próximo, se abalanzó sobre él blandiendo su Hiebmesser. Logró alcanzarle con un rápido tajo que le hizo caer de espaldas. Cuando se aproximó al extraño, pudo distinguir su rostro blanquecino y sus ojos límpidos. La boca, retorcida en una mueca perpleja, emitía un gemido intermitente. Un corte muy profundo le había eliminado parte de la nariz y dejaba a la vista las fosas nasales, que sangraban hasta llenarle la boca y derramarse. Su palidez se degradaba hasta el escarlata como la pintura velada en un cuadro al óleo. El extraño se removió en el suelo e intentó lavarse con agua de un charco.

—Tienes cojones, cabrón —masculló Morgenstern—, cualquier otro estaría ahora chillando de dolor.

Una piedra golpeó la sien del pirata haciéndole aullar.

—¿Quién diabl…?

Al volverse enfurecido, se encontró con otro tipo que lo observaba. Iba vestido con la misma túnica con capucha que el herido.

—¡Ah, hijo de puta! —Escupió al que seguía revolviéndose a sus pies—. No venías solo, ¿eh? Si os creéis que me vais a robar, estáis listos.

Levantó el arma dispuesto a descargarla de nuevo cuando otra pedrada le alcanzó. Dos individuos se acercaban por su derecha; otro a su izquierda y uno más por el callejón, a su espalda. Se vio enseguida rodeado de seis extrañas figuras. Con los rostros bajo las capuchas, se le antojaron auténticas sombras venidas del infierno. Se quedaron inmóviles, silenciosos, observándolo. Morgenstern daba vueltas sobre sí mismo sin perder de vista a ninguno.

—¡Venga, hatajo de cobardes! ¡Mi espada está dispuesta! —exclamaba, blandiéndola al aire.

Nadie se movía. La sangre brotaba de la sien del pirata y le empapaba el rostro.

De entre la oscuridad apareció una figura más alta y fornida que las anteriores. La luz de la luna atravesó las hebras neblinosas e iluminó su faz. El pirata vio cómo unos ojos oscuros se clavaban en él. Sin dejar de mirarlo, el que parecía el jefe hizo una señal con las manos. Y todos los encapuchados descubrieron sus puñales y dagas. Con la respiración agitada, Morgenstern apretó los dientes y esperó.

Los individuos se abalanzaron sobre él en tropel. El pirata enarbolaba su espada al aire buscando un pecho sobre el que hundirla. Había sobrevivido a enfrentamientos encarnizados contra ejércitos enteros. No tenía miedo, era otra cosa. Siempre había sabido que su vida acabaría así. Lo único que deseaba era morir con la espada en la mano. El primer puñal lo sintió en el costado, como el mordisco de un áspid. El siguiente no se hizo esperar, fue en el vientre. Resistió en pie lo que le pareció largo rato mientras las manos de aquellos seres se movían raudas; no iba a entregar su vida tan fácil. Creyó clavar su arma en el brazo de alguien, pero un nuevo tajo en el pecho le hizo tambalearse y caer al suelo irremediablemente. Ese fue su fin. Le quitaron la espada dejándole indefenso. Después le acometieron con sus armas una y otra vez incluso después de muerto. No parecían hombres, sino animales hambrientos.

Alonso intentó detener la hemorragia de la nariz de su compañero. Todavía le temblaban las manos y el frío le atravesaba el pecho como un arma afilada. Los demás apenas tenían heridas leves. El pirata se había mostrado valiente.

Dio instrucciones precisas a su tropa. Debían coger al herido y marchar con el carro al obrador inmediatamente para curarle. Él prefería volver a pie. Se había encargado de coger la bolsa de monedas, así como los anillos y collares que el pirata llevaba escondidos. Repartiría entre ellos el botín al día siguiente. Su parte no la quería. Era dinero manchado de sangre y él no era un asesino. Solo había actuado así porque su padre se lo había ordenado.

Alonso apretó el paso hacia el palacete, donde disponía de su propio espacio reservado y separado del resto de la casa. Todavía tenía sangre en las manos. Intentó deshacerse de ella frotándola fuerte con la tela de la túnica, pero no servía de nada. Deseaba llegar cuanto antes para poder limpiarse. Se sentía sucio.

El palacete apareció levemente iluminado. Dentro, todos dormían. Cruzó la puerta trasera y tras tomar una de las velas descendió unas escaleras. Al final de ellas, una puerta de hierro. La abrió con llave y entró en su rincón de la casa. A medida que Alonso encendía las distintas candelas distribuidas, fue tomando forma una habitación tan grande como la sala del obrador en la que trabajaban todos juntos. Allí tenía sus cosas, sus pinturas y libros que había ido guardando con el paso de los años. También recuerdos de su primera infancia en Toledo.

Alonso lanzó la túnica al suelo y se aproximó a la jofaina llena de agua que reposaba en su trípode, al fondo del cuarto. Introdujo sus manos en ella y restregó los restos de sangre hasta herirse. Al final consiguió hacerla desaparecer del todo.

Seguía sin sentirse mejor, incapaz de borrar lo que acababa de hacer. ¿Cómo podía alguien como él ser digno del amor de una persona pura como Erika? No la merecía. Así no.