Mayo estaba tocando a su fin y Lorenz seguía trabajando con empeño en su invento. Las ideas se le agolpaban en la cabeza, pero eran tantos los pequeños problemas que se le presentaban que en más de una ocasión se sintió apabullado. Debía detenerse, tomar un poco de distancia y pensar con calma.
Se obligó, pues, a aislar el primero de esos retos: si pretendía imprimir más de un renglón de una sola vez, necesitaba más letras, muchas más. Pero no podía tallarlas de una en una, tardaría demasiado en hacer todas las necesarias. Acudió a su experiencia como orfebre para hallar la solución: crear moldes para los caracteres.
Lorenz estaba acostumbrado a un tipo de molde que se usaba en el taller de Ernest, pero no era ese el que necesitaba. Precisaba de uno que resistiera, que fuera capaz de hacer cada letra decenas y decenas de veces. De hecho, no sabía cuántas repeticiones tendría que realizar de un carácter, eso se lo diría la práctica. El molde, pues, debía ser resistente, quizá de bronce.
Decidió inventar su propio sistema. Tomó una hoja sucia salpicada de tinta y con una punta de carbón dibujó un carácter que aparentaba ser un bajorrelieve en una plaquita de metal.
—Si pudiera llenar con metal el hueco de esta letra…
—¿Cómo dices, papá?
Lorenz pareció salir de su ensimismamiento. Erika se había acercado y miraba el dibujo por encima de su hombro a la luz de las velas que habían dispuesto sobre la mesa una vez terminada la cena.
—Me preguntaba cómo podría fundir letra a letra muchas veces, evitando el engorro que hasta ahora me ha supuesto hacer a mano cada carácter de las sortijas o de los remaches. No puedo emplear tanto tiempo.
—¿Qué pasa si simplemente viertes ahí el metal fundido? —dijo señalando el centro del dibujo—. Si yo le vertiera queso fundido tomaría la forma de la letra.
—Sí, claro, hija. Ese es el principio del moldeo, pero… —Lorenz no pudo evitar hacer el gesto de verter un líquido sobre el dibujo, como si fuera de verdad un molde. Erika sonrió en silencio. Le encantaba contemplar a su padre tan concentrado. Eso y que contara con ella para consultarle—. Si volcara un líquido aquí, se derramaría por los bordes. Ese líquido, ese metal, al enfriarse se volvería sólido. Y, la verdad, recortar metal es algo laborioso…
—Haz el grabado mucho más profundo, como si fuera un cajón, y el queso no se saldrá de los bordes. —Erika acompañó su afirmación con un leve gesto del mentón, como si añadiera un punto a una frase. Acto seguido, se volvió y siguió limpiando los cacharros que habían usado durante la cena.
Lorenz entornó los ojos. Había algo en el comentario casual de Erika que escondía la solución. Los bajorrelieves que hacía en el taller eran de poca profundidad, un par de gruesos de uña, como máximo. No se necesitaba más. Realizar, pues, ese bajorrelieve en una plaquita de metal no supondría mayor problema para él. Eso sí, tendría que pulirlo y bruñirlo a conciencia para que la letra quedara perfecta; y para que soportara su uso prolongado como molde. El problema era cómo rellenar esa plaquita. Pensó en lo que dijo Erika: más profundo. ¿Más? Un bajorrelieve no podía ser muy profundo, la letra no quedaría bien. ¿Entonces? Como un cajón. El problema era que al pensar en cajón le venía a la mente madera, y ese material no resistiría el metal fundido. ¿Qué hacer?
Se puso de pie. Erika vio de reojo cómo su padre paseaba por la estancia con el ceño fruncido. Los labios de Lorenz se movían como si estuviera musitando algo. La joven sabía que estaba pensando y que no debía molestarlo, aunque se moría de ganas de saber el resultado. Continuó con su tarea sin hacer ruido, casi conteniendo la respiración. Si no encontraba pronto una solución, su padre se tornaría taciturno, desganado, como le había ocurrido otras veces.
