Capítulo 36

Al día siguiente, Colonia amaneció encapotada bajo las oscuras y húmedas nubes de otoño. Lorenz caminaba rápido esa tarde procurando entrar en calor; los días se acortaban y la luz era cada vez más escasa. Sus pasos resonaban entre las paredes de piedra y madera de las casas decrépitas que invadían esa zona de la ciudad. Las ventanas abiertas enmarcaban rostros ajados por el abandono. Un niño le sonrió con la boca mellada mientras roía un trozo de pan negro. Tuvo que esquivar un charco que una mujer acababa de provocar deshaciéndose de un cubo lleno de desperdicios y agua.

Cuando alcanzó el interior de la iglesia de San Miguel Arcángel se percató de que se hallaba extrañamente vacía. Tras hacerse la señal de la cruz con los dedos mojados en agua bendita, Lorenz se dirigió a la sacristía. Llamó a la puerta y esperó a que le dieran la entrada. Enseguida, el padre Martin Wahrheit lo recibió con los brazos abiertos. Una extraña mueca de tristeza asomaba en su rostro.

—¿Qué ocurre, padre?

—Pasa, Lorenz. Tenemos que hablar.

El religioso cerró la puerta y tomó asiento junto a Lorenz en las incómodas sillas de madera.

—Lo que temíamos que ocurriese al final ha tomado forma —susurró enigmático Martin.

—¿A qué te refieres?

—No podemos continuar con nuestra tarea común. El rencor que la jerarquía me guarda es mayor del que creía.

Lorenz arrugó el ceño. No acababa de comprender. Quería que el padre Martin le hablara claro, pero esperó pacientemente.

—Al final han conseguido lo que deseaban, Lorenz. No les importa la pobreza, ni la espiritualidad, ni la fe, ni el bien de nadie…

El religioso se llevó las manos al rostro en un gesto de enfado. Negaba con la cabeza al tiempo que continuaba con sus reproches a una autoridad que lo tenía maniatado.

—¿Quiénes han conseguido qué?

—El arzobispo. —La boca de Martin masticó las palabras en una mueca resentida—. Ha firmado un edicto en el que prohíbe cualquier indulgencia que no esté aprobada por él. El heraldo lo ha anunciado esta mañana. No podemos hacer nada. Si no obedecemos, me castigarán severamente.

La voz de Martin sonaba firme. Pese a estar preocupado, Lorenz no consiguió ver el miedo en su rostro anguloso.

—¿Por qué te castigarían solo a ti? Yo soy quien hace las copias.

—Porque, por ahora, desconocen tu existencia, y así debe seguir siendo. Las indulgencias llevan mi firma y, como mucho, buscarán al supuesto escriba que me ayuda. Ni se imaginan lo que hay detrás. Desde el edicto nuestros actos son ilegales. Si me detienen, todo se habrá acabado para mí y para mis parroquianos. No quiero eso.

Era una de las zonas más pobres de Colonia. Lorenz, pese a no tener mucho, se sentía afortunado frente a aquellas familias sin una castaña que llevarse a la boca. Solo Martin tomaba partido por ellas. Sin él, estarían perdidas.

Vivían en una época en la que Dios suponía una presencia cotidiana. Él era la razón de todo lo que sucedía, lo bueno y lo malo. El hombre vivía temeroso y cuidaba de no desobedecer sus leyes y perder así su puesto en el paraíso cuando llegara la muerte; un fin del que nadie escapaba, pobre o rico. No se debía estar en deuda con el Ser Supremo, y los pecados significaban el peor lastre que alguien podía tener. Hombres y mujeres por igual necesitaban de las indulgencias para ser perdonados.

—Pero no lo entiendo. Tú como sacerdote puedes hacer indulgencias para tu parroquia, ¿no es cierto?

—Sí, pero eso no importa. Las demás parroquias han entregado muchas menos que yo porque las venden más caras y el arzobispo dice «proteger» a los ciudadanos con este nuevo edicto. En realidad, lo que no le agrada es que yo no adquiera más bulas de sus monjes escribas y de paso se asegura controlar también los precios. Sabe que mi acción es un inicio de cambio y que a la larga le acarrearía menos ganancias. Además, siempre me he mostrado crítico hacia las altas instancias, y no creo que eso haya ayudado mucho tampoco.

