El sol empezaba a ocultarse en el horizonte. Los cascos de un caballo resonaban en las callejas vacías. Mientras el frío viento de otoño barría su rostro, Nikolas no podía dejar de pensar. El alcalde Heller había solicitado sus servicios.
Los dominios del político se habían ido ampliando desde la toma de posesión del cargo hacía ya más de un año. No le temblaba la mano a la hora de adueñarse de terrenos vedados hasta entonces a su institución. La línea trazada entre el poder del Estado y el de la nobleza había quedado difuminada y, muy pronto, el alcalde se convertiría en el hombre más acaudalado de Colonia. El espíritu voluble y despiadado del político convertía su posición en un ariete de lo más eficaz al que muchos intentaban aferrarse.
Nikolas era uno de ellos. Los acuerdos alcanzados con el bürgermeister se iban multiplicando con el tiempo, creando un engranaje altamente provechoso para ambos. Tomar constancia por escrito, a modo de testimonio, de determinados hechos era una de las labores que el obrador del copista había recibido. En ese día, Heller le había hecho llamar a él, explícitamente a él, para cumplir con dicha actividad. Y eso le intrigaba: Nikolas jamás se ocupaba en persona de tareas tan cotidianas. El político debía de tener algo entre manos. Las reuniones que compartían solían celebrarse al mismo tiempo que el alcalde ponía de manifiesto la superioridad de su posición rodeado de secuaces. Por eso le alarmó descubrir que el encuentro iba a realizarse en la prisión de Colonia.
El tétrico edificio de la Arresthaus tomó forma ante él. Protegido por una muralla y un foso, su apariencia imponente era la de un castillo. Originalmente había sido una fortaleza, en una época en la que el Sacro Imperio Romano Germánico vivía tiempos convulsos y los saqueos estaban a la orden del día. Se convirtió en cárcel al mismo tiempo que llegó la estabilidad política y militar al Imperio. Ahora las murallas evitaban la fuga de los presos. Los hombres más detestados de Colonia se hallaban allí encerrados.
Pasó el foso a caballo y desmontó ya en el patio de armas. Recogió su túnica para que no arrastrara por el suelo mojado. De su boca surgía una nube de vaho que se abría paso entre el frío con cada espiración. Un soldado se hizo con el animal, que lo siguió obediente chapoteando entre charcos grises, espejos de un cielo completamente nublado. Los quejidos brotaban de las celdas en un compás doloroso. Otro soldado cubierto con un casco y armado de una pica le pidió que lo siguiera y juntos cruzaron la puerta de madera que conducía a una de las torres. Ya con los ojos acostumbrados a la falta de luz natural, tomó forma ante él un estrecho pasillo recorrido de antorchas ardiendo que desprendían un olor fuerte y dulzón. La humedad se cernía poco a poco como un dolor interno. El estruendo de la puerta al cerrarse a sus espaldas resonó en el túnel. Después, el silencio. Una vaga sensación de intranquilidad recorrió el cuerpo de Nikolas.
El espacio se abrió en una amplia sala igualmente iluminada por multitud de antorchas. Las sombras se alargaban y encogían a capricho de las corrientes de aire que atravesaban los ventanucos. El sonido hueco de gotas de agua golpeando el suelo ya mojado se vio roto por un grito desgarrador filtrado por la piedra de las paredes.
Nikolas miró de soslayo al soldado esperando quizá una explicación. Inmutable, se paró y el copista lo imitó. Frente a ellos, ocho puertas cerradas en un espacio octogonal.
—Cruzad aquella puerta. Allí os espera nuestra excelencia —anunció el soldado señalando con su lanza la entrada elegida.
Nikolas inclinó la cabeza y siguió el camino marcado. El soldado continuó en su sitio impertérrito, con el nasal del casco partiendo su mirada. El escriba llamó a la puerta antes de entrar. Tras empujar la madera, se topó de frente con el origen de aquellos alaridos: un hombre yacía tendido boca arriba sobre un tablón, con el torso desnudo bañado en sudor y sangre; la cabeza le colgaba al aire, sin apoyo, y el rostro, desencajado por el dolor, suplicaba por su vida.
Heller dejó las tenazas sobre una mesa contigua y abrió los brazos en espera de que su esbirro le quitara los guantes de cuero. Enarcó una amplia sonrisa y se acercó a Nikolas.
