Capítulo 38

En la víspera del día de Todos los Santos, Erika tenía ya casi todo listo para continuar con su pequeña tradición. Desde la muerte de su madre, ella y Lorenz acostumbraban a pasar juntos ese festivo. Primero acudían al cementerio para colocar las flores y las velas en la sepultura de Ebba y después volvían a casa, donde ella tenía preparada una comida especial. Pese a que Erika rememoraba los pocos recuerdos que guardaba de su madre antes de dormir, ese día la honraban y la recordaban juntos.

Hacía solo un rato que había llegado a casa cargada con la compra. El frío ayudaría a conservar bien la comida para el día siguiente. Una carpa y un arenque eran el manjar que compartirían en esa fecha.

Se disponía a limpiar el pescado cuando un sonido procedente de la puerta llamó su atención. Al volverse sobresaltada, sus ojos se posaron en un papel doblado que se deslizaba lentamente por el suelo. Una sombra tapaba la rendija y al momento siguiente ya no estaba. Erika caminó cautelosa hasta el papel, lo cogió y observó el sello que lo cerraba, sin marca alguna. Su rostro se iluminó con una sonrisa. Se abalanzó sobre la puerta y la abrió deseosa de hallar la respuesta, pero ya no había nadie. Salió al exterior, miró a un lado y a otro. Nada. A esa hora tan temprana de la tarde la calle estaba desierta, todo el mundo seguía en los talleres. Volvió adentro sin apartar los ojos del mensaje. Sus preguntas deberían esperar un poco más.

Decidió dejar la cocina para más tarde. Pese a estar sola, subió al primer piso buscando un poco de intimidad. Tras correr la cortina que separaba su habitación de la de Lorenz, Erika se sentó en el camastro y encendió una vela. Rompió la cera endurecida y desplegó el papel de algodón, ansiosa por leerlo. La perfecta caligrafía sin adornos le provocó un estremecimiento.

Liebes Mädchen,

Me he permitido escribiros por segunda vez después de algún tiempo. Espero no cansaros con mis pensamientos, pues sé que vuestra vida ya es lo suficientemente ajetreada. No creáis ni por un momento que por el hecho de no enviar correspondencia no pienso en vos. Al contrario, vuestra presencia no me abandona nunca. Ni cuando trabajo, ni cuando duermo. Sueño con vuestro precioso cabello cada noche, lo acaricio como si estuviera a mi alcance, como si de la más delicada seda se tratara. Espero no molestaros con mi atrevimiento.

Hace solo un instante os he visto cruzar la calle. Caminabais sola con vuestro paso grácil de siempre, con los ojos mirando al cielo, como si escondiera algo maravilloso que nadie más pudiera ver. Me hubiera encantado saber qué era y compartirlo con vos.

Supongo que debéis preguntaros quién soy. No os preocupéis, pronto sabréis más de mí. Si algo he aprendido en todos estos años es a disponer de una paciencia infinita. Por vos, esperaría siempre. Mientras, yo continúo sorprendiéndome cada día de cómo es posible que exista una criatura tan preciosa y de que yo haya tenido la suerte, si no de conoceros aún, sí de veros.

Estas cartas son la única manera que tengo, por ahora, de sentiros cerca, una posibilidad que arroja luz a mi constante oscuridad. Vuestra existencia es el mayor regalo que la vida podía hacerme.

Os voy a proponer algo parecido a un juego. Si dais pie a que lo continúe, entonces sabré que me correspondéis y avanzaré en mis misivas. La próxima carta estará en el muro al final de la calle de Santa Ágata el décimo día del mes de diciembre. Si buscáis bien, la hallaréis. Ahora solo me queda soñar con ese momento.

A. F.

Erika resiguió las últimas letras con uno de sus pequeños dedos. Tenía un nudo en el estómago. Cuando recibió la primera carta casi pensó que aquello había sido una broma de alguien aburrido, pero esta segunda demostraba que no era el caso. Y ahora también hablaba de una tercera que debería encontrar disimulada en una pared. Dando un suspiro, se dejó caer de espaldas sobre el camastro y permaneció largo rato con la mirada fija en ninguna parte. El corazón le latía rápido y casi parecía que iba a salírsele del pecho.

¿Quién era A. F.? Ya había imaginado infinidad de posibilidades. Sí que había algunos muchachos que se le habían insinuado ese último año, pero no creía que ninguno tuviera tal destreza en la escritura, y tampoco aquellas iniciales exactas en sus nombres.

Solo Anton Fride, el hijo de la pescadera, era A. F. Él solía alterarse cuando ella iba a comprar a su puesto. Esa misma mañana había vuelto a comprobarlo. Su madre le ordenó atender el pedido de Erika y Anton se puso tan nervioso que en lugar de una carpa le dio un arenque. Erika le corrigió de la manera más dulce que pudo para evitar que el chico se sintiera mal, pero Anton se disculpó muy avergonzado, y con las mejillas rebosantes de calor, desapareció dando excusas ininteligibles. Con el arenque en la mano, Erika se esforzó por esconder una carcajada e informó a la madre de Anton de lo que acababa de ocurrir.

