Tras la marcha de Matthias, Erika sentía a menudo una sensación de vacío. Hacía tan solo dos semanas que Frieda se había presentado en casa con ojos llorosos. Erika llegó a asustarse mucho al ver a su vecina incapaz de comenzar la frase. Pero Frieda pronto la tranquilizó. Los niños estaban bien. Tragó saliva, suspiró hondo y solo entonces logró hablar:
—Nos vamos mañana por la mañana, Erika. Mi hermana me ha conseguido trabajo en una granja, en Baviera. Aquí no podemos seguir. Me es imposible alimentar a mis hijos.
Erika supo reaccionar con entereza. Aunque la despedida le pilló por sorpresa, lo sospechaba. Desde la muerte de Penrod, Frieda había tenido que redoblar sus esfuerzos para conseguir llevar comida a casa. Matthias salía por las mañanas en busca de trabajo, pero era demasiado niño y apenas le pagaban. Aunque Lorenz trataba de ayudarlos, a Frieda no le gustaba recibir limosna. Finalmente, Frieda aceptó la oferta que le había hecho su hermana. Erika trató de animarla:
—Allí podrán crecer mejor tus hijos, ¿verdad?
Frieda asintió con una sonrisa triste. Y añadió:
—Aunque volveremos a ser siervos.
Frieda recordó con tristeza resignada la ilusión de Penrod por emigrar del campo y convertirse en ciudadano; para vivir mejor, para ganar más dinero, para ser libres.
—Ya ves, Erika —continuó con resignación—, la libertad no nos ha traído más que hambre y desgracias. Será que no hemos nacido para eso.
Erika quiso decirle que no, pero le detuvieron los ojos afligidos de su vecina. Le ofreció un cálido abrazo y le deseó lo mejor.
Peor lo pasó cuando se tuvo que despedir de Matthias a la mañana siguiente. El niño no pudo evitar romper a llorar, forzando a Erika a comportarse de forma alegre. Le convenció de que allí en la granja sería todo muy hermoso.
—Ya verás como te sorprenderá lo que veas allí: los campos, los prados, las gallinas, las vacas… Espera a ver las vacas de cerca, ¡son enormes y muy bonitas! ¡Y los caballos!
Matthias abrió los ojos ante la animada descripción de los animales que le estaba haciendo Erika. Se secó las lágrimas con la palma de la mano. Por encima del crío, vio a Frieda que los miraba de reojo: ya era hora de partir. Erika se agachó y le dio un par de sonoros besos en la mejilla.
—Sobre todo, sobre todo, pórtate bien y ayuda mucho a mamá, ¿de acuerdo?
El niño, serio, asintió en silencio. Erika se puso en pie indicándole que fuera con su mamá, que lo estaba esperando. Siguiendo sus palabras, el pequeño se volvió y, tras un par de pasos, giró la cabeza.
—Erika… —comenzó a decir.
—Dime, Matthias.
—Ven a visitarme a la granja, ¿vale? Es que allí no sé si hay libros.
—Claro, cielo… —Tragó saliva—. Leeremos juntos y te contaré muchas, muchas cosas.
Matthias sonrió y se despidió sacudiendo la mano. Subió a la carreta donde descansaban sus pocos enseres y sus dos hermanos pequeños que dormitaban en esa hora tan temprana. Frieda se despidió musitando un «gracias». Erika esperó hasta que vio la carreta desaparecer tras girar la esquina. Después se tapó la boca con la mano y entró corriendo a su casa. Se lanzó sobre su camastro y allí, entre los ásperos ropajes que cubrían su jergón, rompió a llorar. Su padre estaba ya en el taller. Erika se sintió sola, muy sola. Como si hubiera sido engullida por un profundo agujero y todo el mundo no fuera más que un escenario inestable, desmoronándose en pedazos.
