En pocos días, la ciudad estaba sumida en la tragedia. Los ciudadanos se acostumbraron a convivir con la muerte, presente a diario en casa de un vecino, de un familiar, de cualquiera más o menos cercano. Las autoridades se apresuraron entonces a intentar hacer olvidar a sus súbditos sus míseras vidas.
El sonido de los instrumentos marciales llenó todo el espacio. El mutismo en el que estaba sumido el público deseoso de ver a los caballeros más valientes del Sacro Imperio acentuó la intensidad de las trompetas que cantaban su llegada. Parecía que esa mañana toda la ciudad de Colonia estaba reunida en la plaza de San Jorge, decorada especialmente para la ocasión con tapices, banderas, gallardetes y escudos de armas de distintos linajes. Cuando los elegantes caballeros comenzaron a desfilar por la liza subidos a sus monturas y acompañados de sus escuderos, se inició un griterío ensordecedor. La multitud estaba ansiosa por ver empezar el gran torneo.
Alrededor de la plaza se habían dispuesto los tablones desde los que el público se revolvía festivo. La desgracia que los había sacudido en las últimas semanas parecía quedar atrás. No estaban acostumbrados a los torneos, que se celebraban muy de tarde en tarde en la ciudad de Colonia. El ambiente en las gradas reservadas para los nobles y religiosos era sereno y muy distinto al que se respiraba en las que resguardaban al pueblo, bullicioso. Unas eran fastuosas en su ornamentación, con asientos y cojines de telas valiosas; las otras, sencillas y agitadas.
La plaza, dividida en diversos espacios, albergaba multitud de pruebas que acrecentaban el ambiente de festividad; en ellas, los hombres demostraban su fuerza y valor. A caballo, en el suelo con espadas y mazas, en grupo… Además, también se habían dispuesto juegos varios para entretener al pueblo. El carrusel era, por ejemplo, una fiesta militar en la que se escenificaban combates de héroes antiguos; en la sortija, los jinetes debían ensartar sus lanzas en los correspondientes anillos, y en la quintena un maniquí devolvía a su asaltador los golpes que recibía en la frente. El arte de la cetrería, una práctica normalmente reservada a reyes y señores, también estaba presente. Los ojos acostumbrados a ver esos animales solo en estandartes observaban curiosos cómo el halcón o el búho volvía obediente al brazo del cetrero con su presa intacta, formando con él una simbiosis casi perfecta.
Los caballeros habían recibido su heraldo para participar en el enfrentamiento. El alcalde Heller lo había organizado pensando en elevar el ánimo de un pueblo atacado por la muerte y el hambre. Y, de paso, para acallar también el ruido que esta última seguía engendrando en sus tripas.
—Parece que el pueblo está contento, alcalde.
Nikolas se había aproximado a la grada ocupada por Heller y Agripina para saludarlos. Iban ataviados con sus mejores galas.
—Sí, es lo menos que podíamos hacer por ellos —respondió el político aparentemente afectado, tomando con gran suavidad la delicada mano de su mujer entre las suyas.
—Lo que ha ocurrido ha sido terrible —un hilo de voz dulce surgió de la boca de Agripina. Nikolas se sorprendió de oírla hablar—. Comida podrida, adónde vamos a llegar…
La joven cabeceaba mirando al suelo. Heller apretó su mano. Nikolas respondió:
—Prefirieron comer eso a no comer nada. La escasez de grano no ha beneficiado a nadie.
Miró en oblicuo a Heller, que se mantuvo impasible ante el comentario. La respuesta del copista estimuló a Agripina, que alzó la mirada y tomó la palabra. Manifestó sin remilgos su opinión:
—A esos piratas habría que darles caza y ejecutarlos. Es todo culpa suya. Podrías poner una orden de busca y captura —se dirigió a su marido mirándolo con sus pequeños ojos turbados.
—Ya lo había pensado. Tendría que utilizar batallones enteros y ni eso nos aseguraría su fin. Son escurridizos y extremadamente peligrosos, como animales salvajes imposibles de domar.
Nikolas miró a Heller, que asentía convencido a las palabras de Agripina. Nikolas había oído rumores que situaban al alcalde entre los beneficiados por la escasez, pero calló. Procedió a despedirse del político y de su fiel esposa. Cuando estaba besando la mano de Agripina, esta añadió:
—Por cierto, Nikolas. Quería daros las gracias por el libro que tuvisteis a bien regalarnos recientemente.
—¿Se refiere al Decamerón, mi señora? —preguntó el copista, levantando ligeramente las cejas.
Agripina miró a su marido. Estaba absorto en lo que sucedía en la plaza. Bajó la voz y se dirigió de nuevo a Nikolas con una dulce y tímida sonrisa:
—A ese, sí. Un libro sin duda muy… instructivo, no sé si me entendéis.