—¡Este hijo mío es un desastre! —exclamó la robusta pescadera—. Anda, chiquilla, llévate también el arenque. ¡Qué atolondrado!

Y así había conseguido su arenque.

Erika alzó la cabeza tratando de recordar qué otros chicos habían intentado ruborizarla. Le vino a la memoria uno de los aprendices del taller de Lorenz, Anselm. Desconocía su apellido. Las veces que Erika se había acercado al obrador para esperar a su padre en la puerta, siempre se detenía a saludarla.

—Hola, Erika —le decía atrevido—: Hoy estás muy guapa.

—Gracias, Anselm —le respondía ella, apartándose.

—¿Te gustaría ir a dar un paseo conmigo?

Erika lo miraba molesta.

—No. Por supuesto que no.

Cuando su padre aparecía, Anselm se iba.

Tampoco le gustaba el aspecto de Anselm. Tenía el pelo naranja y la nariz llena de pecas; sus ojos azules eran tan grandes que parecían estar a punto de saltar de sus cuencas.

Quizá las siglas A. F. eran solo un apodo y el nombre auténtico del autor de aquellas cartas no tenía nada que ver con ellas. Garin, el hijo del herrero, también mostraba interés en Erika. Siempre que pasaba por delante del taller, Garin corría a hablarle. Cuando Matthias se marchó de Colonia y ella estaba tan triste, se portó muy bien. Garin era bueno y siempre le obsequiaba con pequeñas piezas hechas de los restos de su forja, auténticas joyas de hierro. Pero Garin era un chico muy robusto, incluso demasiado para ella.

Erika fantaseó con su enamorado imaginándose cómo sería: el chico más bello que jamás había visto, eso seguro. De repente se vio deseando que fuera aquel joven de cabello rubio y ondulado, de piel tostada, con el que se había topado varias veces en la ciudad. Aquel que nunca hablaba. Entrelazó sus dedos y rezó por que fuera él.

Trató de recordar si le había visto el día que encontró la primera carta; eso había sucedido a principios de octubre. Estaba dando un paseo por la ciudad en plena mañana. Las calles se hallaban repletas de personas, pero se topó con un niño que creyó era un mendigo dada la suciedad que le cubría. Estaba a punto de darle una moneda cuando el pequeño, sin mentar palabra, le hizo entrega de un papel sellado con un cuño vacío. Lo aceptó confusa y, tras abrirlo allí mismo y leerlo absorta, miró a todas partes por si alguien la observaba a lo lejos. No reconoció a nadie entre la gente que atestaba la plaza.

Un sonido en la planta baja la distrajo de sus pensamientos. Guardó la carta debajo de las mantas para que nadie la descubriera. Se levantó del camastro de un impulso y se acercó a las escaleras. Ahí estaban Olga y su padre. Sin darse cuenta había pasado un buen rato echada.

A pesar de que se esforzaba por que aquella mujer le cayera bien, le resultaba difícil acostumbrarse a verla tan a menudo. No era ingenua, había advertido que a su padre le gustaba mucho. Siempre la miraba muy fijamente y sabía lo que eso significaba.

En lugar de bajar, prefirió curiosear desde arriba lo que ocurría en la sala. Erika vio cómo Lorenz y Olga hablaban muy pegados y se sentaban a la mesa. Cerró los ojos concentrándose en descifrar lo que se decían entre bisbiseos. Enseguida se quedaron callados. Erika volvió a mirar para descubrir cuál era la causa del silencio y vio cómo la cabeza de Lorenz se acercaba a la de Olga. Estaban a punto de besarse. No era la primera vez que lo veía, a pesar de que lo evitaban cuando ella estaba presente. Decidió sorprenderlos. Los labios de Lorenz y la joven estaban ya unidos cuando Erika bajó por las escaleras, provocando gran estrépito.

La pareja se separó rápido. Olga se puso en pie de un brinco y la saludó. Erika tuvo que esconder una sonrisa.

—No sabía que estuvieras en casa —se disculpó Lorenz cohibido.

—Estaba arriba. Me había quedado medio dormida y todavía no he preparado la cena.

—No te preocupes, hoy cocino yo, ¿te parece bien? —intervino Olga tan amable como siempre.

Erika deseó haber preparado la comida antes. Lorenz desapareció un momento de la sala dejándolas a solas.

—Sé que eres muy trabajadora, Erika. Pero a veces una tiene que permitir que la ayuden. —Olga hablaba con dulzura.

—No necesito ayuda —respondió. Y añadió—: Estoy acostumbrada, no me importa trabajar. —Intentaba no parecer desagradable porque, después de todo, no se lo merecía, pero a veces su boca hablaba más de lo necesario.