Al día siguiente se levantó tan temprano como Lorenz y, en cuanto este se marchó al trabajo, se dedicó casi obsesivamente a limpiar y adecentar la casa. Barrer, salir a por agua al pozo o lavar la ropa eran actividades que le mantenían la mente ocupada, como si así callara una voz interior que desde hacía un tiempo le brotaba con mayor fuerza. Recordó Erika que de más niña esa vocecita la impelía al juego, la invitaba a entretenerse mirando cómo un pájaro trazaba círculos en el aire, a seguir a un gato a la caza de su comida, a mirar absorta cómo una mosca se pasaba las patas por esa extraña boca en forma de trompa.
La muerte de su madre la obligó a ir desterrando sus juegos para asumir la responsabilidad de llevar a cabo las tareas del hogar. Nunca la olvidaría, pero, poco a poco, el dolor sordo del principio se iba convirtiendo en una punzada melancólica y puntual.
Y, ahora que su padre estaba realizando nuevos avances, las tardes y las noches pasaban rápido. Se sentía cómplice; formaba parte de esa nueva tarea a la que se había sometido su progenitor con una pasión que excedía las pocas monedas que pudiera conseguir con las indulgencias. Erika notaba que todo iba más allá, hacia un horizonte todavía por vislumbrar, en una incertidumbre que le daba mayor aire de aventura.
Pero para que su padre pudiera pasarse horas y horas absorto en su trabajo, ella debía aumentar sus responsabilidades en casa. Sus entretenimientos se redujeron a la lectura —Lorenz siempre la animó a ello— y a disfrutar de las salidas cotidianas, convertidas en paseos que trataban de sacar el máximo partido a su contacto con el mundo exterior.
La aparición de Matthias le había supuesto un soplo de aire fresco en la rutina diaria. Gracias a él, Erika pudo sacar a relucir a la niña que todavía quedaba en ella. Con Matthias no tenía más opción que jugar, inventarse formas de entretenerlo y, además, enseñarle a leer y escribir. Y, ahora, esa sensación de plenitud se había desvanecido. Debía hacer acopio de fuerzas, respirar hondo, y seguir adelante.
Pasear por las calles de Colonia la ayudaba. Descubrir que todo el mundo seguía con su vida, ajeno totalmente a su desgracia, la enfadó al principio, pero pronto la ayudó a colocar el dolor en su sitio justo. Erika miró a sus conciudadanos y pensó en qué dramas habrían experimentado ellos, cuántos estarían sufriendo en esos momentos algo parecido y cuántas desdichas habrían pasado a su lado los días que había caminado por allí feliz y contenta. No podía exigir que todo se detuviera por su tristeza, como ella tampoco podría hacerlo por la de los demás. La solución, pues, no pasaba por esperar consuelo del mundo exterior, sino por sumergirse en él.
De nuevo, esa voz interior la empujaba a comportarse de una forma más adulta y a intentar abrirse a ese mundo. No lo veía nada fácil, debido a su timidez, pero su carácter amable y dulce le facilitaba las cosas. Las tenderas del mercado le tenían cariño y la trataban muchas veces con ternura. Con su paso de niña a mujer, Erika se fue notando diferente. Había cambiado también el modo en que la miraban.
Una de ellas, una pescadera, estaba interesada en congraciarla con su hijo. Cada vez que se acercaba Erika, la mujer aducía que estaba muy ocupada y le llamaba a él para que la atendiera en su lugar. Esa mañana no fue diferente.
—¡Anton! ¡Anda, ven aquí! —Y dirigiéndose a Erika—: Perdona, cielo, pero es que tengo que limpiar un pedido para esta misma mañana y ando muy liada, Anton se encarga. ¡Anton, ven aquí! ¡Demonio de chiquillo!
El muchacho apareció detrás de varias cajas que estaba colocando. Se rascó la cabeza con sus manazas de uñas sucias y se pasó la manga por la nariz, al tiempo que sorbía. Con aire huraño y tímido, se colocó junto a la madre y le preguntó qué quería.
—Venga, Anton. Haz el favor de atender a Erika, y hazlo bien, ¿eh?; es mi clienta favorita.