Lorenz inclinó la cabeza en un gesto interrogativo. ¿Qué pasado tenía Martin para comprometerlo de esa manera? Sabía que él y sus amigos de la universidad hablaban de temas arriesgados, pero ¿qué sucesos escondía ese hábito sagrado?

—Ahora te estarás preguntando de qué hablo…

El orfebre encogió los hombros. El cura se puso en pie y con las manos enlazadas a la espalda caminó por la sacristía, sobrepasó el bargueño y alcanzó el ventanuco. Una luz lechosa envolvió al padre Martin en un aura irreal. Fuera el tiempo continuaba pesado y gris.

—Permíteme que, de momento, no ponga nombres a los protagonistas de la historia que te voy a relatar. —Sus palabras se dirigían al cristal traslúcido—. Hubo un día dos sacerdotes en ciernes, con la cabeza llena de ilusiones. Pese a tener orígenes muy diferentes, compartían celda en el seminario e inquietudes que los unían. Uno de ellos procedía de una estirpe noble, pero humilde. Su destino estaba escrito desde niño, por ser el tercer hijo varón de una familia cuyo patrimonio no era mucho. Pese a que su fe al principio era escasa, se fue fortaleciendo hasta ver en Dios la solución a todo lo malo. El otro joven llegó a Colonia procedente del campo, insigne hijo de una familia de alta alcurnia. Su destino fue producto de una madre devota y una vocación prematura. Su fe, una premisa voluntaria esculpida a golpe de Biblia y rezos.

»A medida que las estaciones se sucedían, la vida iba creciendo alrededor del seminarista insigne como un jardín descuidado. Había llegado a la ciudad como un muchacho tímido, pero pronto se vio deslumbrado por las tentaciones. Un día, su amigo se lo encontró dormido en una taberna a horas tempranas: había pasado allí la noche, entre vapores alcohólicos y fragancias sexuales. Su bolsa descansaba vacía ante él. Le alzó la cara y entreabrió ligeramente los ojos. Apenas lo reconoció, turbado como estaba. Debía actuar con rapidez; su compañero había faltado ya al oficio de vigilia y llegaba tarde al de laudes. Le preocupaba lo que los demás sacerdotes pudieran pensar. Pidió al mesonero un brebaje a base de huevos, leche, pimienta y vinagre de vino en abundancia que lo ayudara a recuperarse.

»Hizo tragar a su amigo el mejunje ya preparado y al instante despertó en un estado deplorable. Lo arrastró por las calles de Colonia hasta llegar a su cámara sin que nadie lo viera. Justificó su ausencia alegando indisposición. Con una vela y unos emplastos de cera caliente simuló la fiebre. Su estado natural hizo el resto. Todo salió a la perfección y nadie dudó jamás de su palabra.

»A partir de entonces, la relación entre los dos amigos cambió. El secreto que compartían, en vez de unirlos, acabó por separarlos. Uno estaba en deuda con el otro y eso siempre sería así. El sentimiento de culpa contaminó sus conversaciones.

El padre Martin se aclaró la voz, como si explicar el siguiente fragmento lo incomodara más todavía:

—Ese último aprendizaje fue el más vital en la formación política de ambos. Con el tiempo, el seminarista tímido, noble y rico se entregó a la vida descubierta aquel día en la taberna, relajando su culpa y su fe, cuidando, eso sí, de no volver a ponerse en riesgo de ser descubierto. Los rumores no se hicieron esperar, pese a que los acusadores jamás pudieron demostrar nada. Tan velados quedaron sus actos, que el seminarista siguió avanzando en su carrera, sin freno. Hasta convertirse en el arzobispo de Colonia; el mismo que todavía hoy conocemos.

El silencio se espesó en la sacristía. Un estremecimiento recorrió el espinazo de Lorenz. En su mente, un único nombre: Dieter von Morse. Solo acertó a preguntar:

—¿Y qué pasó con el otro?

