Johann se sujetó el birrete verde que un golpe de viento estuvo a punto de arrancar de su cabeza. Subía con cierta fatiga por una calle empinada que conducía hasta la casa del profesor Stan Weigand, que le había invitado a comer. No era partidario el librero de dejar cerrado su negocio, puesto que nunca se sabía cuándo podía pasar un cliente, pero ante la insistencia del académico no tuvo más remedio que acudir. El calor empezaba ya a apretar.
Dio tres golpes con la aldaba y esperó. Abrió la puerta Jana, una sirvienta originaria de Pilsen entrada en años y un tanto dura de oído que le hizo pasar al patio trasero. El profesor Weigand, vestido como siempre de riguroso color negro, estaba sentado frente a una pequeña y sólida mesa de madera y leía un libro. Al llegar Johann, se levantó y su natural gesto ceñudo se aclaró. Dejó paso a una suave sonrisa encuadrada por la perfecta y cuidada barba que siempre sorprendía al librero.
—Johann, pasa… —saludó, cogiendo su mano y acompañándolo a una silla.
—¿Qué estás leyendo? —preguntó Johann, dejándose llevar.
—Estoy dando cuenta, por fin, de El campesino de Bohemia, de Johannes von Tepl.
El librero abrió los ojos con asombro.
—¿Has sido capaz de conseguir un ejemplar?
Weigand asintió satisfecho.
—Todavía conservo amistades en la Universidad de Praga capaces de hacerme un regalo como este. Pero no es por eso por lo que te he hecho venir, sino por esto otro…
El profesor se agachó y levantó algo del suelo. Apoyó el pequeño tonel encima de la mesa.
—Yago tuvo la amabilidad de cumplir con creces el humilde encargo de traerme un par de botellitas de apfelwein de Fráncfort, ¡la mejor sidra de todo el Imperio! —dijo, golpeando la panza del tonel. Y luego empezó a servir—. Ten, una jarra.
Johann dejó escapar una risa al tiempo que aceptaba el ofrecimiento. Entendió que quizá la inusual amabilidad del profesor se debía a que él ya la había probado.
—Esperaremos a Yago; me hizo tal favor al exceder la cantidad que le pedí que decidí que merecía ser compensado con los méritos de mi cocinera, un primor asando perdices. Y a ti debo compensarte por tus libros, tus opiniones… y tus generosas entregas de schnapps en la trastienda de tu librería.
Johann trató de quitarle importancia a las alabanzas del profesor:
—Sabes muy bien que me place siempre recibir visitas como la tuya. Mi oficio me obliga a pasar muchas horas solo, o con breves compañías, así que, siempre que tus obligaciones en la Universidad de Colonia te lo permitan, eres bienvenido.
La mención a la universidad hizo que el profesor se mostrara pensativo durante unos instantes.
—Me acabas de recordar que esta tarde espero visita de dos estudiantes. Uno de ellos es un joven que está llamado a ejercer de maestro, de gran intuición. Las capacidades del otro son más modestas, pero las suple con un tesón que ya quisieran muchos.
Johann asintió. Conocía la fama de duro y estricto que tenía Stan como enseñante, pero también su abnegada dedicación hacia los alumnos, lo que le hacía estar disponible para ellos en cualquier momento. Al profesor no le irritaba que sus discípulos insistieran una y otra vez en las mismas preguntas y debates. Eso sí, si se encontraba con algún vago —y con más de uno se había topado—, no tenía contemplaciones.
—¿No molestará nuestra presencia?
—Oh, no, no. Los aguardo cuando el sol haya caído. Habremos acabado de comer mucho antes… o eso espero. —Enarcó las cejas en un gesto simpático.
—Buenos días… ¡Caramba, Johann! Qué reunión tan agradable, aquí a la sombra —dijo Yago.
Hizo acto de aparición en el patio vistiendo una elegante túnica granate con un turbante marrón oscuro. Portaba colgado del hombro una especie de zurrón de refinada piel. Tendió la mano a ambos hombres y tomó asiento con rapidez. Aceptó gustoso la jarra de sidra que le ofrecía el profesor. Tenía la mirada inquieta. Yago notó la atenta mirada de Johann y, por fin, dijo:
—Es una sorpresa que os tenía reservada.
Yago puso la extraña bolsa sobre la mesa y extrajo un libro. Stan y Johann lo miraron con avidez, como si el comerciante hubiera abierto una caja de caudales.