—De todas formas hoy te vas a librar. —Y se fue a la cocina mientras Erika colocaba los vasos en la mesa.

Olga se movía por la casa ligera, sabía exactamente dónde encontrar lo que necesitaba. Como prueba, al cabo de un rato, de la marmita comenzó a surgir un delicioso aroma a caldo de verduras que se expandió por toda la sala. En el exterior la noche exhalaba su aliento gélido, pero el fuego de la lumbre mantenía la casa caliente. Lorenz acompañaba a su invitada y probaba la sopa de vez en cuando. Erika no les quitaba ojo desde la mesa. Esa podría ser una bonita escena familiar. Pero Olga no era de la familia.

—Ya está listo —anunció al fin.

Y Lorenz la siguió, dejando la cuchara de palo de nuevo en la olla:

—Realmente delicioso, Olga.

—Mi madre me enseñó a prepararla cuando era más pequeña que tú, Erika. ¡Espero que te guste!

Olga se esforzaba por caerle bien, y ella lo sabía. Respondió con una sonrisa forzada. Si hablaba, quizá se le escapara algún comentario poco agradecido y no deseaba disgustar a su padre. Se le veía bastante feliz.

Lorenz ayudó a servir los cuencos, como solía hacer con Erika, y después se sentaron todos a la mesa. Tras una bendición rápida, comenzaron a beber el caldo. El orfebre enseguida alabó la labor de Olga; Erika le dio la razón sin demasiado entusiasmo. Después la conversación se desvió hacia el invento.

—¿Cómo va la prensa? —preguntó Olga, curiosa, mientras señalaba el artefacto medio desmontado que ocupaba buena parte de la sala.

Lorenz tragó y respondió sosegado.

—Bueno, no he tenido demasiado tiempo de trabajar con ella y voy un poco lento. He quitado todos los listones del lagar y estoy resolviendo el problema del giro.

Erika sabía que, en realidad, no era solo que su padre estuviera tan ocupado que no pudiera dedicar unas horas a su prensa. Desde que el padre Martin dejara de pedirle indulgencias, su ánimo se había visto bastante afectado. Pero, por lo que parecía, Olga no tenía ni idea. De alguna manera, se sentía afortunada de ser la única conocedora de esa información.

—¿Qué problema de giro? —insistió la joven.

—La plataforma de madera desciende girando alrededor del tornillo hasta la caja con los tipos. Al presionar el papel la tinta se corre ensuciándolo todo —respondió Erika sin levantar los ojos del tazón, con palabras rápidas.

Quería demostrar que ella estaba al tanto de lo que le ocurría a su padre; como en una especie de competición para aclarar quién era más importante en aquella mesa. Quizá ella ya no lo era tanto como antes, cuando estaban los dos solos y se las arreglaban tan bien, pero al menos sabía qué ocurría con la prensa.

Lorenz la miró y sonrió satisfecho.

Erika alzó al fin los ojos y le guiñó uno.

Olga agradeció la explicación y pasaron la velada hablando de cómo solucionar los distintos obstáculos para convertir la prensa de vino en una máquina copiadora de libros.

Erika dirigía miradas furtivas a Olga. Envidiaba con mucho su belleza. Esos ojos azules y afilados miraban con elegancia; la voz era siempre estable y cálida. Desde el primer día le había llamado la atención que, pese a su humilde origen, Olga tuviera gestos de alguien con una educación privilegiada. Allí sentada, separada del fondo oscuro de la casa por la luz ambarina del fuego y de las velas, con esa túnica roja que le llegaba hasta los pies, le pareció una princesa de otro tiempo y otro lugar.

Cuando hubieron terminado, Olga dio las gracias y se puso en pie dispuesta a marcharse; se estaba haciendo tarde. Lorenz la acompañó a la puerta y Erika no se separó de ellos. Sabía que de esa manera no habría intimidad en la despedida. Olga besó la mejilla de Erika y ella la correspondió levemente. Al llegar a Lorenz, este se separó excusándose y señalando a Erika con la cabeza. Olga asintió sin quejarse y preguntó:

—¿Mañana quieres que vayamos a…?

—Mañana es el día de Todos los Santos —interrumpió Lorenz—. Erika y yo tenemos algo que hacer, lo siento. —Lorenz dirigió la mirada a su hija, que lo observaba sonriente.

Se acordaba, su padre se acordaba de que el día siguiente era solo para ellos.

—Oh, entiendo. Entonces será otro día. Buenas noches a los dos. Nos vemos en el obrador, Lorenz.

Olga respondió sin asomo de enfado mientras salía por la puerta; un gesto que no pasó desapercibido a Erika. Respetar una tradición como aquella decía mucho a su favor. Después de todo, la amiga de su padre no estaba tan mal.