Capítulo 34

Esa misma noche la cena había sido abundante, como todas las que Ilse compartía con Nikolas; muy diferentes de las que vivía junto a Lorenz y Erika, en las que el día que podían permitirse una tajada de ganso era porque se celebraba algo. Ahora estaba en el palacete junto a su mentor, rodeada de lujos, y se regalaba los oídos con la poesía de amor cortés que un trovador cantaba. Sí, esa era la vida que ella quería degustar.

Ilse ahuecó los cojines de seda y se echó hacia atrás sobre ellos. Nikolas la imitó, deseoso de estar más cerca. La melodía pausada del laúd acompañaba la voz de aquel Minnesänger que hablaba de sus sentimientos hacia una dama llamada Adalia, una señora casada que le había robado el aliento; él era su vasallo y le reclamaba su atención por encima de su marido y los demás aduladores. Ilse cerró los ojos para disfrutar de ese entorno hipnótico. Nikolas le acariciaba la mejilla, delicado, y ella se deleitaba con el aroma de la piel desnuda del cuello y el torso del copista mientras el calor de las velas sobre su rostro la sumía en una especie de ensueño. Pensó en las palabras de amor que el poeta cantaba con elegancia. E imaginó que era Nikolas quien se las dedicaba, el único vasallo que anhelaba tener. Si muriera en ese instante, pasaría la vida eterna recordando ese último momento de dicha.

—¿Mañana volverás al taller?

Las palabras de Nikolas la despertaron. Sin abrir los ojos, respondió:

—Sí, todavía me queda bastante para acabar el trabajo.

—¿Y Lorenz?

Ilse abrió los ojos.

—¿Qué pasa con Lorenz?

—Hace ya tiempo que no me informas de nada nuevo.

—Porque no lo hay —respondió incorporándose de golpe sobre los cojines.

No entendía por qué Nikolas se empeñaba en interrumpir un momento tan feliz hablando del orfebre. Era lo único que tenía en la cabeza. El copista se mantuvo inmóvil, sereno.

—¿Estás segura?

—Claro. Te transmito todo lo que averiguo.

—Entonces quizá él no te lo esté contando todo.

—Sí lo hace.

El tono de Ilse había dejado de ser cálido. Nikolas ponía en duda su esfuerzo, después de todo lo que estaba haciendo por él.

—¿Por qué lo crees? —inquirió el copista.

—Porque confía en mí.

Nikolas soltó una carcajada que hirió a Ilse en lo más profundo y luego añadió:

—¡Qué ingenua eres! ¿No te estarás enamorando de él?

—No digas tonterías. —Ilse bajó la mirada al suelo, evitando sus ojos. Su corazón bombeaba tan rápido que le dolía.

Nikolas apretó las mandíbulas. Su habla se tornó irritada:

—Necesito más. Necesito resultados.

—No puedo obligarlo a nada…

Nikolas se levantó y se colocó la túnica. Volvió el semblante en dirección a Ilse para interrumpirla.

—Halla el modo de hacerlo.

La voz de Nikolas nadaba en el aire mientras salía de la sala. Ilse se quedó a solas, con el canto del trovador todavía sonando pese a que había dejado de escucharlo hacía ya rato. Se repetía las últimas palabras pronunciadas por el copista. Ella era su vasallo, no él.

Una humedad rancia espesaba el ambiente. La luz del candil se reflejaba dorada en la piedra de las paredes y marcaba el recorrido del caminante. Motas de polvo flotaban ingrávidas en el pasillo que los pies recorrían tranquilos, sin prisa. El cuerpo y las manos se balanceaban con la misma parsimonia, cómodas, pese a que apenas había hueco para moverse. El sonido arrastrado del caminar y la luz del herrumbroso candil que se movía indolente rebotaban en los muros de aquel laberinto subterráneo. También la respiración, sosegada.

Debía de llevar un buen rato transitando cuando una luz que no surgía de su candil iluminó el fondo. De allí no brotaba ruido alguno, solo unas oscuras siluetas que, de vez en cuando, se dibujaban en la pared como sombras chinescas en un espectáculo mudo.