—Querido amigo. —Le dio un apretón de manos y le palmeó el hombro—. Venid, venid, no os quedéis ahí…
Nikolas intentó otra sonrisa de respuesta pero solo logró una mueca helada. La violencia le comprimía los sentidos y lo dejaba abotagado. Le pareció ver que el rostro de la víctima se iba relajando.
El secuaz, un individuo viscoso de gesto simple con un chaleco de cuero y unas calzas, se dirigió a Heller, dócil. Tenía una mirada vacía, inquietante.
—Parece que se está durmiendo, señoría…
—No lo permitas. Lánzale agua a la cara —ordenó impertérrito. Y, volviendo a Nikolas, anunció con naturalidad—: Sentaos.
Nikolas tomó asiento sobre la única silla que había disponible frente al preso, mientras el verdugo seguía las órdenes del alcalde y lanzaba un cubo de agua con sal a la cara del prisionero.
—Acercaos un poco más —le exigió Heller, señalando al preso—. Desde ahí no escucharéis cómo me pide piedad y debéis escribir su confesión.
Nikolas así lo hizo. Extrajo de una bolsa los útiles para la escritura. Heller hizo una seña al verdugo y este salió de la sala para volver enseguida con una mesa. La colocó ante el escriba, que, diligente, mojó la cánula en tinta y se dispuso a escribir.
—Bien, Nikolas. Os pondré en antecedentes. —Heller comenzó su discurso con las manos a la espalda, solemne, mientras rodeaba el cuerpo tendido—. Resulta que esta basura pretendía levantar en armas a todo Colonia. Lo hallamos subido a un tonel enardeciendo a la multitud mientras hablaba del mal gobierno.
Nikolas atendía sin pestañear a las explicaciones del alcalde, que miró al preso y se dirigió a él con regodeo:
—Pero ya no lo volverás a hacer, ¿verdad que no?
—No, bürgermeister —masculló el prisionero, boqueando con grandes esfuerzos—. Clemencia, os lo suplico.
Heller volvió despreocupado junto a Nikolas y continuó como si estuviera relatando un cuento cualquiera:
—Despejamos la plaza y cuando lo detuvimos confesó sus actos inmediatamente: «Yo, Clement Aurf, me considero culpable…». —El alcalde hizo una pausa mientras miraba al copista extrañado—. ¿No tomáis nota, Nikolas? Sé que soléis mandar a Helmuth para esta clase de encargos, pero confío en que vos no hayáis perdido práctica con la cánula…
Nikolas agitó la cabeza y posó su mirada sobre el papel desplegado. Empezó a escribir al dictado las palabras de Heller puestas en boca del reo. Sin ventanas y con pocas antorchas, la luz en aquella sala era escasa. El escriba debía forzar mucho los ojos para comprobar el trazo de sus manos.
—… me declaro culpable de los actos de los que se me acusa. Acato por voluntad propia la sentencia de cinco años de galeras que se me impone y me considero privilegiado y bla, bla, bla… —La mano del alcalde se movía con parsimonia en el aire—. El resto os lo dejo a vuestra elección. Lo único que me interesa que conste es una confesión de los hechos que os he contado; es decir, una conspiración contra la autoridad y el orden. Quiero que se especifique también que la conjura era contra el arzobispo Von Morse. De esta manera aumentaré el respeto de nuestro príncipe elector.
Las últimas palabras ocultaban más de lo que expresaban. Nikolas alzó la cabeza y asintió, después recuperó la tarea que había iniciado. El alcalde se mantuvo de pie, mirando desde arriba al copista, apoyado en el tablón de madera donde yacía la víctima, a la espera de que acabara. Heller no tardó en volver a hablar:
—Esta gente no entiende otro idioma que el de la violencia. Yo soy el primero que aborrece estas prácticas, creedme, pero a veces no hay otra salida…
Heller hizo una señal con la cabeza a su verdugo, que corrió a la mesa en la que reposaban las herramientas de tortura. Cogió las tenazas e, hincando su rodilla en la mano del preso, se dispuso a arrancarle una de las uñas. La carne cedió emitiendo un chasquido. Los aullidos del reo asustaron al escriba. Creía que la tortura había terminado, el alcalde ya tenía su confesión, ¿qué demonios pretendía ahora? Nikolas cerró los ojos un momento y continuó con su labor mientras el preso no dejaba de gritar. Le resultaba difícil concentrarse con ese espectáculo dantesco justo al lado. Hacía trabajar a su mente y escribía rápido los datos que le habían ordenado. Deseaba con todas sus fuerzas terminar y marcharse cuanto antes. Sentía asco por lo que veía pero no podía manifestar ninguno de sus pensamientos.