Guiñó un ojo a Erika y se alejó al otro lado del tenderete, mientras el hijo, retraído, apenas acertó a preguntarle qué deseaba.
—Tu madre me dijo que los jueves os llegaban unas truchas buenísimas. Y, además, baratas. ¿Qué tal son?
Anton se rascó la pierna con aire de no enterarse demasiado. De reojo miró a su madre. Atenta desde la distancia, le hizo gestos señalándole una caja que tenía cerca mientras que con los dedos le indicaba el precio. Anton tosió y asintió con la cabeza.
—Sí. ¿Cuántas quieres?
—Solo dos.
El joven las cogió de una caja a sus pies y se las enseñó. Luego, ante el asentimiento de Erika, intentó ensartarlas en un junco. Una de las piezas le resbaló al suelo. La cogió y trató de limpiar la suciedad a base de manotazos. La madre se desesperaba sin poder actuar, ocupada en atender a otro cliente.
—¡Anton! ¡Haz el favor! ¡Lávala bien!
El chico se puso colorado y se disculpó balbuceante mientras buscaba la jofaina con agua. Erika se tapó la boca para disimular la risa. Dirigió sus ojos hacia otro lado, como quien ha visto algo que le llama la atención, tan solo para liberar al joven de su azoramiento y poco le faltó para que se le escapara una exclamación.
Al final de la falsa calle que formaban los puestos en ese lado de la plaza, lo vio. Era aquel chico extraño y hermoso con el que tropezó hacía unos meses. Parecía sonreír.
Y la estaba mirando fijamente.
Erika giró la cabeza de forma abrupta, sorprendida y presa de vergüenza. La mano que le tapaba la boca bajó hasta el cordel que hacía de collar, jugando nerviosa con él. Ya no prestaba atención a Anton, tan solo estaba tensa pensando en el chico que tenía a poca distancia a su derecha. ¿Se acercaría? ¿Le diría algo esta vez? Sentía miedo y al mismo tiempo una curiosidad irrefrenable por saberlo. Hizo como que algo le golpeaba la falda y fue a limpiarse, lo que le permitía volverse de nuevo y comprobar si seguía el chico en el mismo sitio. Le dio tiempo a verle la espalda, mientras se alejaba.
Solo fue un instante, pero el corazón se le había acelerado y había perdido su semblante sereno. En cuanto Anton le alargó las dos truchas, le dio las monedas deseando irse del puesto por si aún estaba a tiempo. Se marchó con un saludo tan escueto que dejó a Anton dolido y triste y a la pescadera suspirando y lamentándose por tener un hijo tan torpe.
En el taller de orfebrería, Ernest se levantó de su sitio harto de estar sentado. Había revisado una y otra vez las cuentas y, a pesar de tener beneficios, los cálculos le arrojaban una cantidad inferior a la esperada.
Lorenz, por su parte, continuaba cincelando una bandeja en la que había de grabar complejas filigranas por todo el borde. Al escuchar cómo Ernest abroncaba a otro de los trabajadores, se puso tenso: era señal de que estaba de mal humor y eso significaba que a él le tocaría algún reproche, sobre todo teniendo en cuenta que llevaba cierto retraso. De reojo observaba cómo Olga comenzaba a dar síntomas de fatiga. La joven se había empeñado en ayudarlo en sus tareas de acabado aduciendo que le sobraba tiempo, aunque el orfebre notó que había algo más. Ella miraba con recelo y evidente disgusto cada vez que Ernest lo reprendía por cualquier excusa. Confirmando esos pensamientos, le había dicho esa misma mañana: «Entre artistas nos hemos de apoyar», mostrándole una franca sonrisa que provocó que el corazón de Lorenz latiera más deprisa.
El bruñido no era un trabajo de gran precisión, pero, de no estar acostumbrado, sí que era exigente. Viendo que Olga bajaba el ritmo, temió que Ernest lo pagara con él, ya que a ella no podía decirle nada.
—¿Quieres que te ayude? —le preguntó Lorenz.
