Cuando Lorenz llegó a la entrada de la Universidad de Colonia, Johann lo estaba esperando. El birrete verde que siempre portaba le ayudó a reconocerlo. Confiaba en que no llevara allí mucho rato; se había entretenido en casa y ahora que empezaba octubre los días eran cada vez más fríos. El librero lo había citado de forma enigmática y no dejaba de preguntarse cuál sería la razón.
Esperaba que, debido a su indumentaria, nadie le impidiera entrar en aquel recinto tan estimulante creado hacía casi medio siglo. Dividido entre la facultad de medicina, leyes, teología y artes, ese lugar albergaba a las mentes más doctas de Colonia. Era la cuarta universidad creada dentro del Sacro Imperio, después de la de Praga, Viena y Heidelberg. La proliferación de centros universitarios era una consecuencia directa de la ruptura de la unidad en las enseñanzas, provocada por disputas políticas, doctrinales y teológicas. Tampoco la autoridad pontificia pudo evitar la multiplicación de facultades de teología ni, por tanto, la variedad de doctrinas. La unidad de los estudios era tan imposible como la unidad de pensamiento.
El reciente incremento del número de centros universitarios, sin embargo, no significaba un aumento proporcional del número de alumnos. Solo los más adinerados podían acceder. El desarrollo y la burocratización del Estado hicieron de la universidad el centro ideal para formar al personal a su servicio. Cada príncipe tenía sus propios burócratas.
—Nunca he estado dentro. ¿Dónde me llevas, Johann?
—No seas impaciente, ahora lo verás.
El orfebre caminó detrás del librero, bajando la vista al suelo cuando alguien lo miraba. Pese a que era domingo, algunos estudiantes aprovechaban también el día festivo para avanzar en sus estudios. Se adentraron en uno de los edificios que los rodeaban. Lorenz contemplaba la fachada gótica de piedra con una serpiente alrededor de una vara grabada.
—Esta es la facultad de medicina —anunció Johann una vez dentro.
A un lado y a otro del inmenso corredor colgaban retratos de hombres ilustres. Rostros sombríos, oscurecidos en el lienzo por el tiempo, miradas contundentes que seguían a quien pasara cerca de ellos. Lorenz tenía la sensación de que en cualquier momento alguien saltaría sobre él y le reprocharía que ese no era su sitio. Johann, sin embargo, se movía seguro entre las paredes llenas de puertas. El librero abrió una.
Altos muros delimitaban el aula recorrida de arriba abajo por hileras de palcos. Una voz desconocida resonaba en ellos armoniosa y ascendía hasta perderse en los contornos de ese espacio. El que ejercía de orador estaba en pie, solemne, sosteniendo un libro entre sus manos. Seis individuos permanecían sentados en la primera fila, ataviados con elegantes túnicas de colores vivos, y escuchaban muy atentos. Se volvieron al cerrarse la puerta. También el lector, cuya voz había estado acariciando sus oídos. Lorenz reconoció a Yago entre los oyentes. El comerciante se levantó raudo.
—¡Johann, Lorenz! Bienvenidos.
Los recién llegados se aproximaron al grupo. Sus pasos se sucedían cautelosos, como apretando el suelo sin golpearlo. Todos saludaron a Johann; algunos le palmearon la espalda. Lorenz sonreía tímido. Yago se acercó a él y le habló en susurros, haciendo un aparte mientras los demás conversaban estimulados. Su voz estaba envuelta en misterio.
—Ya tengo la prensa. No sabía si querías que nadie más se enterara.
Lorenz fue incapaz de contener la euforia y dibujó una dilatada sonrisa. No podía creerlo, solo habían pasado tres días desde que se vieran por última vez.
—Gracias, Yago, no sé cómo agradecértelo. ¿Cuánto te ha costado?
—Sigue trabajando como hasta ahora y con eso ya estaré contento. Ven, quiero presentarte a algunos compañeros. Johann y yo les hemos hablado de ti.
El comerciante lo condujo sobre la tarima, junto al que había estado leyendo un momento antes. A Lorenz le aturdían las presentaciones. Se esforzó por dejar a un lado la alegría que acababa de recibir y se mostró todo lo correcto que pudo. Estaba nervioso y sentía un calor desmesurado. Yago llamó la atención de aquellos hombres que volvieron sus cabezas para observarlo expectantes, y comenzó a pronunciar sus nombres. Lorenz intentaba memorizarlos reteniendo pequeños detalles de su físico que pudieran ayudarlo.
—Stan Weigand.
Llevaba la barba recortada con sumo cuidado e iba vestido completamente de negro.
—Stan es profesor de la universidad. Está especializado en la ciencia de la vida. No es el único maestro de entre nuestros amigos. Todos ellos son la excepción que confirma la regla.
—¿Qué regla? —preguntó el orfebre confuso.