—No dejes que se desmaye —ordenó Heller a su secuaz.
El verdugo respondió lanzando un nuevo cubo de agua sobre la cara del convicto.
—¡¿Qué haces, imbécil?! —gritó el alcalde dando un salto. Parte del agua le había salpicado.
Con el rostro rabioso se apartó del tablón de madera. El preso se removió lentamente, sin fuerzas. Los gritos se convirtieron en gemidos. Nikolas ya casi había terminado el documento. La voz de Heller volvió a distraerle. Esta vez se dirigía a él. Su expresión furibunda se había calmado y ahora adoptaba un tono mucho más familiar; el trato de tú no dejó lugar a dudas.
—Te preguntarás por qué te he hecho venir.
El copista miró al prisionero y al político, que seguía de pie. Y comenzó a entender el porqué de aquel escenario. Lo único que el alcalde procuraba era atemorizarlo. Y, desde luego, lo estaba consiguiendo. Heller debió de deducir sospecha en sus ojos y le habló con palabras calmosas:
—No te preocupes por él, cuando acabemos ya no podrá volver a decir nada. —Y, como si lo que acabara de mentar fuera una bobada, continuó—: Quiero que te encargues de alguien. Supongo que has oído hablar de la carestía de cereal…
—Sí, algo he oído…
—Seguramente en boca de rufianes como este —añadió, señalando a la víctima ya inconsciente—. Lo único que quieren es minar mi popularidad, como si no fuera lógico que la cantidad de cereal almacenado disminuya cada vez que se acerca una nueva cosecha. Todos recordamos compungidos el rastro de cadáveres que quedaron tras el suceso… —Hizo una pausa dramática antes de continuar—. Pero yo no tengo la culpa. Hice todo lo que pude.
—Actuaríais con toda la buena fe de que sois capaz, como siempre…
La voz de Nikolas sonó sin atisbo de ironía.
—Efectivamente, como siempre. De hecho, tenemos identificado al presunto autor de las tropelías, al causante de que los mercaderes con cereal sano no pudieran llegar a nuestra ciudad. Y necesito que alguien lo reduzca. El que lo haga podrá sentirse satisfecho, pues estará vengando al pueblo.
Nikolas sabía que aquello era algo más que una sugerencia. No podía negarse. Él había aceptado el juego y ahora estaba atrapado.
—Pero ¿no sería mejor actuar según la ley? Vuestra imagen se vería gratamente beneficiada.
Heller reinició el camino por la sala reforzando el significado de sus palabras con cada nuevo paso.
—Ya sabes que yo no actúo movido por mis intereses, sino por los de la ciudad. No quiero que se vuelva a vivir otra tragedia. Para mí lo importante es la justicia y ese asesino debe morir cuanto antes. Ni merece ni debemos esperar a un juicio; llevaría demasiado tiempo y proporcionaría a sus hombres la oportunidad de rescatarlo. Son muchos y están armados.
—Entonces la operación será compleja…
—Entraña sus riesgos, pero solo me interesa uno de ellos; no hay por qué acabar con los demás. Las víboras sin cabeza se mueven solo para agonizar.
Nikolas esperó un momento antes de responder. No quería parecer siempre tan dispuesto, a pesar de que sí lo estaba.
—Entiendo.
—Perfecto.
El tono de Heller era el del vendedor que acaba de conseguir un buen trato. Con el apretón de manos, Nikolas supo que debía marcharse. El copista recogió sus cosas, se despidió en un gesto agradecido y abandonó la sala con una extraña sensación en el cuerpo. Había presenciado una terrible escena que le robaría el sueño durante días. El alcalde, desde luego, sabía muy bien cómo transmitir un mensaje. A Nikolas no le cabía ninguna duda de que, si algún día osara traicionarlo, ocuparía el lugar de ese preso cuyos alaridos volvía a escuchar. Mientras recorría el mismo pasillo que lo había llevado a la sala de tortura, pensó en que debía pagar un precio demasiado alto por sus deudas con el alcalde. Algún día conseguiría que eso cambiara.