Los ojos de la baronesa chispearon durante un instante. Nikolas entendió a la perfección.
—Me place enormemente oíros decir eso. Estoy convencido de que un buen lector sabrá sacarle el provecho que merece.
Soltó la mano de la noble y se alejó de los esposos. De reojo creyó ver cómo Agripina se mordía los labios para ahogar una risa.
Unos asientos más a la derecha, el arzobispo Dieter von Morse también disfrutaba gozoso del espectáculo. Al ver a Nikolas no dudó en llamarlo:
—¡Nikolas! —exclamó eufórico—. Es la primera vez que os veo fuera del área de negocio. Casi había creído que vuestros días solo se llenaban de libros.
Junto al religioso había una corte servil de sacerdotes acompañándolo.
—También yo dispongo de tiempo para mi descanso, arzobispo. Si no, las cosas no saldrían como deben —pronunció, dedicándole una reverencia al tiempo que le besaba el anillo.
Dieter von Morse soltó una carcajada complacido por la respuesta del copista.
—Tenéis toda la razón, Nikolas. Todos necesitamos descansar. Pero tampoco demasiado; luego hay quien se queja de que no tiene dinero para pagar sus impuestos, o para comer…
—¿Acaso ha faltado alguien a pagar sus gravámenes? —preguntó haciéndose el incrédulo.
—Siempre los hay. Pero mis recaudadores lo van subsanando. No se puede faltar a un contrato firmado con Dios.
—Por supuesto. El deber con Dios supera al que tiene uno con su propia vida.
El arzobispo asintió ignorante de la ironía del copista. Convencido de que sus palabras eran certeras, le animó a unirse a su corte:
—Sentaos cerca de mí, Nikolas. Desde aquí podréis ver el torneo mejor que cualquiera. Además, justo ahí tenemos a los jueces, caballeros reputados que decidirán el ganador. Quizá podamos intervenir en su decisión. —La mano pellejuda del religioso tocó el hombro de Nikolas y le hizo ocupar el lugar que un sacerdote hubo de dejar libre al comprender la intención del arzobispo.
Nikolas tomó asiento y alzó la mirada al frente. Entre las tiendas que cobijaban a los caballeros y a su séquito compuesto de escuderos y criados, pudo vislumbrar a uno que le era familiar. Raynard también lo vio y le hizo un gesto con la mano a modo de saludo. Nikolas se lo devolvió con una reverencia: aquel hombre estaba ahí gracias a sus pagos e influencias, algo que tendría que agradecerle el resto de su vida. Le deseó lo mejor; después de todo, Raynard era su amigo.
Las telas de los diferentes estandartes ondeaban al viento sujetas a sus astas, distribuidas en el campo de batalla. Los combates entre los caballeros de igual linaje se sucedieron en el recinto a lo largo de la mañana, siempre presentados por el rey de armas y vigilados por los oficiales responsables de su correcto desarrollo.
Nikolas fijó su atención en el enfrentamiento que estaba a punto de comenzar. Cada uno de los participantes se situó sobre su caballo, uno blanco y otro negro, a uno y otro lado de la valla. Bajaron las celadas de sus yelmos, colocaron los lanzones en los ristres y se dispusieron a acometer, esperando la señal.
—¡Que empiecen ya! —gritó alguien desde las gradas del pueblo.
Cuando el rey de armas alzó el estandarte, ambos caballeros espolearon a sus monturas, que comenzaron a trotar rápido sobre la liza, en dirección a su contrincante. El sonido de las placas metálicas entrechocando quedaba amortiguado por el violento paso del animal, que levantaba la arena del suelo con una inmensa nube de polvo. Las lanzas sin punta se mantenían firmes en las manos. Enseguida, chocaron con gran estrépito. Hicieron volar astillas alrededor de los participantes. Sin embargo, no todos los trozos acabaron en el suelo; uno de ellos se hincó en el hombro del caballero que portaba el caballo negro. El dueño del blanco ganó, pues, los primeros puntos por la herida provocada a su rival. Rápidamente, los aplausos y las aclamaciones se esparcieron por toda la plaza, al tiempo que los caballeros volvían a sus puestos y se preparaban para reiniciar el combate.
—¿Os place? —preguntó el arzobispo Von Morse a Nikolas.
—Sí, me gusta. Es un deporte tenso. Además, son hombres fuertes y eso siempre es agradable de ver.
El arzobispo le dio la razón con una palmada en el hombro.