—Encontré este tesoro en mi anterior viaje, pero lo he tenido guardado en casa, en parte temeroso, en parte egoísta. Os confieso que su posesión es para mí algo muy preciado y espero que valoréis como algo muy íntimo el hecho de compartirlo. Fui siguiendo su pista, preguntando a todo aquel que supiera algo sobre él, pero parecía esquivar mis pesquisas con tesón de alquimista. Allí donde iba yo en su busca, su rastro desaparecía como por arte de magia. De Toledo tuve que partir hacia Ruidera, donde conocí sus famosas lagunas. Y allí comprendí una vez más las relaciones extrañas entre literatura y realidad: resulta que dichas lagunas son parte del río Guadiana, pero ni inmediatamente antes ni justo después las aguas del río se hacen presentes. Se supone que discurren bajo tierra durante leguas y leguas, aunque no es seguro.
—¿Qué tiene que ver eso con la literatura? —preguntó Johann, enarcando una ceja y dando un sorbo de su jarra.
—Mi libro desapareció en Ruidera sin dejar rastro. Decepcionado y cansado de los infernales caminos de la zona, pasé allí varios días antes de que creciera en mí el deseo por retornar a mi querida Renania. El trayecto transcurrió tranquilo por las ciudades de aquel reino. En Barcelona me detuve un tiempo, deseoso de volver a contemplar las luces y las sombras del Mediterráneo. Me sentía como guiado por una mano invisible. Y así, hechizado, mis pasos me condujeron por aquellas callejas hasta una especie de puerto donde gasté mis sandalias y mi tiempo en recorrer la playa. Qué breve es el rufián, cómo se cuela entre los dedos como los diminutos corpúsculos de arena, resbalando…
—Quizá podrías avanzar un poco con la historia, Yago, mañana debo levantarme con el sol y no quisiera… —interrumpió irónico el profesor, sabedor de la afición del comerciante por adornar sus relatos.
—Perdonad, compañeros, mis divagaciones. Continúo, pues —carraspeó—. Estando allí sentado en la misma playa, un extraño individuo, delgado en extremo, se vino a mi lado sin mirarme. Se limpió las gotas de sudor con un pañuelo y enseguida entabló conversación conmigo. Iba a zarpar pronto hacia una nueva vida y deseaba deshacerse de todo lo que estorbara en su equipaje. En el barrio de los alfareros encontró un decrépito hostal donde le compraron su ropa. Pero todavía le quedaba algo de lo cual no se había deshecho, una última pertenencia, la más preciada de todas ellas.
En medio de la narración, Yago introducía pausas dramáticas que llegaban a exasperar a sus oyentes. En ese momento, tanto el librero como el profesor le escuchaban absortos.
—Claro, pensaréis: el típico timador que se te acerca en las grandes ciudades con buenas palabras y lo único que desea es aligerar el peso de tu bolsa. También en Colonia los hay. Eso mismo pensé yo. No imagináis la sorpresa que viví cuando me mostró cuál era tal posesión.
Entonces Yago estiró de un cordón y la extraña mochila abrió su boca. Extrajo algo con un cuidado que no hacía sino aumentar el misterio. Era un libro ajado y de tapas raídas. El cuero estaba raspado por diferentes puntos como si su vida hubiese sido larga y procelosa.
—Y este fue el resultado —dijo, alzando el manuscrito en una de sus manos—. El libro que estaba buscando. No os podéis imaginar mi sorpresa cuando lo sostuve y leí su título. Las lágrimas estuvieron a punto de rodar por mis mejillas, tamaña fue la emoción de que os hablo.
—Y, si no fuera molestia, Herr Kaufmann, ¿podríais decirnos de qué libro se trata? —preguntó Weigand, utilizando en esa intimidad el trato de vos como ironía.
—¡Ah! ¿No lo he dicho? Qué cabeza la mía. Se llama De cómo los tres Reyes Magos de Oriente encontraron al Señor y lo que de él se hizo a lo largo de sus pocos años de vida. Largo título y poco agraciado para el interés que suscitan sus páginas. Está escrito en una extraña mezcla de castellano y aragonés. La historia que narra es la de Jesús, pero los hechos nos son desconocidos. En él se establece un diálogo entre el bien y el mal, ambas posturas encarnadas por dos ladrones lejanos al cristianismo. Uno de ellos, el bueno, gozó de un contacto con la divinidad cuando era solo un niño: fue bañado con la misma agua en que había sido bañado Jesucristo y sus pústulas, pues estaba enfermo de lepra, sanaron prácticamente en el acto. Como es lógico, cuando se reúne con el Mesías en la cruz no se reconocen a causa del tiempo transcurrido. Pero mientras que Dimas, así se llama el ladrón bueno, accede a la sabiduría del Señor y se convierte a la fe cristiana, Gestas, el ladrón malo, se mantiene aferrado a su paganismo.
