Colonia, septiembre de 1436
El otoño había llegado hacía apenas unos días, pero Lorenz llevaba sintiéndose diferente desde mucho antes. Se habría atrevido a decir que incluso emocionado. Con ese inquietante hormigueo en el estómago que solo una mujer podía provocar. Olga. Desde que empezara a trabajar en el taller de Ernest, se habían ido acercando el uno al otro cada vez más hasta que ya fue imposible negar lo evidente. Cuando ella estaba a su lado se creía capaz de cualquier cosa.
En su casa, sentado a la mesa de la sala, Lorenz trabajaba gozoso en una nueva entrega de indulgencias que continuaba preparando para el padre Wahrheit. La frecuencia de esos encargos le permitía acabar el mes con algún florín de más.
Un nuevo avance en su invención le había permitido abandonar el tampón repleto de rieles más o menos inestables. Lo sustituyó por una caja de madera en la que colocar los caracteres realizados en plomo y estaño, algunos con letras y otros vacíos para crear los espacios entre palabras. Se le ocurrió entonces que para poder hacer una página entera, con todas sus líneas en una sola pulsación, debía cambiar el orden de los elementos. La caja ya no era un tampón y pesaba demasiado como para presionarla sobre el papel. Decidió invertir los elementos y ejercer la presión directamente sobre el papel, mucho más manejable. Sin embargo, empujar con ambas manos y de manera uniforme la hoja sobre la caja una vez tras otra lo agotaba. Y aun así siempre había partes por donde la tinta se transfería peor. Dejó reposar los brazos agitándolos en el vacío. En su rostro, una sonrisa. Escuchó atento: fuera, en la calle, había dejado de llover.
Se dio cuenta de que casi no le quedaba papel con el que continuar sus copias. El sol, apenas visible por entre las densas nubes, empezaba a diluirse en el crepúsculo. Decidió salir a la calle.
—¡Erika! —gritó, dirigiendo su mirada hacia el piso superior.
—¿Qué pasa, papá? —le preguntó ella asomándose a las escaleras.
—Nada. Me marcho a ver a Johann. Se ha acabado el papel.
—¿Viene también Olga a cenar hoy? —preguntó con cierto desaire.
—No. Tenía que quedarse en el taller. Pero mañana seguramente sí.
A Erika se le escapó un resoplido antes de responder:
—Ah, ya.
Lorenz inclinó la cabeza frunciendo la boca.
—¿Por qué, no te gusta?
—¿El qué?
—Olga.
—No es que no me guste… Es que me cuesta acostumbrarme a verla por aquí tan a menudo —respondió arrastrando las palabras.
Lorenz le hablaba mostrándose comprensivo. Olga siempre intentaba ser amable con Erika y le ofrecía su ayuda en casa cada vez que venía, aunque ella solía rechazarla.
—Pero es buena. Y cuida de los dos.
Erika acabó de descender las escaleras y paseó nerviosa por la sala, como buscando qué hacer. Con un hilo de voz, respondió:
—Ya lo sé. Pero no es mamá.
—No, no lo es. Nunca lo será.
Erika alzó la mirada y sonrió, como si su padre le hubiera concedido un regalo importante. Nadie reemplazaría nunca a Ebba en el corazón de Lorenz, pero estaba sintiendo algo especial por una persona tras mucho tiempo y su hija debía comprenderlo. Erika tenía ya trece años.
—Está bien.
Lorenz asintió convencido de que había enmendado algo. Parecía que las cosas comenzaban a ir mejor.
Ya en la calle, se dejó llevar por la fragancia húmeda de la lluvia caída. Sus pies echaron a andar rápidos. Trataba de evitar los charcos dando pequeños saltos. Iba con los ojos centrados en el suelo cuando, de pronto, chocó contra alguien. Sobresaltado, alzó la mirada y se encontró con un rostro familiar. El manto púrpura vivo que cubría la cotardía de brocado y el tocado lleno de adornos contrastaban con las construcciones ruinosas de aquel paso.
—¡Lorenz! ¡Discúlpame! A veces voy pensando en mis cosas y no veo a nadie.
—No te preocupes, Yago. Tampoco yo miraba por dónde iba.
—¿Qué tal estás?
—Bien, me dirigía a la librería de Johann a por papel.
El comerciante tenía el semblante sereno.
—¿Tienes tiempo de acompañarme? Voy hacia el río y hace días que no nos vemos.