—La que dice que la universidad solo enseña lo que el arzobispo desea. Esta institución tiene tal desinterés por los estudios que no dispone de la vitalidad que hoy en día gente como nosotros necesita para dar respuesta a las nuevas inquietudes que están emergiendo. ¿Puedes creer que todavía quedan maestros que huyeron de la Universidad de París cuando esta se mostró favorable al papa de Aviñón tras el cisma? Todos ellos, grandes ortodoxos, siguen escudándose en Dios detrás de cada problema. Oscurecen con sus vanas justificaciones la luz de la razón.
—Si Sócrates levantara la cabeza… —agregó uno de los presentes.
—… creería estar viviendo una pesadilla —le siguió otro.
Lorenz no paraba de cabecear y dirigía los ojos de un individuo al siguiente tratando de comprender, mientras los comentarios se sucedían en diferentes tonalidades.
—Perdona, Lorenz, nos animamos y no hay quien nos haga callar —se disculpó Yago.
—¿Qué nuevas inquietudes? —preguntó el orfebre.
—¿Cómo dices?
—Has hablado de nuevas inquietudes. ¿Cuáles son?
—Las que intentan hacer que el mundo siga avanzando. Si te quedas con nosotros, entenderás lo que te digo.
Yago continuó con las presentaciones mientras Lorenz esperaba ansioso escuchar más sobre ese avance del que todos ellos hablaban.
—Leopold Trimm, experto en la anatomía del hombre.
Disponía de tal grosor en su cuerpo que su rostro quedaba enmarcado por un pliegue que le nacía en el cuello, justo detrás de las orejas.
—Leopold es uno de los pocos profesores de este lugar que defiende la disección de cadáveres como herramienta fundamental para una mejor exploración del cuerpo humano —aseguró Yago.
—Se hace lo que se puede. —La voz de Leopold sonó ronca en la sala.
—No, tú haces mucho más de lo que se puede. —El comerciante señaló entonces al que estaba junto a Lorenz; miraba a través de unos ojos del color del amanecer, vivos e intrépidos—. Él es Merrill Severin, maestro de ética. Tiene ideas muy interesantes sobre el comportamiento moral.
—Todos buscamos la felicidad, Herr Block. Aunque, para cada uno, la felicidad sea algo muy distinto —respondió enigmático, y provocó las risas de sus compañeros.
—No todos, Merrill. No olvides a los estoicos —intervino Stan con su usual gesto ceñudo y voz reprobatoria.
—¡Cómo hacerlo! Convivo con ellos a diario. Estos son los más peligrosos: la buscan con tanto ahínco que creen que la hallarán a fuerza de martirizar su cuerpo —contestó Merrill.
Las carcajadas de todos sonaron fuertes. El ambiente en aquel lugar era distendido, sin dejar de ser formal. Por el contexto en el que vivían, Lorenz entendió enseguida que todo lo que hablaban implicaba asumir cierto riesgo.
—Ritter Griep, un artista del pincel. Recibe encargos de la mismísima nobleza. Creo que el alcalde Heller también tiene alguno de sus lienzos.
Ritter Griep era seco y austero, como su nombre. De una delgadez extrema, rayana en la insania.
—Me gustaría haceros un día un retrato a vos, Herr Block. Tenéis una mirada muy especial.
Lorenz abrió los ojos con rubor.
—Pero yo…
—No os preocupéis, Ritter es así. Deberíais aceptar: es un honor que desee pintaros —dijo Merrill, haciendo una reverencia al artista.
—Gracias, Merrill.
El orfebre acabó medio aceptando la proposición, agradecido, a pesar del apuro que le provocaba.
—Él es Ulbrecht Harde, un estudioso y enamorado de los textos clásicos grecolatinos, que intenta reconstruir la cultura que les dio lugar.
—Creo que eso lo hacemos todos, Yago —agregó hosco Stan—. La ciencia no anula nuestro interés por las letras, que yo sepa. No intentes marginarnos…
—Claro que no, Stan, discúlpame. He presentado mal a Ulbrecht. —El aludido permanecía callado con la cabeza inclinada hacia el suelo. Se frotó nervioso la nariz rosada, del mismo tono que sus pómulos—. Él interpreta lo que los antiguos pensaron.
Lorenz hizo una reverencia a Ulbrecht, igual que había hecho con cada nombre pronunciado.
—No seas tan formal, Lorenz. Aquí estamos entre amigos. —Yago se apoyó en su hombro—. Y, bueno, solo nos queda Johann Buchmann, pero a él ya lo tienes muy visto.
Lorenz sonrió con complicidad al librero.
—Me consta que también conoces al padre Martin Wahrheit —volvió a hablar el comerciante—. También él suele venir a algunas de nuestras reuniones, pero hoy es domingo y no podía dejar desatendida su parroquia. Está bien. Ya tenéis el placer de conocer a Lorenz Block, el mejor orfebre de Colonia y todo un innovador en artes que a nosotros también nos convienen.
Yago dirigió una mirada de connivencia a Lorenz y este le respondió esforzado. No quería parecer ingrato.
—Antes preguntabas qué nuevas inquietudes estaban surgiendo en el mundo y lo curioso es que tú también participas de ellas con tu trabajo, igual que nosotros.
—¿Cuáles son? —preguntó de nuevo.
—Hacer del saber un derecho para todos.