Yago siguió desgranando la historia con sabiduría magistral entre sorbos de sidra. El comerciante sabía cómo atizar el fuego del intercambio con apenas unas palabras. Ese tesoro suyo fue manoseado por el profesor y por el librero que con los dedos también intentaban aprehender algo de la historia, una perspectiva distinta del mundo, el testimonio de una época que ya no volvería y una visión diferente de un hecho conocido por todos.
Esa percepción fue calando en los presentes, tanto en el crítico naturalista Stan Weigand como en el librero Johann. Y entonces la imagen de Yago dejando escapar entre sus dedos la arena de una playa del sur cuajó de forma misteriosa. Todos ellos recibían su luz, notaban cómo, al apretar sus puños, más rápido se escapaban los minúsculos granos de arena. Una enseñanza pareció acompañarlos a la vez: compartían sus descubrimientos, sus ambiciones, sus frustraciones y sus anhelos. No podían sentirse más unidos.
La entrada de Jana con las perdices confitadas interrumpió el silencio compartido. Alzaron la vista y se sonrieron. Mereció la pena; así podían dar cuenta del delicioso ágape que les había preparado la vieja sirvienta. Jana trabajaba para la familia del profesor desde que bien joven se trasladó a Colonia. Ya con los platos delante, los amigos retomaron la conversación.
—Por cierto, Johann, ¿has visto a Lorenz? ¿Sabes cómo sigue en su empeño? —preguntó Yago.
—Va avanzando. Tras unos primeros intentos algo lentos, las indulgencias ya salen rodadas. De hecho, muchas las hace su hija, que tiene trece años. Aunque sea más lista que una garduña, eso indica que el invento va viento en popa.
Weigand los miraba esperando a que le aclarasen de quién hablaban.
—Creo que ya te mencioné algo la última vez que nos vimos —le explicó Johann—. Es el orfebre que está trabajando en un invento para realizar copias más rápido. El mismo que espero pronto acuda a alguno de nuestros encuentros.
El profesor asintió mientras roía un huesecillo.
—Deberías conocerlo —apuntó Yago—, creo que es una persona de una intuición extraordinaria. Un espíritu sensible.
—Tienes razón, Yago —confirmó el librero—. He hablado con el padre Martin y está encantado con Lorenz y su ayuda. Otro en su lugar estaría buscando la forma de hacer dinero, y él, en cambio, se compromete con quien lo necesita. Creo que lo llevaré algún día a la universidad, para que conozca aquello —añadió, dirigiéndose al profesor—. Es un hombre cuya música sigue la melodía de gentes como vosotros.
Yago y el profesor enarcaron las cejas, socarrones. Weigand fue quien habló:
—Querido y estimadísimo Johann, creo que te haría bien descansar de la lectura de la poesía. Un tiempo de abstinencia te podría servir para evitar que en tu conversación siempre ponderada e interesante se cuelen metáforas dignas de un trovador enamorado.
El librero se sonrojó, aunque trató de sonreír.
—Bueno, bueno, ya me entendéis. Tengo confianza en ese artilugio; creo que puede ser bueno para todos.
—¿Piensas en dejar sin trabajo el noble oficio del copista? Que no te oigan en la universidad… —replicó el profesor.
—Pienso más bien en la divulgación del saber —aclaró el librero.
—Divulgar el saber no es algo que se deba confiar solo a los libros, Johann.
—¿Qué quieres decir? —intercedió Yago—. ¿No es el principal medio para acceder al conocimiento?
—¿De qué sirve una herramienta si no se sabe usar, Yago? De igual manera ocurre con los libros y su lectura. Recordad mi oficio: profesor. Mis estudiantes requieren de alguien que los guíe, que los ayude a entender qué quiere decir eso que leen. Y mis alumnos son gente con años de formación a sus espaldas.
Johann negó con la cabeza.
—Ni se te ocurra acercarte a los postulados religiosos. Te recuerdo lo que dijo Sócrates, que virtud es conocimiento. Y, por lo tanto, se puede enseñar. ¿Por qué no mediante un buen libro?
