El verano había comenzado con lluvias. No era extraño en la región de Colonia, puesto que el río atraía las precipitaciones con su humedad. La vegetación, verde y oscura, densa, prosperaba alrededor del curso de agua y con el calor que empezaba a apretar durante las horas centrales del día, todo crecía con extraordinaria rapidez. Los caminos que no eran demasiado transitados desaparecían bajo el empuje de la naturaleza y los esforzados campesinos debían estar atentos a las malas hierbas que amenazaban con apoderarse de los campos. En esos días, el alba se eternizaba porque las nubes atenazaban el cielo con perseverancia e impedían que la luz del sol acabara de romper totalmente. El cauce parecía una corriente sólida, plateada y vibrante, aguijoneada por millones de alfilerazos. En la ciudad, los aleros acumulaban las gotas y las escupían en chorros caudalosos que mojaban a los viandantes.
Embozada en una capa, una silueta avanzaba firme evitando esos caños. Llevaba unas botas muy trabajadas, de fino cuero labrado. Iban ajustadas por medio de una larga cinta que ascendía por el tobillo y trepaba sinuosa por la pantorrilla. Su cara tersa y pálida dejaba resbalar las gotas por las mejillas, lágrimas de cristal cayendo por el rostro femenino. Los brazos, inmóviles sobre la cabeza, construían una especie de parapeto que elevaba la capa. Sus pasos sobre la tierra mojada y los guijarros eran rápidos y breves, seguros de su destino.
Ernest Blum siempre llegaba temprano a su obrador de orfebrería. Envuelto todavía en sombras, solía abandonar de madrugada la comodidad de su hogar para adentrarse en las callejuelas y acceder al obrador que había heredado de su padre y este del suyo, y así por varias generaciones desde su creación. Cada día, en una tarea rutinaria que se había impuesto a sí mismo, dedicaba la primera hora de la mañana a pesar las piezas de metal en bruto, aquellas ya construidas y acabadas y las que aún estaban en fase de proyecto. Las pesaba con esmero, anotando todas las cantidades, y las sumaba para restar después las unas de las otras. Buscaba saber la cuantía de metal comprado, el que quedaba y el utilizado. Si no le salían las cuentas, algo que ocurría con bastante frecuencia, casi siempre por despiste, descargaba su ira sobre los empleados, de manera que todos debían andar alerta con los malos días del maestro. Regularmente, vigilaba a alguno de los orfebres a conciencia para ver si le robaba o seguía respetándolo. Aunque nada hubiera hecho —cosa casi del todo segura ya que los operarios se habían ido depurando con los años—, el elegido se sentía ese día como un ladrón miserable.
Ernest Blum no disponía de una gran habilidad como orfebre, aunque sí la tenía para discernir cuándo le estaban engañando. Llevaba largo tiempo curtido en el conocimiento de las personas y alejado del trabajo diario con el metal. Se había hecho cargo del negocio al fallecer su padre, muerto prematuramente al caerle una teja cuando caminaba por mitad de la calle. Desde entonces, Ernest había adquirido toda una serie de manías supersticiosas que compartía con muchos conciudadanos y que iban aumentando con la edad. A la lógica de caminar pegado a la pared en cualquier circunstancia se habían ido sumando otras de mayor entidad, hasta que ya quedaban pocas que no siguiese: jamás pasaba por debajo de una escalera; cuando veía un gato negro en plena calle se volvía y daba un rodeo; escrutaba el vuelo de las garzas, aunque no gozaba de ningún tipo de formación para saber interpretarlo; jamás cogía un cristal para que no se le cayese y se rompiera en mil pedazos, y tenía un cuidado extremo para no derramar la sal…
En sus años de juventud había contado con la suerte de acceder al puesto de maestro, cuando su padre todavía vivía. Su abuelo, ya retirado, había intercedido por él y reclamado a sus influyentes amistades los favores que le debían. Aunque al abuelo Blum no le gustó hacerlo; era uno de aquellos germanos de la vieja guardia, que habían asistido a la construcción de un mundo en ciernes y pensaban que solo ellos eran capaces de llevarlo a cabo. Al final, Ernest superó el examen gracias al voto favorable del presidente del tribunal. Sus buenos florines debió haber costado, pensaba Ernest, que creía que nadie hacía nada por nada en esta perra vida. Y luego estaba la tragedia de su hija. Aquellas dos muertes prematuras, la de su padre y la de su única hija, habían prendido profundamente en su espíritu y delimitado un carácter marcado por el resentimiento. Su mujer también le dio la espalda. De hecho, se la dio al mundo; alejada de cualquier contacto, se negaba a salir de su casa. Pasaban días en los que él no hablaba con nadie fuera del obrador. Y allí, en realidad, tampoco hablaba. Solo ordenaba.