—No, no hace falta —sonrió fugazmente con la frente perlada de sudor.
La voz de Ernest se escuchaba cada vez más cerca. Lorenz trató de acelerar lo más posible para disimular su retraso. Olga levantó los ojos para observar al dueño del taller. Cuando lo supo cerca quiso dar imagen de velocidad con tan mala fortuna que empujó sin querer el brazo de Lorenz, provocando que este se saliera del dibujo trazado sobre la bandeja.
—Dios… Perdona, Lorenz… —susurró avergonzada.
—Perdona, ¿qué?
La voz de Ernest hizo que Olga diese un respingo sobre su asiento. El maestro miró entonces el trabajo de Lorenz. Se le escapó una sonrisa sarcástica que mudó rauda a un semblante serio.
—¿Ahora nos dedicamos a perder el tiempo, Lorenz? ¡No solo llevas retraso sino que cometes errores de principiante!
Olga se puso en pie. Levantó la cabeza, airada, y habló con voz firme:
—Ha sido culpa mía, maestro. Mi impericia hizo que golpeara su brazo y de ahí el error. No volverá a suceder, os lo aseguro. —Los ojos claros de Olga brillaban como si estuviera a punto de romper a llorar.
Ernest se quedó callado. Miró con desprecio a Lorenz y refunfuñó algo. Le indicó a Olga que se sentara y se dio media vuelta. En cuanto se hubo alejado unos pasos, todavía con la cabeza gacha, Olga se volvió ligeramente hacia Lorenz y, sonriendo, le guiñó un ojo.
—No hay nada como las lágrimas de una mujer para apaciguar a las falsas fieras —comentó entre murmullos.
Lorenz disimuló una risa, sorprendido y agradecido por la habilidad de Olga. Le había salvado de una nueva regañina.
Tras recorrer el mercado sin encontrar al chico misterioso, Erika había vuelto a casa. Después comió sola cualquier cosa, ya que únicamente cuando estaba su padre se esmeraba. A continuación cocinó el pescado para evitar que se estropeara y lo guardó para la cena. Decidió salir a buscarlo al taller aprovechando que los días eran más largos. Estaba convencida de que a él le gustaría, y a ella le serviría para tener un motivo que la obligara a salir de la casa. Quién sabía si también volvería a toparse con ese joven misterioso…
Ya en la calle, Lorenz dio las gracias a Olga por su defensa.
—No hice nada más que decir la verdad, Lorenz.
—Sí, pero eso te podía haber metido en problemas. Te debo un favor.
La chica levantó un dedo y, simulando estar pensativa, dijo:
—Pues mira, sí que podrías ayudarme en algo…
—¿Sí? Eh… Dime, ¿qué puedo hacer? —preguntó un tanto sorprendido.
—No conozco esta ciudad y a veces me gustaría resarcirme después de la jornada con alguna vianda y una jarra de cerveza, pero no sé dónde puede acudir una dama sola como yo. ¿Sabéis vos de algún lugar honorable?
Lorenz, siguiendo el tono jovial de la dibujante, se apresuró a contestar:
—No solo conozco dónde podéis acudir sin que vuestra honra quede mancillada, sino que además os debo una invitación. —Y, señalándole con el brazo, añadió—: Por aquí llegaremos a El Faisán Dorado, que es mi mesón favorito.
Olga realizó una leve genuflexión imitando a los ceremoniosos nobles y se sujetó del brazo de Lorenz. Ambos emprendieron el camino con satisfacción.
Antes de que se fuera el sol, Erika se arregló el cabello castaño y se lo recogió con un pañuelo, después se limpió las manos y, tras revisar que el vestido no tuviera ninguna mancha, salió a la calle.
A pesar de que su intención era dar un paseo tranquilo, sin querer aceleraba el paso. Absorta en sus pensamientos, debía frenarse de vez en cuando para recobrar la tranquilidad. Al poco desechó la idea de encontrarse con el joven de ojos almendrados, riéndose de ella misma.