En esa cavidad, los cuerpos cubiertos de túnicas más oscuras que la que el caminante portaba se encorvaban sobre escritorios de madera. Al frente de todos, Alonso. Se puso en pie de inmediato.

—¿Cómo va nuestro encargo?

La voz autoritaria de Nikolas resonó en aquellos muros. Algunas cabezas se volvieron y sus rostros, ocultos hasta entonces, pasaron a hacerse visibles.

Tenían la piel pálida, morada cerca de la boca, se diría que sin señal de vida. Labios derretidos, pómulos hundidos y fosas nasales partidas, bocas cerradas e incluso algún miembro perdido. Eran huellas de la tortura, la enfermedad y la marginación. Nikolas había ofrecido una nueva oportunidad a aquellos hombres y ellos habían aceptado.

—Bien. Casi terminado.

Alonso fue el único en responder, nadie más gozaba allí del don de la palabra. El joven hizo un gesto rápido con la mano y las expresiones macabras se ocultaron de nuevo bajo sus capuchas. Recuperaron las cánulas y volvieron a la tarea que los ocupaba. Las velas a medio gastar añadían un tono ambarino a sus manos y rostros lívidos, expandiendo algo de calor sobre esa piel fría, apenas tocada por la luz del sol. Solo salían a la calle de noche, y no con demasiada frecuencia.

Nikolas reanudó el paso deambulando de una mesa a la siguiente, fijando su vista en las hojas que algunos de ellos copiaban y otros cosían con esmero.

Texto e iluminaciones se combinaban en aquellas reproducciones hechas a partir de un manuscrito antiguo traducido no hacía mucho. El original estaba en sánscrito y procedía del periodo indio Gupta; una etapa próspera en parte gracias a su cultura. Escrito por Vatsyayana, el Kamasutra trataba las relaciones carnales sanas, una «unión divina». Abarcaba las tres reglas de la vida que era preciso armonizar: dharma o adquisición del mérito religioso, artha o la prosperidad material, y kama, todo lo que abarca el amor, el deseo, el placer y la sexualidad. Abrazos, caricias y besos componían esas posiciones eróticas que buscaban hacer disfrutar al hombre y también a la mujer.

Aquel no era un libro en absoluto desconocido para Nikolas. Dado su conocimiento de la cultura oriental, sabía de su existencia desde antaño. Sí era un volumen inexplorado por la mojigata moral europea. Sin embargo, su público podía ser vasto. No se trataba del único ejemplar de esa índole en aquel obrador clandestino.

—Debes revisar bien el texto antes de darlo por bueno, Alonso.

El joven asintió obediente desde su mesa.

—Estoy viendo algunas rasgaduras que habrá que enmendar. —Nikolas fruncía el ceño y hacía saltar sus ojos de una hoja a la siguiente mientras caminaba—. Y llevamos ya demasiado tiempo invertido en este trabajo.

—Hay ilustraciones muy complejas.

—Entonces tendré que buscar a alguien que sí sepa realizarlas con más apremio. —Nikolas habló sin alzar la mirada; Alonso no la apartaba de él—. Sabes con qué plazos trabajamos aquí. No me sirven las excusas.

Pensaba en todos los hombres pudientes que, como Otis Wolff, esperaban ansiosos aquel libro. Llegó a donde estaba Alonso, que se mantenía muy quieto de pie, leyendo sus palabras. Comenzó a hablarle sin emitir sonido alguno, solo vocalizando:

—Sabes de sobra que hay competidores contra los que debo luchar. Gente ansiosa por desplazarme, capaz de hacer lo que sea para ser más veloz que yo y conseguirlo. Tenemos que mantenerlos a raya. No me defraudes.

—No lo haré. Hasta que no estén acabados los primeros pedidos no saldremos de aquí. —Su rostro no dejaba lugar a dudas.

Nikolas posó la mano en el brazo del joven en un gesto agradecido. Dibujó una sonrisa breve y se despidió para volver a la oscuridad que lo había llevado hasta allí.