—Fue cayendo en diferentes faltas. Prestar su ayuda empleando cualquier recurso acabó por ser una costumbre. Los paseos que solía dar por las áreas más pobres de Colonia le ofrecían la posibilidad de conocer a muchos que lo necesitaban, y él se entregaba sin importarle cuál fuera el motivo. Enseguida sus opiniones y sus actos fueron minando su prestigio. Y a él no le importó. Misteriosamente, las puertas que podrían haber ido abriéndose a medida que progresaba en sus estudios se cerraban. Pero la duda, en lugar de debilitar su fe, la hizo irrevocable; no así algunos principios defendidos por la Iglesia. Cuando salió del seminario se ordenó sacerdote y nunca más volvió a romper un voto o una promesa; hasta hoy, cuando, habiendo prometido comprarte más indulgencias, se ve obligado a fallarte rechazándolas por mucho que le duela —concluyó con una sonrisa triste.

—Tú eras el joven luchador… —dijo el orfebre con cierto brillo en la mirada.

—Me halagas con tu generosidad, Lorenz. Pero si te has quedado con la imagen de un luchador, es que no te he explicado bien mi historia. Fui también un pecador y un contestatario vocacional contra la autoridad. Tuve muchos problemas. La mayoría, con mi conciencia.

—Entonces, ¿crees que el arzobispo ha firmado el edicto porque todavía te guarda rencor? ¡Pero tú lo ayudaste!

—También soy el único que le ha visto incumplir sus votos. Y sí, creo que eso tiene algo que ver. Los beatos que lo adoran tampoco habrán ayudado; digamos que no les gustan en demasía mis discursos.

Lorenz se quedó un momento en silencio, paladeando una historia inesperada. Inmediatamente le acudió una pregunta a la boca:

—¿Qué hago con estas entonces? —Mostró un envoltorio hecho con paños. Eran las indulgencias que le había traído.

—Hay que hacerlas desaparecer. No deben llegar a ojos de nadie, podría ser peligroso —dijo mientras se acercaba al orfebre y cogía el paquete de sus manos—. Luego me desharé de ellas.

Martin Wahrheit miró de frente a Lorenz y tomó asiento de nuevo con las bulas sobre el regazo. Sus ojos estaban llenos de ternura; comprendía el odio del orfebre, que no convivía a diario con la injusticia.

—Pero este incidente no debe detenerte en tu trabajo, Lorenz. Continúa avanzando. Sé que harás grandes cosas. Dios te ha dado un don que no puedes desperdiciar.

—No sé si debo seguir con un invento que trae más problemas que beneficios a los que podrían utilizarlo. Además de que siempre habrá alguien más fuerte que se interponga. Como Von Morse…

La emoción que Lorenz había estado sintiendo esos últimos meses se había disipado en un momento con solo una firma del arzobispo.

—No digas eso. Sin pretenderlo te has convertido en la esperanza de muchos. Tú puedes hacer de la utopía una realidad. Las indulgencias solo han sido el principio. Pronto habrá mucho más por lo que luchar y no tienes que rendirte.

—Ayer conocí a algunos de tus amigos de la universidad.

—¿Sí? —preguntó mientras se le iluminaba la cara—. ¿Quiénes estaban?

Lorenz alzó los ojos tratando de recordar los nombres unidos a los rasgos físicos que había memorizado.

—Stan Weigand, Leopold Trimm, Merrill Severin, Ritter Griep y Ulbrecht Harde.

—Sí, esos son algunos. Nuestras reuniones se hacen cada vez más populares.

—Ritter quiere hacerme un retrato —bromeó Lorenz. Ya no se lo veía enfadado.

—Bueno, eso es todo un honor —respondió ocurrente.

—Sí, eso me contaron. También dijeron que estoy haciendo un buen trabajo. Y que podría ayudarlos a difundir sus libros.

—Y es verdad, Lorenz. No lo pongas en duda ni por un momento. Lo que estás haciendo es importante. Tu iniciativa te acerca a Dios. ¿No has oído hablar del Valhalla en la mitología germana?

Lorenz negó extrañado.

—El Valhalla es el cielo al que solo acceden los guerreros que han demostrado su valor en combate. Tú también eres un guerrero y estás demostrando mucho valor en esta batalla. No debes perder nunca tu fe.

El orfebre miró al padre Martin Wahrheit con una mueca indecisa, tratando de dejar a un lado todas sus dudas.

—Pero yo no quiero poner en peligro a nadie.

Martin le dedicó una sonrisa que escondía mucho más que el mero consuelo. Era evidente que sabía muy bien de lo que estaba hablando Lorenz. El camino era todavía largo y los obstáculos aún mayores.

—Nadie dijo que fuera fácil.