—La fe en el hombre.
—Recuperar las fuentes clásicas, su sabiduría.
Las respuestas se sucedían en boca de aquellos hombres.
—Eso es lo que intentamos —concluyó Yago.
—¿Y cómo lo hacéis?
—Conseguimos libros que resultan difíciles de encontrar; traducimos algunos y los compartimos.
—Algunos viajamos mucho y accedemos a monasterios de toda Europa —amplió Ulbrecht, tímido y con voz monótona.
Aquellas vidas se le antojaron a Lorenz de lo más interesantes.
—¿Y es peligroso?
Las risas se extendieron rebotando en las paredes de piedra.
—Siempre es arriesgado actuar en contra de los intereses del más fuerte —respondió Yago. Tras una breve pausa, añadió—: Pero todo sea por un bien mayor como es el conocimiento. De ahí la curiosidad de todos ellos por tu trabajo. ¿Te apetece quedarte a escuchar más?
Un largo silencio se hizo con el lugar. La huella del polvo flotaba inquieta, iluminada por la suave luz del sol que se colaba por los ventanales y lo irradiaba todo. Los oyentes esperaban la reacción de su invitado; tenían la emoción incrustada en los rostros. Lorenz se notaba ya tranquilo, el sofoco y la perplejidad habían desaparecido. En su lugar, una sensación de intriga le embargaba. No tardó en responder:
—Sí. Sería un placer.
Las felicitaciones se vieron interrumpidas por la voz de Yago pidiendo a Lorenz que tomara asiento a su lado.
—Verás. Antes de que llegaras estábamos leyendo un pasaje clásico de Aristóteles. En el mundo intelectual la teología ocupa un puesto muy importante. No sé si habrás oído hablar de este autor griego. Sus textos siempre han estado presentes, pero no siempre respetando su magisterio. Los teólogos se esfuerzan en convertir a este y a otros muchos pensadores clásicos en ejemplos de la llamada escolástica. En el caso de Aristóteles, pretenden armonizar la fe cristiana con su pensamiento, centrado en la razón.
La voz apasionada de Johann interrumpió a Yago; era la primera vez que el librero hablaba desde que había llegado.
—Como verás, algo incongruente. Aristóteles creía que los objetos individuales eran los reales, en oposición a los conceptos universales, como defendía su maestro Platón. Santo Tomás de Aquino, supongo que de él sí habrás oído hablar, pues estudió en esta misma ciudad —se explicó Johann—, ajustó ambas posturas y se convirtió en el principal representante de la escolástica, el método que emplean la filosofía y la teología actuales, el método de aprendizaje que utilizan las universidades. ¿Sabes en qué consiste?
Leopold se le adelantó, moviendo sus regordetas manos en el aire:
—En plantear una pregunta, presentar citas contradictorias sobre la cuestión y llegar a conclusiones. Tomás de Aquino dio por sentado que existían verdades derivadas de la razón y otras obtenidas con la fe, y que dos verdades no podían entrar en conflicto entre sí. Todos querían suavizar las ideas de Aristóteles.
—Así es, era demasiado indigesto como para aceptarlo tal cual —remató Yago con media sonrisa—. Pero nosotros deseamos recuperar esos textos en sí mismos, no bajo la óptica que la escolástica impone. No se pueden filtrar las palabras de un pensador clásico, eso es intolerable. Y por ello nuestro querido Merrill nos está leyendo el texto traducido del latín Acerca del alma, de Aristóteles. Para él, el alma es al cuerpo lo que el acto de la visión al ojo; lo vivifica y lleva su capacidad hasta el final. ¿Te apetece escuchar un fragmento?
—Por supuesto.
Los oyentes callaron para dar pie a Merrill. El profesor husmeó entre las páginas del manuscrito y no tardó en hallar lo que buscaba. Era evidente que las había leído en otras ocasiones. Aclarándose la voz, comenzó la narración:
—«… Precisamente por esto están en lo cierto cuantos opinan que el alma ni se da sin un cuerpo, ni es en sí misma un cuerpo. Cuerpo, desde luego, no es, pero sí, algo del cuerpo, y de ahí que se dé en un cuerpo y, más precisamente, en un determinado tipo de cuerpo…».
Lorenz se sumergió en la voz musical de Merrill. Las explicaciones sobre cómo el alma era señal de vida lo atrajeron de inmediato. Estaba escuchando ideas que nunca antes se había planteado. Se paró un momento a pensar. En el pasado había tocado fondo, culpabilizándose de todo y ahora estaba bien, la vida le sonreía: sintió como si hubiese tenido dos almas y se hubiese deshecho de esa anterior. Se sentía renovado, agradecido y su cuerpo también lo notaba. La conclusión a la que estaba llegando en el encuentro era que todo se hallaba en relación: no existía un alma sin un cuerpo. ¿Era aquello una invitación al placer o un toque de atención? Se preguntó qué pintaba él en medio de esos individuos preeminentes, con una inteligencia superior. Se dejó mecer por la lectura de aquel sabio de otro tiempo mientras las palabras calaban en su conciencia.