Alonso permaneció muy quieto en su asiento durante un rato. Una vez más, Nikolas había conseguido justo lo que quería. Llevaba siendo testigo de su capacidad manipuladora desde que era tan solo un niño.

Con él empleaba la misma autoridad, y también él respondía igual que los demás: obediente, opaco. No podía contravenirle, se lo debía todo. Nikolas tenía esa pericia: hacer sentir que el mundo entero estaba en deuda con él.

Jamás le confesaría lo hastiado que estaba de ilustrar vientres desnudos. Sabía muy bien que todas esas laboriosas miniaturas servirían únicamente para que hombres sucios satisficieran sus más sórdidos deseos. Odiaba colaborar en esa labor. Más ahora que había encontrado un nuevo aliciente fuera de aquel lugar, en la calle, a la luz del mercado y del gremio de orfebres. Un aliciente solo suyo que se guardaría de compartir con Nikolas.

Una pesadez extrema le sobrevino: iban a pasar varios días hasta que pudiese volver a gozar de ese estímulo. Aquella jovencita de pelo castaño y mirada dulce era su luz en esa perpetua oscuridad. Se conformaba solo con verla; de momento era suficiente.

Se permitió recordar uno de los instantes que habían compartido. El día que la descubrió, con esa mirada intrigada, quieta. Tenía los ojos oscilantes entre los suyos y el suelo, como si, de alguna manera, su encontronazo la hubiera intimidado. Desde entonces no había podido evitar seguirla cada vez que a lo lejos la divisaba. Se sentía arrastrado hacia ella. Nunca antes nadie había captado su atención de esa manera.

De ella apenas conocía el nombre y de quién era hija. Erika. Una palabra que aunaba valentía y nobleza, pero también inocencia y alegría, brillo, pureza. Observar a Erika le hacía recordar la candidez de la juventud que tan atrás le quedaba a él. Alonso se sentía como el hombre más anciano; con solo veintiún años había visto demasiado. Decidió llamarla Liebes Mädchen, querida muchacha.

Se estiró en su asiento. Había prometido a Nikolas no abandonar el trabajo hasta terminarlo, pero quiso llevar a cabo una última cosa antes de volver a sumergirse en él. Cogió una de las hojas que reposaban en la mesa, mojó en tinta el cálamo y, sin pensarlo, empezó a escribir.

No tenía la misma soltura que cuando copiaba los libros que su mentor le ordenaba; su pulso temblaba y las frases se veían interrumpidas por constantes pausas, descansos que Alonso se tomaba para reflexionar. El motivo de aquella escritura lo comprometía más íntimamente:

Liebes Mädchen,

Es posible que os sorprenda esta carta. Vos no me conocéis. O quizá sí, pero no de palabra. He tenido la fortuna de veros en más de una ocasión en las calles de Colonia. Desde entonces no he podido olvidaros.

No os asustéis. Solo quiero que sepáis de mí.

Soy vuestro más fiel admirador. Las veces que he podido gozar de vuestra presencia he quedado deslumbrado con vuestros ojos, del mismo tono que vuestro cabello, brillante y castaño como la madera de los árboles; me ha fascinado vuestra sonrisa, dulce e inocente como la expresión del animal más bondadoso. Y también vuestro caminar, indudablemente fuerte. Estoy seguro de que sois una persona maravillosa.

No espero nada de vos. Acaso que lleguéis a conocerme a través de estas sencillas palabras.

Es muy probable que transcurra un tiempo hasta que os pueda volver a ver, a cruzarme en vuestro camino o a interferir en él de forma nada fortuita. Mi padre y mentor me exige responsabilidades que no puedo desatender, compromisos que me es imposible eludir por mucho que lo desee. Algún día os hablaré de ellos, pero no ahora. Ahora es demasiado pronto.

No sé cómo ni por qué razón, pero, de alguna manera, quería avisaros. Anunciaros que yo espero, por si vos también queréis esperar. A hallar el tiempo adecuado, o que este nos halle a nosotros. Vos y yo.

A. F.