Capítulo 31

Era media tarde cuando se oyeron, frente al portón del castillo de Otis Wolff, unas voces solicitando entrar. El noble no las escuchó, se hallaba concentrado en la lectura de un libro de caballerías. Su esposa Roderica tampoco se percató, sentada junto a él haciendo sus labores. Menos aún los hijos, que echaban la siesta en sus respectivas alcobas. Solo los sirvientes que corrían siempre atentos por el castillo se dieron cuenta de quién había llegado.

La fortaleza de la familia Wolff estaba ubicada en lo alto de una colina desde la cual se divisaba toda la villa de Waldrand. Era una pequeña ciudad formada originalmente por los campesinos que trabajaban en las tierras del señor feudal, dispuesta a no demasiada distancia de la gran ciudad de Colonia. En dirección contraria comenzaba el bosque. Con los años, Waldrand había pasado de resguardar solo a los sirvientes de la casta Wolff a contar con un comercio próspero impulsado por las casas gremiales.

Pese a que desde el desarrollo de las cruzadas el feudalismo había empezado una irremediable decadencia, Otis continuaba luchando por mantener un sistema que le había aportado elevados beneficios desde tiempos inmemoriales. Su familia había sido dueña de aquellas tierras durante siglos y estaba convencido de que la villa que se había formado alrededor de ellas le debía plenamente su existencia.

Apartó su oscura mirada de las páginas del libro para dirigirla a través de la ventana. Se puso de pie y caminó hacia ella. Estaba en una de las salas de descanso de la torre del homenaje —llamada así por ser el lugar en el que se celebraba el ritual del mismo nombre entre vasallo y señor—. Desde allí podía echar un vistazo a las casas que se distribuían a los pies de su colina. Otis Wolff era de los que pensaban que, fuera de las murallas, villanos y siervos debían agradecerle la comida que se llevaran a la boca. Creía que el sistema imperante era el mejor posible y estaba seguro de que todos así lo pensaban. Algunos de sus siervos llevaban varias generaciones alimentándose de aquellas tierras, de los frutos que les proporcionaban. Ni siquiera le habían pedido abandonarlas. No hacía falta decir que, si lo hubieran hecho, tampoco se lo habría concedido. Perder a un feudatario significaba encontrar a uno nuevo del que poder fiarse, algo nada fácil considerando los tiempos que corrían, en los que la peste contaminaba los cuerpos como un caballo de Troya dispuesto a acabar con todo.

Los campesinos libres tampoco se marchaban, algo que no sorprendía a Otis: pagaban una miseria por trabajar unos campos muy productivos y la supuesta ayuda militar que le debían no había sido requerida en años. Al ver cómo esos hombres se afanaban en recoger los frutos de la última siembra bajo el sol de junio, Otis pensó en que quizá había llegado la hora de sumar un pequeño aumento a sus impuestos. Como señor de aquel lugar, debía buscar vías para luchar contra las circunstancias, y esa podía ser una de ellas. Tenía muchos dominios subarrendados, castillos, pueblos… a caballeros de importante linaje que le habían hecho un juramento, y al que algunos habían faltado. Ya no le hacían llegar el porcentaje prometido. Un ingrato era capaz de tornar infecunda hasta la más bella de las ceremonias, aquella en la que recibía de él su posesión más preciada, su feudo.

No había que olvidar tampoco esa clase emergente de las ciudades, los burgueses que al principio tanto les servían. La prosperidad del comercio a través de las murallas había hecho que cada vez exigieran más derechos. El único objetivo de sus demandas era posicionarse dentro de la clase privilegiada. Pero para lograrlo, usurpaban el espacio a los nobles, que iban perdiendo las prerrogativas que al nacer les habían sido concedidas.

Entre estos pensamientos visualizó una silueta que le era familiar cruzando el patio de armas. Las cejas arqueadas de Otis se arrugaron extrañadas. Al reconocerla, una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro. No le dijo nada a su esposa, que continuaba absorta en sus labores.