Lorenz encogió los hombros y respondió indiferente:
—De acuerdo. Iré después a ver a Johann.
—¡Estupendo!
El orfebre se sumó al caminar enérgico de Yago. Atravesaron numerosas calles que a esa hora del día estaban repletas de gentes aprovechando los leves rayos de sol. La sombra había ido dejando paso a la luz en el paisaje mojado de la ciudad de Colonia.
El comerciante le habló de su último viaje. Había marchado a Lübeck para visitar a unos amigos que residían allí y, al mismo tiempo, había aprovechado para hacerse con algunos libros de lo más interesante. Yago tenía siempre grandes historias que relatar. Sus compromisos comerciales le habían hecho conocer lugares y personas que Lorenz estaba seguro jamás vería.
—Dime, ¿cómo van tus trabajos?
—Avanzando más lento de lo que quisiera —respondió cabeceando.
—Paso a paso, Lorenz. —Y luego, como alargando las palabras, repitió—: Paso a paso.
Lorenz sonrió. Junto a él, el sonido líquido del fluir le hizo percatarse de dónde estaban. Las aguas del Rin corrían próximas a sus pies, bajo el muelle. Un barco abandonaba la ciudad para dirigirse al siguiente puerto.
—Hemos llegado —anunció su amigo—. Entra conmigo, te presentaré a un buen proveedor.
El orfebre dudó un momento. La despreocupación de Yago lo convenció y aceptó la propuesta. Llamó a la puerta de la vivienda de una sola planta asomada al río. Enseguida, una joven de menos edad que Erika vestida con una túnica roja apareció tras ella. Un fuerte aroma a uva y vino le atizó en la cara.
—¡Herr Kaufmann! —exclamó la pequeña, abalanzándose sobre las piernas del comerciante y envolviéndolas con los brazos.
—Hola pequeña. —Yago se agachó a la altura de la niña y le devolvió el abrazo. Ella pareció disfrutar de ese sencillo gesto. Tras erguirse, comenzó con las presentaciones—: Este es mi amigo Lorenz Block.
—Encantada, Herr Block.
Lorenz sonrió cuando la pequeña le hizo una reverencia.
—Y ella es Floy —continuó Yago.
—Encantado, Floy.
—¿Podemos pasar? —preguntó el comerciante, quitándose ya el tocado.
—Sí. Padre está dentro trabajando.
—Gracias, bonita.
La pequeña corrió adentro.
Yago atravesó la puerta mirando cauto al interior de la vivienda. Lorenz lo siguió. Cruzaron la austera sala con paso sosegado y, justo al otro lado, irrumpieron en una habitación de dimensiones mucho mayores. Un hombre manipulaba un vasto artilugio hecho de madera y refuerzos de hierro. Lorenz había visto antes algo similar aplicado a otros menesteres. El artefacto captó de inmediato su atención; estaba unido a una especie de vaso gigante, también de madera.
—Ahí está Gerard —anunció Yago sonriente mientras Floy se acercaba a su padre.
—¿Es una prensa? —preguntó Lorenz.
—Exacto. De ahí saldrá el mosto para hacer el vino. Es un poco distinta de las que debes haber visto relacionadas con tu gremio. ¿Te interesa saber cómo funciona?
—Claro.
Yago se inclinó sobre el oído de Lorenz y comenzó su explicación. Los chasquidos que producía la madera de la máquina resonaban fuerte y le obligaban a levantar la voz:
—Esos listones de madera en forma de cilindro configuran el lagar y es ahí donde se ponen las uvas. El plato horizontal móvil —los ojos de Lorenz seguían muy atentos las manos de Yago mientras señalaba los distintos elementos— las exprimirá cuando el eje, activado mediante esa tranca que Gerard empuja, lo haga descender hasta el final del tornillo. No es más que la aplicación del principio del plano inclinado descubierto en Mesopotamia hace infinidad de años. —Lorenz asentía; ese mismo principio lo empleaban también algunas herramientas del taller de orfebrería—. El plato del fondo simplemente actúa como tope, recoge el líquido y lo deja caer en esa pileta, de donde se saca a cubos para echarlo en tinas de fermentación.
El hombre que Yago había llamado Gerard dejó de tirar del vástago y lo llamó:
—¡Yago! ¡Qué alegría verte! Tengo preparado aquí mismo lo que me pediste.