Llegó al taller cuando Bertram, uno de los oficiales más veteranos, estaba cerrando la puerta.
—Hola, preciosa. Tu padre ya salió. Esta vez se fue puntual. Como el jefe se había ido antes sin encomendarle ningún trabajo extra… Ya ves, tuvo más suerte que yo.
Erika agradeció al viejo oficial la información y decidió dirigirse a El Faisán Dorado. Alguna vez su padre había ido allí a tomar una cerveza. Lo hacía cuando sentía que el peso de Ebba lo atenazaba y necesitaba alejarse del hogar, del simulacro de la vida estable y de ella, Erika, la que más se la recordaba. Por eso, primero se asomaría por las ventanas para ver si estaba dentro. Si no, seguro que se habrían cruzado por el camino y estaría trabajando en casa.
Al abrir la puerta de El Faisán Dorado, las voces de las conversaciones cesaron. Recibieron la mirada de los parroquianos. En torno a las grandes mesas estaban sentados un par de ancianos que vivían allí, otro grupo que parecía estar celebrando algo y un puñado de estibadores que se notaba acababan de llegar tras haber cobrado su última labor. Lorenz se sintió aliviado al ver que no estaba muy lleno. Eligió una mesa vacía y pidió un plato de tocino, una jarra grande de cerveza y dos vasos. Normalmente se conformaba con mucho menos, pero hoy estaba invitando y no quería dar impresión de ser tacaño.
—Vaya, es un mesón bonito y grande —comentó admirada Olga, tras lo cual se tomó su vaso de un trago. Se sonrojó al ver que Lorenz la miraba y se disculpó bajando los ojos.
—Perdona, es que tenía sed.
—No tienes por qué; para eso la hemos pedido, ¿verdad? —El candor de Olga le puso de buen humor.
Se bebió él su vaso y sirvió de nuevo a ambos. Mientras vertía la cerveza miraba de soslayo a Olga, que paseaba sus ojos azules por el local. Lorenz se dio cuenta del largo y estilizado cuello de la chica, que le recordó a un cisne.
—Permíteme —dijo.
Con un gesto hábil, las níveas manos de la joven deshicieron su recogido y desenredó su larga melena pasando los dedos. Lorenz se quedó admirado al ver el cabello dorado de Olga expandirse como si fuera un manto por sus hombros, enmarcando su rostro y llenándolo de luz. Fue como abrir una ventana orientada a Levante en un día soleado por la mañana. Olga sonrió coqueta. Dejó que su camisola se abriera ligeramente, mostrando el comienzo del cuello, donde nacen las clavículas. La piel resplandecía como la nieve virgen bajo el sol. Lorenz sintió un leve mareo que ocultó bebiendo y cerrando los ojos al mismo tiempo.
Desde la muerte de Ebba no había conocido ninguna mujer que le gustara, así que estaba recuperando una sensación olvidada. La cerveza los fue relajando y la conversación se fue construyendo con facilidad. Olga se mostraba curiosa con todo lo que se refería a él: al taller, a la orfebrería, a su vida… Y Lorenz, en contra de lo que le era habitual, se descubrió locuaz, un tanto embrujado por la belleza de la chica aunque, sin darse cuenta, desgranando su historia con la inocencia de un adolescente enamorado. Se sentía halagado por el interés y la atención que le prestaba Olga y eso le hacía crecer. El mesón se convirtió en un escenario amable, como un paisaje apacible.
La ventana de El Faisán Dorado estaba medio abierta, cediendo el paso a la brisa que comenzaba a crecer con el crepúsculo. Dejaba salir a la calle el ruido del entrechocar de las jarras, las conversaciones cruzadas y alguna carcajada suelta. Erika asomó tímida el rostro y se encontró con la mirada un tanto turbia de un estibador, que ni siquiera la vio. Cuando se apartó pudo descubrir, en una mesa pegada a la pared, a su padre. Gesticulaba, hablaba animosamente y lo miraba todo con los ojos muy abiertos. También a la mujer que tenía delante. Era una joven de largo y hermoso cabello rubio. La veía de perfil y pudo vislumbrar la media sonrisa en su rostro, las mejillas un tanto sonrosadas y los ojos atentos a todo lo que decía Lorenz.