—Sí, pero si admitimos eso, que la virtud es conocimiento, entonces la virtud es algo inmaterial. Deberíamos inferir entonces que es una cualidad espiritual, algo que, como todas las cualidades, no se da de la misma manera en todos los hombres. Por lo que…
—… habrá hombres que no estén capacitados para el conocimiento —completó Yago.
El profesor asintió satisfecho. Había «guiado» a Yago hacia la conclusión.
—Te repito que no quisiera pensar que tu trabajo se asemeja al de un cura y sus sermones… —comentó irónico Johann, a sabiendas de que el profesor no simpatizaba con el clero. Weigand gruñó.
—Sabes muy bien que hay enormes diferencias. Yo soy un estudioso del mundo material. La Iglesia se basa solo en la fe, y sus opiniones o dogmas siguen este patrón. Nuestro credo es otro: el hombre es la medida de todas las cosas, como dijo Protágoras. De lo que es y de lo que no es. Y no Dios, que para eso nos creó y nos dio inteligencia.
Yago se apoyó en el respaldo de su silla. Le gustaba ver esas muestras de pasión en alguien tan comedido. Bajó la voz para decir:
—Cuidado con lo que afirmas. En esta ciudad, a más de uno le podría hervir la sangre si te escucha decir algo así.
—¡Es que estoy en lo cierto! El conocimiento es producto de los sentidos y otras facultades humanas; por lo tanto, es algo estrictamente humano, no divino. ¿Recuerdas el libro que estaba leyendo cuando llegaste, Johann?
—Sí, claro: El campesino de Bohemia.
—Exacto. Es un libro fantástico. Un campesino, tras la muerte de su amadísima esposa, se enfrenta a la Muerte. Se establece entre ellos un diálogo similar al que se podría dar en un juicio. La Muerte defiende una postura muy típica: el siervo es y será siempre siervo, y el señor, señor. No merece la pena esforzarse en cambiar nada, la vida terrenal es miserable. Esa es la visión de la Iglesia. ¿Y qué le responde el campesino? Que el hombre es la más grande, la más libre y artística creación del Señor. ¿Te das cuenta? ¿Os dais cuenta? —añadió, mirando a Yago.
—Sí, es la misma idea de Protágoras —contestó Yago.
—¿Y quién vence en ese diálogo?, ¿cómo termina, profesor? —preguntó curioso el comerciante.
—Todavía no he llegado, pero me explicaron que al final aparece Dios y concede el honor y la honra al campesino por su valentía, aunque la Muerte se lleva la vida del hombre, puesto que nadie puede escapar a las leyes de la naturaleza. Podrás leerlo tú también. El lenguaje es rico pero no pretencioso. Y recupera el diálogo como forma de narrar, al igual que hiciera en su momento Platón en la Grecia clásica. ¡Ah, mis amados antiguos helenos! ¿Sabíais que usaban el teatro para enseñar y educar al pueblo sobre cuestiones políticas? Nada que ver con estos tiempos nuestros, donde solo se busca mantener al populacho entretenido, ocupando su cabeza con idioteces que embotan la mente… —El rostro por lo general pálido del profesor volvía a ruborizarse a medida que su discurso se caldeaba. Johann carraspeó.
—El diálogo… —comenzó a decir—. ¿No es lo que procuras siempre practicar en tus clases con tus alumnos?
—Bien lo sabes, Johann, que a alguna de mis clases has asistido. Por cierto, acudid cuando gustéis a visitarme allí tú y ese tal Lorenz. Sí, en el diálogo no solo aprende el alumno sino también el enseñante. Las opiniones que surgen enriquecen a todos, y las preguntas y dudas del alumno obligan al profesor a profundizar más en su conocimiento, a estructurar su pensamiento, a percatarse de los posibles fallos que pueda haber en sus teorías y ver cómo solventarlos.
—Es justo lo que pasa cada vez que nos vemos, profesor —manifestó el librero—: aunque no haya comida ni bebida de por medio, salgo siempre ahíto de sabiduría y de ansias de aprender más.
Todos rieron. El profesor volvió a llenar las jarras de la estupenda sidra de Fráncfort y Jana entró con las bandejas de los postres.
—Sea bienvenida esa jarra —dijo Johann—, que el diálogo tiene el inconveniente de dejar la boca seca y torpe la lengua. Así que, por el bien de la sabiduría, ¡bebamos!
Los tres hombres brindaron entre risas mientras el sol comenzaba a dar muestras de iniciar su recorrido final. Un nuevo día se sumaba a los ya pasados y confirmaba la sensación de Yago en la playa de Barcelona. El tiempo transcurría veloz.