Gerard se giró y cogió de encima de un barril un odre que trajo hasta donde se hallaban ellos. Tendiéndoselo al comerciante, anunció:
—Es el último riesling que hemos sacado de la barrica. Verás qué bueno y qué dulce.
—Gracias. —Yago lo cogió agradecido y Gerard se limpió las manos con un paño que colgaba de su hombro—. Esta misma noche lo pruebo. —Se volvió y acercó a su acompañante hacia Gerard—. Este es Lorenz Block, un amigo. Es orfebre.
—Encantado, Herr Block —dijo y le estrechó la mano—. Creo que ya os he visto antes. Trabajáis para Herr Blum, ¿me equivoco?
Lorenz sintió un pequeño sobresalto al escuchar ese nombre que jamás iba acompañado de nada bueno.
—No os equivocáis. Trabajo para él.
—He ido a su taller en más de una ocasión a por algún presente.
—Lorenz es el mejor orfebre de Colonia —se apresuró a interrumpir Yago.
—¿Ah, sí? —preguntó el proveedor, tomándoselo a broma.
—Sí, sí que lo es. Esas manos valen mucho —ratificó el comerciante, serio.
—Entonces protegedlas. Yo también he querido cuidarme un poco y por eso he adquirido esa preciosidad. Mis piernas me lo agradecen cada día. Se me cansan los brazos de darle a la palanca, pero a cambio he conseguido mayor rapidez. ¿Habéis visto cuánto mosto en tan poco rato? —preguntó Gerard, que los invitaba a aproximarse a la prensa.
—Sí, justo estaba explicándole a Lorenz cómo funciona. Diría que le ha interesado mucho la aplicación. ¿Te importaría continuar?
—¡Por supuesto que no!
Gerard volvió orgulloso a su sitio y, tras tomar de nuevo la tranca, la hizo trabajar girando la plataforma a través del tornillo. Lorenz se quedó muy quieto, con sus ojos centrados en cómo la presión escurría el jugo de la uva hasta casi llegar al fondo del lagar. La máquina se quejaba con terribles gruñidos. Cuando Gerard cesaba de girar todavía duraban un momento los estertores. Lorenz preguntó de repente, por encima del ruido:
—¿Podéis dosificar la presión que ejercéis o es siempre la misma?
—Cuando apenas queda líquido por exprimir, la presión aumenta hasta donde mis viejos brazos permiten. A veces nos ponemos dos personas para acabar de extraer la última gota, ¿veis?
El orfebre comprobó que cada vez costaba más girar la palanca y que los quejidos del artilugio eran más lastimeros. El empuje que aquel aparato ejercía sobre los hollejos y raspones era uniforme y creciente.
De repente, Lorenz dejó de escuchar el crujir de la madera, de percibir el aroma del mosto recién obtenido, de seguir a esos dos hombres que le mostraban su trabajo. Estaba engarzando pistas, avanzando en sus pensamientos. De pronto se volvió hacia su amigo y le dijo:
—Yago, ¿tú sabes dónde conseguir una máquina como esa?
La pregunta de Lorenz pilló a Yago por sorpresa. Había permanecido callado y ausente y había observado el funcionamiento de la prensa igual que el orfebre. Como si todavía intentara comprender de lo que estaba hablando, respondió titubeante a la vez que curioso, sin deshacerse de su sonrisa:
—Sí, sería bastante fácil. ¿Por qué, Lorenz? ¿Vas a producir vino tú también?
—No, no… —Lorenz pensó bien antes de contarle a su amigo lo que se le acababa de ocurrir—. Creo que podría serme muy útil para mi trabajo. ¿Sabes si es muy costosa?
Yago alzó la cabeza interrogativo. Se acarició la barbilla con la mano y tras un leve silencio agregó:
—Solo tu ingenio es capaz de llegar a algo así. Si la necesitas, seguramente pueda obtenerla a un buen precio.
—¿Sí?
Lorenz abrió los ojos desorbitados. Sabía que una prensa como aquella no resultaría barata, pero su amigo iba a ayudarlo. Yago volvió a confirmarle su apoyo:
—Por supuesto. Dame unos días y te diré algo.
Lorenz le cogió la mano fuerte, agradecido. Después se lo pensó mejor; se abalanzó sobre él, lo abrazó y le dio las gracias una y otra vez. Yago respondió al gesto quitándole importancia. Pero, para el orfebre, su amigo acababa de mostrarle la siguiente pieza que su invento necesitaba.