El aviso de uno de sus sirvientes anunciando al recién llegado no se hizo esperar:

—Herr Nikolas Fischer solicita audiencia, mi señor.

—Hazle pasar —respondió altivo Otis, acariciándose el poblado bigote, que comenzaba a clarear por las canas.

Cuando hablaba, el mostacho acompañaba el movimiento de la boca. Tenía la barbilla pequeña y afilada, como la nariz. Eso le confería la apariencia de un ave rapaz picoteando un trozo de carne.

Su esposa, de gran volumen, dejó las labores a un lado y se dispuso a abandonar la sala para dejarle a solas con su querido amigo, algo que solía hacer siempre que recibía visitas. Sin embargo, esta vez Otis la sorprendió pidiéndole que se quedara. Los esposos tomaron asiento en las butacas que se hallaban frente a la puerta. Atentos, con sus rostros fijos en la entrada, esperaron al recién llegado. Antes de que la figura siempre elegante de Nikolas se personara ante ellos, Otis desmadejaba una sonrisa franca bajo el espeso bigote.

—Querido Nikolas, cómo me alegra vuestra visita. —Se puso en pie al tiempo que Roderica, que lo imitó con notable esfuerzo.

El copista hizo una reverencia al noble y a continuación besó la mano rechoncha de su esposa, repleta de joyas valiosísimas al igual que su cuello. Las carnes le sobresalían por encima del escote rectilíneo del vestido de brocado.

—Otis, Roderica. Siento importunaros, pero vengo directo del taller de encuadernación para entregaros algo.

Roderica miró a su marido con expresión equívoca, pues estaba intrigada por descubrir a qué se refería su invitado.

—Nunca importunáis, Nikolas. Sentaos, ¿queréis beber algo? —preguntó Otis un poco inquieto.

El señor señaló una de las sillas al tiempo que él y Roderica volvían a tomar asiento.

—Os lo agradezco, pero no dispongo de mucho tiempo, gracias. Debo continuar con mis entregas. Me espera un largo viaje.

—Siempre tan ocupado, Nikolas. Sois como yo. Lo más sabio que podéis hacer es encargaros vos mismo de vender vuestras obras. Contar con esos mercaderes me parece una grosería. Solo buscan enriquecerse con el esfuerzo de otros.

—Coincido con vuestra opinión, Otis.

El copista dirigió una mirada simpática a la mujer que, silenciosa y tratando de disimular, estaba impaciente por conocer el motivo de su visita. Otis se dio cuenta de la situación y tras recibir el asentimiento cómplice de Nikolas le ordenó:

—Está bien, entregádselo ya.

La mano de Nikolas tendió un paquete de terciopelo azul que Roderica tomó con sumo cuidado. Al deshacer la cuerda que lo ataba, la noble se llevó la mano a la boca con sorpresa.

Se trataba de un Libro de horas, un manuscrito elaborado específicamente para la persona que lo había encargado, en este caso Otis para su esposa. Estaba compuesto por los diferentes rezos y salmos destinados a cada hora litúrgica del día. Se combinaban con bellas iluminaciones de la vida cristiana. Las tapas del libro estaban engalanadas en oro y plata sobre el mejor cuero repujado.

—Ahora ya podrás aplicar a este castillo los elementos monásticos que aquí encuentres —anunció el señor feudal—. Quizá así consigamos un orden todavía mejor.

Roderica le devolvió la mirada con emoción:

—Gracias, Otis. Siempre tan considerado. Me encanta.

La noble, cuidadosa de las buenas formas, cogió la menuda mano de su marido y la besó una y otra vez, siempre en el mismo punto. Él recibió el gesto complacido. Le dio una palmada en el hombro y buscó la manera de deshacerse de ella:

—¿Por qué no vas a enseñárselo a madre? Estoy seguro de que también le encantará.