—No os equivocáis, Nikolas. Nada que ver con la debilidad que cada vez más demuestra el hombre común en nuestro tiempo. Enseguida cae enfermo, por nada… —Movía la palma de la mano como molesto al tiempo que bajaba la voz—. Antes estábamos hechos de otra pasta, creedme. Mis padres se esforzaron toda su vida para mantener sus tierras, a todos sus vasallos y siervos, y a nosotros, sus hijos. Y no recuerdo haberles oído jamás queja alguna. Lo que ocurre es que cuanto más les das, más quieren y más se acomodan. La holgazanería es uno de los pecados capitales, Nikolas.
El religioso acababa todos sus discursos con referencias sacras, para reforzar su mensaje y darle mayor credibilidad.
—Lo sé, arzobispo. Pero ¿qué podemos hacer? Alejarnos todo lo posible de esas prácticas insanas y… poco más.
El intercambio entre el copista y el religioso se interrumpió con un nuevo aplauso: el dueño del caballo blanco había vuelto a derrotar a su contrincante y al hacerlo una dama había solicitado colocar una pieza de ropa en su lanza. Se trataba de la prima de Agripina, una joven de quince años que parecía prendada del caballero victorioso. Nikolas dirigió su mirada a Heller, que no parecía estar disfrutando. Aun así, aplaudió y esperó el siguiente combate.
—Parece que la familia de nuestro alcalde goza de gran afición a los torneos.
La voz del arzobispo recordó a Nikolas al lado de quién estaba sentado.
—Sí, se dice que la prima de su mujer ha crecido demasiado rápido —aceptó el juego del religioso, que no tardó en sentenciar:
—Ese caballero tiene suerte, es una joven… preciosa. Deberían casarla pronto.
Nikolas contempló una espuma blanquecina en las comisuras de los labios del arzobispo. La voz de Von Morse se había vuelto opaca, y su expresión estaba absorta en la joven. Nikolas prefirió centrar su atención en el torneo, que duró un enfrentamiento más.
El del caballo blanco volvió a resultar ganador. Había tirado al suelo a su nuevo contrincante. Se aproximó a donde estaba sentado el alcalde para escuchar el veredicto de los jueces mientras los instrumentos marciales y las aclamaciones lo acompañaban. Era el ganador de la última justa y se quedaría con el caballo y la armadura del perdedor. Al descubrirse el rostro bajo el yelmo, apareció Raynard. Nikolas se alegró por él. Y, viendo el interés de la joven prima de Agripina, dedujo que había ganado en dos competiciones a la vez.
—Ha sido un gran torneo —concluyó el arzobispo—. ¿Nos acompañaréis al banquete que con tanta generosidad nos ofrece el alcalde Heller?
Nikolas dudó antes de responder. Los ojos del arzobispo le indicaron cuál debía ser su respuesta. Finalmente, respondió:
—Sí. Será interesante.
—Perfecto, porque desearía solicitaros un pequeño favor.
Nikolas iba a preguntar de qué se trataba cuando el arzobispo le interrumpió:
—Hablaremos de ello durante el banquete.
El copista asintió en silencio. Al final, el día estaba resultando provechoso, pensó con satisfacción.
Al cabo de unas horas, la festividad se había trasladado a los salones del Rathaus. Los nobles más ricos y poderosos disfrutaban de los faisanes y el pastel lombardo y los otros innumerables manjares que se distribuían en las mesas. Los comensales se colocaron alrededor de la alargada mesa siguiendo un estricto orden: en la cabecera, el anfitrión. En este caso, Heller dejó el puesto de honor al arzobispo, situándose inmediatamente a su derecha. A partir de ahí, los más cercanos a ellos eran los más importantes, hasta llegar al final de la mesa, donde se hallaban los que menor peso social y político tenían. Los manjares se disponían, pues, también en orden creciente, ya que era costumbre que cada convidado solo pudiera comer de aquello que tuviera al alcance de su mano. No era tal el caso del anfitrión, que podía pedir todo lo que viera. Para beber el abundante vino se disponía de una gran copa que iba circulando por los presentes desde el momento en que el invitado de honor bebiera de ella.
Fuera también había convite. Aunque de una categoría muy diferente, sin plata ni vino, el banquete superaba con creces la escasez a la que estaban acostumbrados. Ya no eran las gachas ni los frutos secos rancios de los últimos días, sino que podían contar con conejo y también carne de cerdo, y grandes barriles de cerveza que parecían no acabarse nunca. Los más humildes, que constituían la inmensa mayoría, no se separaron de la comida hasta que se terminó, y aprovecharon para reunir los restos en paños y hatillos que se llevarían a sus casas: no sabían cuándo volverían a comer algo así.
En el banquete que tenía lugar intramuros, los protagonistas eran los caballeros que habían resultado victoriosos en el torneo. Haciendo gala de sus destrezas, explicaban a los invitados las interesantes estrategias militares que tan bien conocían, así como las peligrosas aventuras que su larga experiencia les había llevado a superar. Toda la atención se centraba en ellos, sobre todo la de las damas, atraídas por el vigor que los luchadores habían demostrado poseer.