Estaba acabando de realizar la suma de los metales del día anterior en que había recibido un importante pedido. Nada más y nada menos que toda una vajilla en plata y oro decorada con extraordinaria profusión. Ernest repasó el listado del material adquirido. El único inconveniente era que el cliente exigía mandar a su propio dibujante para realizar las plantillas con los motivos que los orfebres grabarían. Ernest no estaba acostumbrado a tener a alguien ajeno al taller pululando, pero si quería el pedido debía aceptar tal condición. Al fin y al cabo, pensó, será una molestia para el orfebre que lo atienda, que deberá soportar consejo y vigilancia de un tipo extraño. En su rostro apareció una sonrisa torcida: ya había decidido que el desafortunado sería Lorenz. Respondería con una buena calidad y su carácter melifluo sería perfecto para aguantar lo que le exigiera.
Unos golpes resonaron en la puerta. Era todavía muy temprano para recibir la visita de nadie. Dejó lo que estaba haciendo y se dirigió a la entrada.
—Buenos días. ¿Sois vos Ernest Blum?
—¿Quién lo pregunta? —El orfebre escrutó el rostro envuelto en la penumbra. Era de mujer, eso seguro; lo dedujo por la dulce voz y los movimientos delicados.
Antes de decir nada más, la joven le alargó una carta. Ernest Blum se tomó su buen tiempo para leerla. Al final, contempló a la chica con una mezcla de sorpresa y resignación. Se limitó a preguntar:
—¿Cuándo empezáis…? —Miró un momento el papel—. ¿Frau Berg?
La extraña dio un paso y entró lo justo para traspasar el dintel. Resguardada de la lluvia del exterior, se bajó la capa y descubrió un rostro deslumbrante. Tenía el pelo dorado y brillante a pesar de la humedad. Se ordenaba en pequeñas gavillas que se juntaban y se mezclaban, se separaban y acudían al rostro con cada movimiento. Deslizó con sutileza su blanca mano de mármol por uno de esos mechones y lo apartó detrás de la oreja en un gesto sensual. Su mirada era acuosa y límpida. Sobre los ojos azul intenso, las cejas se prolongaban rectas y cortantes y realzaban una mirada inteligente. Eran un poco más oscuras que el cabello, de un rubio rebelde. La tersa frente recibía algo de la luz de las velas esparcidas por la sala, y brillaba con reflejos de alabastro, como alguno de los materiales con los que Ernest Blum estaba acostumbrado a trabajar. Toda ella era en sí una pieza de orfebrería, pensó el maestro en espera de que le contestase su pregunta.
—Me gustaría empezar hoy mismo. Tengo muchas ganas de contemplar cómo trabaja un maestro de orfebrería de vuestra talla —respondió con ademán ensayado.
Ernest se sintió un tanto ruborizado y con ganas de ser él mismo el que llevara a cabo el encargo, pero no tenía tiempo que perder. Además, no confiaba en exceso en la habilidad manual de las mujeres. Pensaba que su sitio era el hogar. O cualquier otra profesión diferente a la suya. Pero había aceptado la oferta y el primer pago; ahora no podía retractarse.
—Está bien. De momento no ha llegado nadie. Si queréis, podéis marcharos y pasaros a media mañana. Yo estoy demasiado ocupado y ha de ser uno de mis oficiales quien os atienda. Cuando volváis podréis empezar a trabajar.
—Gracias. Estoy deseosa de iniciar este encargo. Me han hablado maravillas sobre la calidad de los trabajos que salen de este taller.
—Sí, contamos con clientes importantes —respondió Ernest complacido.