—Sí. Ahora mismo. Muchísimas gracias, Otis, Nikolas. —Roderica hizo una reverencia al copista y salió con paso apresurado de la habitación.

—Ya estamos solos —anunció, cambiando su expresión, Otis Wolff.

La indiferencia anterior quedó anulada por una evidente emoción; el bigote se movía tenso sobre su boca. Bajando la voz preguntó:

—¿Cómo va mi otro encargo?

Nikolas imitó el tono de confidencialidad:

—Bien, pero todavía no está acabado. Además, deberás pujar por él cuando lo esté, los candidatos a ser su dueño son muchos y el ejemplar solo uno.

Otis se levantó de un impulso y comenzó a caminar hacia un lado y otro de la sala.

—Pero ¿por qué no haces más de uno? —Su voz se debatía entre el grito que la ansiedad le pedía y el susurro que la cautela le reclamaba.

—Eso es impensable. ¿Sabes cuánto me estoy arriesgando? Quien lo quiera de verdad lo habrá de pagar. Así me aseguro de que las manos a las que llega lo merecen.

Otis trató de tranquilizarse recuperando su butaca. Respiró hondo antes de volver a hablar, más suavemente.

—Está bien. Lo siento, Nikolas. Pero es que quiero ese libro. Llevo demasiado tiempo esperándolo. He oído hablar tanto de él. —Alzó la mirada hacia ninguna parte mientras imaginaba el contenido del manuscrito durante un momento, antes de volver a hablar—: Dime, tú que lo has visto; ¿es tan…? —titubeó antes de hallar la palabra adecuada— ¿… osado como dicen? —Los ojos del noble centelleaban.

—Es un libro muy especial, querido Otis. No es vergonzoso; no para los habitantes de donde fue escrito. Es un manuscrito ilustrado que goza de gran antigüedad, pues su autor se ubica entre el siglo I y el VI. En su contenido hay ciertos aspectos que podemos llamar… espinosos. Estoy seguro de que serán de tu interés. Se explican muchas y variadas formas para que el hombre y la mujer puedan yacer juntos obteniendo el máximo placer.

Otis dejó escapar una risita ansiosa que sonaba como el aire atravesando sus nobles dientes, mientras se frotaba las manos.

—Pagaré por él lo que pidas, Nikolas. Cuenta con ello.

—Me alegra saberlo, Otis.

Unos golpes en la puerta de la sala interrumpieron la conversación y enervaron a Otis. Estaba deseoso de poder continuar hablando más de ese libro:

—¡Adelante! —exclamó severo.

El mismo sirviente que había acompañado a Nikolas se personó de nuevo en la entrada:

—Señor. Tenéis otra visita.

—¿No ves que estoy ocupado? ¡Que vuelva más tarde!

Nikolas aprovechó las circunstancias para ponerse en pie e iniciar la despedida.

—No os preocupéis, Otis. Debo irme ya para continuar con mi viaje. Ha sido un placer, como siempre.

El noble se acercó a él y retuvo un instante al copista. De entre sus ropas apareció un saco con monedas. Extrajo el doble de la cantidad acordada por el libro de su mujer.

—Esto para que os acordéis de mí antes que de otros. Espero noticias muy pronto —le dijo casi al oído.

Cuando Nikolas se hubo marchado, Otis recuperó su pose altiva frente al criado:

—¿De qué se trata? ¿Qué corre tanta prisa? —preguntó de nuevo en su asiento. No le gustaba estar mucho tiempo de pie; su corta estatura le hacía perder autoridad frente a los siervos más altos.

—Se trata de uno de vuestros súbditos; dice que es importante.

Otis bufó antes de responder:

—Está bien, hazle pasar.