Raynard se hallaba disfrutando de su victoria junto a Galiana, la prima de Agripina, que lo observaba embelesada. Según se supo más tarde, llevaban ya algún tiempo viéndose a solas. De vez en cuando, él le dedicaba miradas amorosas, como si la joven lo tuviera cautivado de verdad. Tras los postres, los enamorados dieron la primicia: anunciaron a la familia de Galiana su deseo de casarse. Raynard pidió formalmente la mano de la joven, causando la sorpresa de todos. El entusiasmo de su prima hizo que Agripina y los demás aceptaran resolver los detalles en privado al día siguiente. Heller no recibió la noticia con agrado. Nikolas, que asumió insatisfecho su puesto en la mesa bastante alejado de los que ocupaban la cabecera, vio cómo Heller se levantaba argumentando una excusa que no llegó a oír. También contempló con cierta inquietud cómo el arzobispo mantenía conversaciones animadas con quienes lo rodeaban, y se fijó largamente en Raynard: tan solo unas semanas atrás, no habría merecido ni tan siquiera haberse sentado allí. En cambio, ahora estaba en boca de todos.
Cuando finalizó el banquete, el copista se acercó al caballero para felicitarlo por su victoria y por esa otra hazaña de cariz más íntimo que le aseguraría una situación muy provechosa para el resto de su vida. Era evidente que ya no lo necesitaría y eso, de algún modo, le disgustaba:
—Raynard, enhorabuena —se presentó haciendo una leve inclinación con la cabeza—. Veo que estás a punto de gozar de esposa, y también de buena posición.
El caballero se levantó para hablar con su viejo amigo.
—Gracias, Nikolas. Estos últimos tiempos, desde que conocí a Galiana, todo ha sido dicha y felicidad para mí.
La mirada del caballero se desvió un momento de la de su interlocutor, como si ocultara su verdadera intención. Nikolas sabía muy bien cuál era. Enseguida, el caballero continuó con su discurso:
—Tengo que agradecerte tus atenciones. Nada de esto hubiera sido posible sin ti.
—¿Sin mí? —preguntó, aparentando ingenuidad.
—Sí. Gracias a los trabajos que he realizado a tu servicio en este tiempo he podido hacerme con una armadura y un caballo para recuperar mi honor. Ahora no solo todos reconocen mi posición, sino que voy a casarme con la joven más bella de Colonia.
Nikolas sonrió.
—En ese caso, ha sido un placer, amigo mío. Cada hombre se merece su destino. Solo espero no perder tu favor, ahora que vuelves a ser caballero y futuro esposo.
La expresión de Raynard se ensombreció con una sonrisa tensa.
—Descuida, sabré recordar.
—Me alegra saberlo. Te deseo mucha suerte en tus próximas hazañas, Raynard.
Y con una sutil reverencia se despidió del caballero, que volvió a su sitio.
El arzobispo Von Morse seguía apoltronado en su lugar, con las manos llenas de grasa, resbaladizas alrededor de la copa de vino. Los nobles y los ciudadanos prósperos que lo rodeaban buscaban su preciado consejo. Nikolas se disponía a unirse a ellos para aclarar con el arzobispo el favor que le había mencionado. Después del torneo se habían despedido sin especificar de qué se trataba y sentía curiosidad por descubrirlo. Los tratos con Dieter von Morse solían incluir grandes privilegios para ambos.
—Quisiera reunirme en privado con nuestro arzobispo. Hay algo importante que necesita de su respuesta —anunció sonriente el copista.
Los presentes expresaron su disgusto. Nikolas estaba a punto de dejarles sin la conveniente presencia de uno de los personajes más influyentes del Imperio. El religioso respondió:
—Herr Fischer, os agradezco vuestro interés. Pero estoy seguro de que la pregunta que deseáis hacerme podrá esperar a mañana. Ahora estoy algo ocupado —anunció, dirigiendo las manos a sus espectadores, que enseguida habían recuperado el entusiasmo.
Nikolas no pudo disimular su decepción. Se mostró sumiso y se acercó al arzobispo. Pronunció en un susurro, breve:
—¿Y qué hay de vuestro reclamo?
Sin ni siquiera mirarlo, Von Morse le respondió:
—Habéis llegado tarde. Lo cumplirá otro.
Nikolas se apartó del religioso sin dejar de sonreír. No estaba demasiado asombrado por el cambio de actitud, pues no era la primera vez que ocurría. El arzobispo siempre había sido voluble. Tras dedicar a los presentes una reverencia galán, abandonó la fiesta con paso firme. Por dentro, un ardor que le nacía en las entrañas se expandió rápido por su cuerpo.