De pronto Lorenz se detuvo. Su mirada se había centrado en un par de libros que tenía colocados sobre un estante. ¡Claro, era eso!, pensó. Debía componer una especie de cajón desmontable, de paredes altas y muy estrecho, como un libro hueco contemplado por su parte superior. Por la base lo taparía mediante la plaquita con la letra. Por arriba podría verter el metal fundido. Cuando se enfriara, saldría una especie de lingote muy alargado, con el carácter sobresaliendo por uno de sus extremos. Tomando uno de los libros entre sus manos comenzó a girarlo y trató de imaginar cómo quedaría. Después le sería fácil sujetar las letras entre sí. Utilizando el mismo sistema de la estantería en que un libro se sujetaba al lado de otros, podría añadir renglones con facilidad.
Sonrió ilusionado. Empezaría esa misma noche.
Erika vio cómo le brillaban los ojos a su padre y eso la animó también a ella. Aun así, el sueño la vencía, por lo que decidió darle las buenas noches.
—Yo voy a dormir, papá. ¿Y tú? —Por su expresión dedujo que no tenía intención de irse a la cama.
—Me quedaré un rato —confirmó—. Tú descansa.
Erika asintió. Sabía que era inútil convencerlo de lo contrario.
—Está bien, procura no tardar demasiado, ¿eh?
Lorenz cabeceó, con su mente ya en otra parte. Debía poner a prueba su idea.
A la mañana siguiente, cuando Erika bajó a la sala encontró a su padre afanado en la chimenea. A tenor del desorden y de la cantidad de herramientas que reposaban sobre la mesa y el suelo dedujo que no había dormido nada.
—¡Erika! Ven aquí, quiero mostrarte algo —exclamó de repente.
Se acercó y se agachó junto a él frente a las ascuas que lucían rojizas en su máximo de incandescencia. Lorenz insuflaba aire a dos manos con un fuelle de madera y piel. En el centro, medio enterrado por los rescoldos, había un pequeño cazo metálico que Erika dio por perdido visto que el caldo brillante que bullía en su interior no era de alimento alguno.
—¿Qué es esto? Este pucherito me era muy útil.
—También lo es para mí. Espero no desperdiciarlo en un fracaso… —dijo, señalando a su derecha sobre las piedras planas del hogar—. El estaño lo verteré ahí.
Erika distinguió unos cordeles que unían de modo basto unas diminutas placas metálicas. Estas estaban puestas de pie perfectamente planas y pulidas, formando un pequeño agujero rectangular. No alcanzaba a ver qué había en su interior.
—He preparado un molde de prueba. Como tú me sugeriste.
La joven lo miró a la cara con expresión de desconcierto.
—¿Yo?
—Sí. La solución para que no se derramase queso fundido fuera de la huella de la letra… El grabado más profundo, lo del cajón —hizo una pausa—, como tú dijiste. Resulta que no puedo labrar más hondo, pero sí puedo situar el bajorrelieve en el fondo de un molde metálico. ¡Esa es la solución!
Erika seguía sin comprender del todo, pero decidió esperar un poco más. Tuvo la certeza de que lo entendería cuando viese el final del experimento que estaba llevando a cabo su padre.
Lorenz tomó un trapo y sujetó con firmeza el mango del cazo. Lo situó encima del molde y con sumo cuidado escanció un hilo de metal fundido en el interior de la oquedad. Cuando el líquido plateado asomó en mitad de la humareda por la parte superior de la horma, el orfebre se detuvo antes de que rebosara. Después depositó el improvisado cucharón a un lado y se sentó en el suelo con la espalda muy recta. Su hija lo imitó. Aún había tiempo antes de que su padre tuviera que irse al obrador del abuelo Ernest.
Al cabo de un rato, Lorenz se incorporó y comenzó a desatar los nudos de cordel, con cuidado de no quemarse. Mediante la ayuda de un pequeño martillo separó las plaquitas de bronce del tesoro de estaño que, al solidificar, había recuperado el tono grisáceo. Cuando todas las piezas cayeron sueltas al lado de la chimenea, Lorenz tomó dos de ellas entre trapos y las observó con detenimiento. En una mano sostenía el fondo del molde. En la otra, el minúsculo lingote que tiznó con hollín por uno de sus extremos. Apretó con fuerza los labios y giró ambos objetos para que Erika pudiera verlos.
En el fondo del molde, hecho de bronce, seguía grabado indemne el carácter que había labrado el orfebre con tanto esmero. Y en el extremo inferior de la barrita metálica de estaño se apreciaba nítida y bien definida la imagen especular de una i latina minúscula:
Lorenz mostró una inconfundible sonrisa de satisfacción.