Un muchacho de poco más de veinte años apareció frente al señor. Realizó una reverencia y quedó postrado en el suelo sin levantarse; ni siquiera se atrevía a mirarlo. Su rostro estaba tan sucio como sus ropas. Otis se llevó la mano a la nariz en un gesto de repulsión:

—¡Qué asco! Date prisa, no quiero seguir con este hedor de estiércol lo que queda del día.

—Señor, he venido a pediros permiso para contraer matrimonio.

El rostro de Otis se frunció entonces en una mueca de regodeo, como si acabara de presentarse una gran oportunidad que llevaba largo tiempo esperando.

—Sabes qué significa eso, ¿verdad, chico? —preguntó sonriente, acariciándose el mostacho.

—Sí, señor. —El siervo mantuvo la mirada en el suelo. Pronto, el sonido de su nariz sorbiendo molestó al noble.

—Basta de lloriqueos. La ley es la ley y todos estamos obligados a cumplirla. ¿Cuándo tenéis previsto que se celebre el enlace?

—Dentro de un mes, mi señor.

—¿Y quién es ella?

—Wanda, mi señor. La hija de Volker, el pastor.

Otis se quedó unos instantes pensativo. Conocía a casi todos sus siervos, pero le era difícil, cuando no imposible, memorizar todos aquellos nombres.

—¿La hija del pastor? —De repente sus ojos se abrieron como platos—. ¿No será aquella joven…? —Las manos del noble dibujaron unas amplias curvas frente a su pecho. El joven se mordió los labios para ahogar un sollozo—. Está bien —prosiguió Otis—, mis hombres recogerán a tu esposa en cuanto acabe la ceremonia.

El siervo no volvió a hablar. Cuando su señor le ordenó levantarse y regresar al trabajo, en su rostro se marcaban los surcos brillantes que habían dejado las lágrimas. El resto de la cara continuaba sucio.

Otis se quedó solo, satisfecho con cómo estaba resultando el día. Pronto ejercería uno de esos derechos que los nuevos tiempos intentaban robarle. El ius primae noctis era suyo, como la virginidad de esa futura esposa. Una sonrisa traviesa volvió a cruzar su cara de rapaz. La buena vida se componía sin duda de pequeños placeres.

—Esa pieza tiene que estar terminada para mañana, me da igual cómo lo consigas. Yo que tú me daría prisa; si no, hoy te tocará quedarte.

Ya casi había llegado el final de la jornada cuando la voz de Ernest resonó entre las cuatro paredes. Los aprendices y oficiales de su obrador estaban tan acostumbrados al maltrato que ejercía contra Lorenz que no les extrañaba escuchar su colérica voz cada vez que se dirigía a él. No era el caso de Olga Berg, que en los pocos días que llevaba trabajando en aquel lugar iba denotando una admiración especial hacia el orfebre.

—Debo mostrar al cliente qué se está haciendo con su pedido, no impacientarlo con largas esperas. Si por lo que fuera no quedara satisfecho, cuenta con que saldrás por la puerta del taller a la vez que él. Me da igual todo lo demás.

Lorenz había aprendido a convivir con aquellas quejas diarias. Se concentraba en su labor de tal manera que conseguía aislarse del exterior. Encorvado sobre su mesa, definía con el cincel un grabado sobre uno de los platos de la vajilla, el encargo más importante con el que Ernest contaba. De repente, una mano inesperada le llamó a la espalda asustándolo. El cincel resbaló y cayó al suelo.

—Lo siento —se disculpó Olga.

Lorenz se agachó rápido y recogió la herramienta. Miró de reojo para comprobar si Ernest lo estaba observando. Nadie parecía haberse inmutado.

—Llevo un buen rato aquí hablándote y no me oías.

Lorenz se disculpó a su vez, tímido, desviando los ojos. Dejó el cincel otra vez en la mesa.

—Te preguntaba por qué Ernest te trata así.

Olga le ponía nervioso. Era una joven muy bella y al verla sentía ganas de acariciar su cabello, de un color tan esplendoroso que se asemejaba al oro que sus manos trabajaban.