—Eso he oído. —Una sonrisa iluminaba el rostro de la joven.
—Volved a media mañana —insistió el maestro educado—. Habré tenido tiempo para preparar al oficial respecto a la encomienda y… vuestra llegada.
La joven cabeceó agradecida. Se colocó de nuevo la capucha y salió al exterior. Se despidió de Ernest con una breve reverencia. Ernest la observó alejarse entre la lluvia durante unos instantes con el cuello asomando fuera del obrador. Se rascó la cabeza y cerró tras de sí la puerta del taller con una suavidad poco habitual en él.
Lorenz acudió al obrador a su hora. Por la noche había dormido mal y poco, como le ocurría en las últimas semanas. Iba avanzando en su invento, pero ante la monotonía que suponía el labrado de cada fondo de molde, a menudo pensaba que esos avances eran mínimos y se preguntaba si merecían realmente la pena: el esfuerzo cotidiano tras la dura jornada de trabajo, las horas robadas al descanso y a su hija…
En esos días más pesimistas no veía que el tiempo empleado en su invención fuera provechoso. Cierto era que lo pasaba al lado de Erika, que se desvivía por ayudarlo. Pero no sabía si lo hacía porque le había inoculado el veneno de la escritura, de la pasión por el trabajo bien hecho o simplemente porque sabía que así estaban juntos. Cuando Ebba acudía a su mente, la desesperanza, que era como una especie de gasa que cubría su mirada, dejaba de ser algo sutil y se convertía en una certeza. Entonces el trabajo se tornaba tedioso y los momentos dedicados a cada molde se transformaban en algo lento y pesado, una especie de condena. El vacío lo acechaba desde dentro y se sentía hueco.
Envuelto por el ruido metálico omnipresente en el obrador, Lorenz se sentó en su lugar de trabajo. Esta vez no fue el último en llegar, pero tampoco el primero. Ya estaban sentados en sus puestos dos de sus compañeros y el tercero, Bertram, cuchicheaba con Ernest sobre algo, como hacía siempre. Bertram era uno de los oficiales y llevaba en aquel taller más de treinta años, Lorenz bajó la cabeza y se concentró en su tarea. Golpeó el metal con el asta de toro sobre el saco de arena y consiguió en pocos golpes la perfecta forma de un cáliz. Ernest lo interrumpió.
—Acércate un momento.
Lorenz se levantó y avanzó sumiso hacia el fondo del obrador. Con la suerte que tenía, seguro que algo malo le deparaba el destino.
Ernest se sentó sin ofrecer silla a Lorenz, que esperó de pie las instrucciones.
—El nuevo encargo de la vajilla decorada, ya sabes, lo harás tú. Vendrá alguien contratado por el cliente para dibujar las plantillas. Tendrás que trabajar codo con codo.
Lorenz intentó mantenerse impertérrito. Atender a alguien de fuera representaba el doble de esfuerzo, puesto que retrasaría la labor de las piezas. Ya se veía repitiendo las cosas una y otra vez hasta que el dibujante diera el visto bueno. Además, no es que a Lorenz le entusiasmase hablar. De todas formas no se negó: sabía que no serviría de nada.
—Está bien. ¿Cuándo empieza? —preguntó empujado por la situación. Pensaba que cualquier silencio sería interpretado como un desaire.
—Hoy mismo. Está a punto de llegar. Quiero que seas extremadamente correcto con la muchacha. Se llama Olga Berg. El cliente paga muy bien y el pedido es generoso.
Cuando escuchó la palabra «muchacha» no pudo reprimir una mueca de asombro. Ernest notó el gesto. Lo estaba esperando, agazapado tras sus enormes cejas pobladas.
—¿Qué pasa, no te gusta?
—No, no es eso. Simplemente me ha sorprendido.
—Pues vuelve al trabajo. Espero que no me defraudes.
—Descuida.
Ernest se quedó en la penumbra de su asiento y observó el caminar ensimismado de Lorenz. Sabía que era el más paciente de cuantos trabajadores tenía y que soportaría estoico la tarea que le había encomendado. Una sonrisa se dibujó en su rostro, mostrando los pocos dientes, amarillentos y manchados.