La primera reacción fue pensar que se trataba de una fulana, pero Erika se reprochó de inmediato ese pensamiento. No tenía aspecto de tal cosa, incluso mostraba un aire elegante que destacaba por encima de sus ropas humildes.
Un tanto contrariada, se apartó de la ventana y deshizo el camino en dirección a su casa. No dejó de preguntarse quién sería esa mujer. Se repetía a sí misma que su padre era todavía joven y que tenía todo el derecho del mundo a relacionarse con otras mujeres; ¿por qué habría de guardar un luto eterno? Pero algo dentro de sí le ardía: se resistía a pensar en otra mujer dentro de casa. No lo consentiría nunca. Su madre fue Ebba y nadie la reemplazaría.
Apretó el paso para evitar que la noche la alcanzara de regreso a casa. Se secó con la manga unas lágrimas de rabia y se censuró a sí misma por ser tan sentimental cuando todavía nada había sucedido.
La noche comenzaba a cernirse sobre Colonia. Mientras se recogía de nuevo el pelo, Olga le dijo a Lorenz que debía irse ya. El orfebre pensó entonces en Erika y se sintió algo culpable. Ya en la calle todo empezaba a oscurecerse y se ofreció a acompañarla. Olga rechazó el ofrecimiento:
—Ya has hecho mucho hoy por mí, Lorenz.
Lorenz asintió comprensivo, aunque le hubiera gustado escuchar otra respuesta. Al llegar a un estrecho cruce entre dos callejones, se produjo un momento incómodo a la hora de separarse; Lorenz no sabía cuál sería la forma correcta. Hizo amago de ir a besarle la mano, pero de pronto le pareció muy ceremonioso y se quedó sujetándola de una manera un tanto fláccida. Toda su timidez le cayó encima de repente y permaneció inmóvil.
Olga se mostró más decidida y acercó la mano de él a su boca y la besó. Él tuvo que aproximarse en ese movimiento. Durante unos instantes sus rostros estuvieron tan juntos que recibían el aliento del otro. Lorenz contemplaba hipnotizado el rostro definido de Olga. Su nariz recta y sus mejillas alzadas en los pómulos, orgullosas. Los ojos deambulaban como para comprenderle y a veces se centraban en los suyos, y él sentía una punzada en el pecho. Entonces un calor cercano creció en su estómago y empezó a subir. Tenía ganas de tensar los músculos y atraer hacia sí aquel cuerpo de mujer. Notaba su olor suave, la certeza de su piel bajo su mano, el cuello largo de alabastro… Cerró los ojos y se abandonó. Ya no era dueño de sus actos.
Ella acercó su cara a la suya y le besó. Suave, despacio. Un beso largo. Dejó escapar un suspiro.
Lorenz abrió los ojos cuando se separaron y se encontró directamente con los de Olga. Se abrazaron y continuaron con un beso cálido. Tenía tantas cosas que decirle con aquel beso.
Fue Olga quien se distanció ligeramente, sonriendo con timidez. El orfebre parpadeó y bajó los ojos. Se fueron alejando sin soltar sus manos, hasta que la distancia los obligó a hacerlo. Olga dio media vuelta y dejó a Lorenz mirándola, inmóvil en mitad de la calle oscura.
Olga vigilaba cada cierta distancia a su espalda para comprobar que nadie la siguiera. Cuando estuvo segura, torció repentinamente su trayectoria. Empezó a caminar a buen paso y se volvió a soltar el pelo. Ya no necesitaba representar ningún papel. Ahora tocaba descansar de verdad en el palacio. A la mañana siguiente volvería a representar a Olga. Entre tanto, seguiría siendo la de siempre: Ilse, Ilse Holz.