—¿Te das cuenta, Erika? He preparado la prueba con una letra fácil de labrar, pero creo que puedo hacer lo mismo con las demás. También necesitaré todo el alfabeto en mayúsculas; esas serán más difíciles, pero, una vez preparados los moldes, con este método… ¡podré fundirlas por docenas!
Lorenz hablaba deprisa, gesticulando enérgico por la habitación. Tenía que marcharse al taller y odiaba no poder continuar con esa labor. Erika lo siguió. Puso en su mano un mendrugo de pan y un pedazo de pescado en salazón. Desde el umbral, su padre todavía tuvo tiempo de hacerle un ruego:
—¿Podrás ayudarme? No estoy seguro de que la dureza del estaño sea suficiente. Mientras estoy en el trabajo, estampa esa i con tinta sobre un papel tantas veces como puedas. Igual que hacíamos con los sellos. Necesito saber cuánto resistirá.
Lorenz se despidió de su hija. Notó que se quedaba preocupada: seguro que sufría porque se iba de casa sin haber comido ni dormido. A pesar de que lo conmovía esa muestra de afecto, le pareció que, en ese momento, eso carecía de importancia. En su mente, una intranquilidad mayor había reemplazado como una losa a la efímera alegría de aquella mañana… ¿Cómo diablos iba a comprar todo el metal que necesitaba para fundir centenares de letras?
Unos días después, Lorenz salió a toda prisa de la orfebrería y llegó sin resuello a casa. Tan pronto entró en la sala principal se topó con multitud de indulgencias a medio hacer colgadas por todas partes en diversas cuerdas de esparto. Erika estaba en plena producción. Se había tomado muy en serio la ayuda a su padre; estar ocupada la obligaba a apartar de sí la terrible pena que sentía por Matthias. Desde la muerte de Penrod, el niño apenas pasaba por casa. Al ser el hijo mayor, debía ayudar a su madre a pesar de su corta edad. Matthias había perdido aquella alegría infantil: ahora sus ojitos estaban siempre enmarcados por unas tempranas ojeras y una tristeza conmovedora. Para Erika, ayudar a su padre era también una forma de no hundirse.
—Hola, papá. Se me ha pasado el día volando. Si todo va bien, mañana por la tarde podrás llevarle a tu párroco una buena cantidad de trabajo terminado.
—Gracias, cielo. No sé qué habría hecho sin ti. —Lorenz le dio un breve abrazo. La muerte del vecino lo había despojado un poco de su habitual timidez. Ser testigo tan directo de las emociones de otras personas le había removido algo por dentro. Ahora se esforzaba más en mostrar sus sentimientos. Por Erika, y por él mismo.
Lorenz se dirigió al hogar y se dedicó un rato a avivar el fuego, distraído. Su mente volvía a concentrarse en el siguiente paso de su invento.
A fin de reducir el coste en metal había comenzado a probar aleaciones con plomo que, debido a su peso y peor aspecto, era menos apreciado entre los artesanos y por lo tanto más barato. Quiso después añadir algo de cobre a la mezcla, para que las piezas fueran más resistentes. Pero enseguida le quedó claro que fundir el cobre era algo que estaba fuera del alcance de su modesta chimenea.
Después de unas últimas pruebas dio por buena y suficiente la resistencia que consiguió con una aleación de dos tercios de estaño y un tercio de plomo. Lo había confirmado Erika llenando de íes latinas innumerables hojas.
Una vez resuelto el problema, a Lorenz se le presentaba uno más grave. El dinero se le había acabado con las pruebas y ya no disponía de él para comprar los metales y fabricar los caracteres que necesitaba.
Por suerte, el padre Martin estaba teniendo con las indulgencias una excelente acogida entre sus humildes feligreses al ofrecer el perdón a un precio razonable. Se mostraban muy agradecidos de poder quedar a bien con Dios mediante un papel que guardaban celosamente y que se hacían leer una y otra vez, en cada ocasión en que se topaban con alguien amable que supiera hacerlo.