—Te trata mal y critica todo lo que haces. Con los demás no es igual y no lo entiendo. Por lo que he podido ver en la semana que llevo aquí, eres un oficial excelente; el mejor.

Lorenz giró su cabeza hacia el despacho de Ernest para asegurarse de que no estuviera cerca. Si escuchara esa conversación, se pondría furioso y habría problemas tanto para él como para Olga.

—¿A qué te refieres? Yo hago mi trabajo, como todos… —Lorenz bajó la mirada a sus manos, que empezaron a frotarse la suciedad que las cubría.

—Eres un artista, Lorenz, y nadie debería decir lo contrario. —La dulce voz de Olga acarició sus oídos y le produjo un estremecimiento—. Nunca había visto nada parecido —continuó mientras cogía el plato de Lorenz. Fijó sus ojos azules en él, como si tratara de memorizar lo que veía—. Es perfecto en su detalle. Mi dibujo se empequeñece ante una realización como esta.

Lorenz, ruborizado, concentró su mirada en la joven, cuyo gesto parecía haberse ensombrecido por un momento. Olga continuó:

—Tus grabados son fantásticos, asombrosos. De una veracidad que asusta, como si fueran a cobrar vida en cualquier momento.

La sonrisa de Olga le hizo sonreír también a él. Los ojos de ambos se cruzaron durante un instante, hasta que Lorenz volvió a bajarlos:

—Me resulta muy fácil gracias a tus dibujos. Son fabulosos. ¿Dónde aprendiste a hacerlos? —preguntó, sacudiéndose su timidez.

Olga pareció ponerse nerviosa por la pregunta y se separó del orfebre antes de responder. Lorenz temió haber sido demasiado indiscreto y se disculpó raudo:

—Lo siento, no quería…

Pero Olga le interrumpió:

—No pasa nada. Desde muy joven tuve que salir de casa y viajar por todo el Imperio. Me quedé huérfana. Por suerte, pronto caí en unas buenas manos que moldearon mis toscas habilidades.

—No serían muy toscas, porque tu habilidad con el dibujo es exquisita, de mucha precisión. Quizá debiera conocer yo a ese maestro para que…

—No creo que te gustase. Demasiado duro. Por eso lo abandoné —dijo con una sonrisa—. De todas formas, gracias.

Cuando relajó el gesto, Lorenz se alivió. La compañía de la joven le agradaba. No solía sentirse cómodo compartiendo su tiempo con extraños porque siempre le asaltaban con preguntas que él prefería no contestar. Olga no lo hacía nunca. Y por lo que había visto, tampoco le gustaba hablar de su pasado, algo que, de alguna manera, los unía.

—No tienes que agradecer nada. Solo he dicho la verdad.

—Te dejo continuar con tu trabajo. No quiero que por mi culpa Ernest vuelva a increparte.

Olga tocó delicada el brazo del orfebre en señal de despedida. Él no estaba acostumbrado a ese contacto tan cálido y tan poco esperado.

Como una premonición hecha realidad, la voz de Ernest resonó iracunda en el taller.

—¿Dónde crees que estás, Lorenz? Si buscas una puta, vete a El Buen Yantar. Frau Berg está aquí para trabajar, no para que te restriegues contra ella como si fueras un perro en celo.

Los artesanos alzaron sus rostros para descubrir qué sucedía; esta vez, la violencia de aquellas palabras había conseguido sorprenderlos de verdad. Nadie osó decir nada, pero todos sabían que era Olga quien se había acercado a Lorenz desde el principio. Un silencio tenso cortó el aire, hasta que Ernest volvió a adentrarse en su guarida. Entonces, los presentes continuaron trabajando sin que una sola voz defendiera al orfebre. Bajo la mirada estupefacta de Olga, Lorenz también calló, aunque en esta ocasión sus labios se apretaron con rabia.