Al día siguiente, domingo, Lorenz salió al atardecer con un pliego de indulgencias envuelto en una vieja tela verde bajo el brazo. El cielo estaba lleno de pequeñas nubes rojizas que refulgían en los bordes y parecían dirigirse al horizonte. Transitó por calles poco concurridas. Cuando tuvo ante sí la silueta de la iglesia de San Miguel Arcángel aminoró el paso y observó a los pordioseros que se hallaban esparcidos por los aledaños. A pesar de saber que no entrañaban peligro alguno, no pudo evitar ponerse tenso. Un pellizco de remordimiento alcanzó a su conciencia. Varios de ellos lo miraron con descaro, otros le acercaban la mano pedigüeña con la cabeza gacha y ocultos bajo sus capuchas brillantes por el desgaste y la mugre.
En pocas zancadas subió las escaleras del pórtico y franqueó el falso atrio de madera sin entretenerse. Una vez en el interior se santiguó con agua bendita y guardó unos instantes de quietud. Caminó muy lentamente por uno de los pasillos laterales y aguardó de pie a que acabara la misa. El público que llenaba los bancos miraba embelesado y en absoluto silencio al padre Martin Wahrheit. El arrullo de la voz del sacerdote y el ruido de sus propios pasos era todo lo que se oía bajo aquellas antiguas piedras.
—Dios Nuestro Pastor vela por la suerte de todas sus ovejas. ¿A qué nos llevaría dudar de la bondad de sus acciones? ¿Qué sentido tendría un mundo dejado de la mano del Altísimo en el que solo reinara el caos? En verdad os digo que a Dios le agrada la predisposición a pedir justicia, mas guardaos de volver hacia Él vuestra ira en lugar de hacia los auténticos responsables de las desgracias terrenales, provocadas por el hombre. Dios y Nuestro Señor Jesucristo nos acompañarán siempre en esa lucha, pues el Reino de los Cielos es de los pobres. Obrad como hombres ante Dios. Con dignidad. —Hizo una señal de la cruz para acompañar la última frase—: Y ahora, podéis ir en paz.
—Amén —dijeron al unísono todos los presentes.
Lorenz esperó a que se vaciara por completo la zona próxima al presbiterio. Solo entonces se acercó por entre los bancos. Saludó respetuoso y recibió como respuesta del sacerdote una inclinación sincera. Se sentaron uno junto al otro en la primera fila, mirando al frente y dejándose hipnotizar por la sencilla cruz de madera que presidía aquel espacio.
—¿Son imaginaciones mías o el número de mendigos va en aumento? —comentó Lorenz.
—Los hijos de Dios no se distinguen por sus ropajes, pero es cierto que hasta que finalice la siega no veremos menguar su número. Ya falta menos.
—Es encomiable tu actitud positiva. Me gusta venir aquí. Me hace sentir mejor.
—Sabes que siempre eres bien recibido, Lorenz. Y más si me traes con qué seguir mejorando la mala vida que nos rodea.
—Me siento un poco sucio, padre. Por supuesto que me complace que estas indulgencias sirvan para algo bueno, pero debo reconocer que también necesito el dinero para comprar metal con el que hacer pruebas y experimentos que dudo dignifiquen a nadie… —Lorenz dijo esto al tiempo que le entregaba el paquete verde.
—Recuerda que los caminos del Señor son inescrutables. Si lo piensas, tus experimentos están sirviendo, y mucho, para ayudar a quien más lo necesita. Por lo que a mí respecta, tus servicios ya son un regalo del Señor. Déjate llevar por tu intuición, porque sin duda viene guiada por la bondad. Espérame aquí un momento.
El padre Martin entró en la sacristía con el paquete. Al salir, se dirigió raudo al lado de Lorenz. Depositó entonces un puñado de monedas en la palma de su mano. Se la cerró con su sonrisa amable mucho más que con el gesto de sus dedos. La conversación entre ambos hombres se prolongó un rato, hasta que alguien reclamó la presencia del cura.
Lorenz se quedó pensativo. Con aquellas monedas en la mano se sintió incómodo de nuevo, pero no quería volver a explicárselo al padre Wahrheit. Ese sentimiento le pertenecía solo a él y con él debía luchar. Con la mitad de aquel dinero compraría metales y con la otra mitad esperaba, esta vez sí, regalarle algo bonito a Erika. Ella no debía pagar siempre por los pecados del padre que le había tocado en suerte, pensó Lorenz. Se santiguó y salió al exterior. El cielo era de un azul pálido, mineral, y la piedra y las calles de la ciudad adquirían el tono anaranjado del crepúsculo. Una leve brisa le acarició el rostro.