Capítulo 26

El mes de mayo estaba ya mediado. Erika abandonaba paso a paso su cuerpo de niña y se enfundaba el de mujer. La primavera también estaba floreciendo en ella. Alrededor de la ciudad, los pastizales crecían y los animales por fin tenían alimento. Las lluvias seguían cayendo como era habitual, aunque las temperaturas habían subido con el aumento de las horas de luz. Colonia volvía a ser un entorno grato para la mayoría de sus habitantes.

Lorenz se detuvo un instante a contemplar a Erika antes de ir al trabajo. Estaba despierta y se levantó a prepararle algo de comer. No le gustaba que su padre saliera con el estómago vacío.

—Pareces seria, hija mía, ¿te ocurre algo?

El orfebre se culpaba de haber estado demasiado absorto en sus tareas y le sabía mal no haberle prestado mayor atención. Esa mañana se fijó en su mirada triste, cuando por lo general siempre lo despedía alegre.

—Nada —suspiró—, es Matthias. Por lo visto, algo le sentó mal y lleva dos días enfermo.

—¿No pasó por casa ayer?

—No, papá, ya hace tres días que no viene. Ayer precisamente fui a buscarlo. Fue cuando lo vi enfermo en su camita.

Lorenz se mordió el labio inferior: no había reparado en la ausencia del niño.

—¿Y qué tiene nuestro pequeño?

Ese «nuestro» hizo que Erika sonriera fugazmente. Puede que su padre fuera un tanto despistado, pero al menos compartía el sentimiento que ella tenía por aquel crío, casi un hermano.

—Está débil, con calenturas, dolor en la barriga y parece que ha vomitado un montón de veces… Tiene los ojitos apagados y mucho, mucho sueño… No sé, Frieda cree que es algo que han comido, porque Penrod también está muy enfermo.

Lorenz acarició el rostro de Erika.

—Ya verás como se ponen bien enseguida.

Erika se encogió de hombros y trató de componer un gesto de aceptación.

—Será eso… Anda, ve al taller, no llegues tarde.

Lorenz se separó de ella con la imagen de su congoja. Estaba bien que su hija mostrara buenos sentimientos, pero por otro lado creía que era conveniente protegerse un poco. Al fin y al cabo era el niño de otro matrimonio, unos vecinos, una familia que en cualquier momento podía salir de sus vidas. Enseguida se arrepintió de haber pensado así, le pareció mezquino. Su hija era todavía muy joven y frágil ante el dolor. Además, siendo como era mujer, seguro que el sentimiento maternal le hacía aumentar la ternura cuando había un niño cerca.

Sentimiento maternal.

Esa expresión le hizo detenerse. Sintió algo de vértigo al pensar que su hija ya estaba cerca de abandonar la niñez y convertirse en una mujer. Su niña, su pequeña. Le habría dicho algo si ella…

Sintió como un pesado lastre no solo la ausencia de esposa, sino la falta de una madre para Erika.

Apenas hacía unos días que había recibido aviso mediante Johann de que el padre Martin se sentía obligado a hacerle entrega de un primer pago por las indulgencias. Esa tarde fue a visitarlo tras la jornada en el taller. No lo hacía por el dinero, sino por la satisfacción de ver que sus esfuerzos servían para algo. De alguna manera era un sentimiento similar al que experimentaba en su trabajo, solo que en el obrador rara vez tenía la oportunidad de tratar con el cliente y constatar si el producto había sido de su agrado. Pero ahora no estaba en su trabajo. Lorenz había sentido una afinidad especial hacia ese cura comprometido con su pueblo, una afinidad que parecía correspondida.

El padre Martin le hizo pasar a la iglesia y se sentaron ambos en uno de los viejos bancos que ocupaban la nave principal, hacia el centro. Cerca del altar había varias personas sentadas que rezaban en silencio, o murmuraban. En voz baja, Lorenz trató de convencerlo de que se guardara esas monedas, que había necesidades más urgentes, pero el padre Martin insistió:

—Para hacerlas, además del tiempo que le has dedicado, has tenido que gastar dinero en materiales. Lorenz, no voy a aceptar una negativa por tu parte: lo que es justo, es justo. Y tú debes cobrar no ya como recompensa por tu trabajo, sino para que puedas seguir haciéndolas. Naturalmente, no está todo, pero no creo que tarde mucho en reunirlo. Había necesidad en la parroquia de esas indulgencias, ya lo ves.

Lorenz asintió y acabó tomando las monedas que el cura le obligó a aceptar. Las sostuvo en la mano como si fueran algo manchado o frágil y después las guardó.

—No te apures, Lorenz, gracias a ellas hemos comprado más comida. Esta semana podremos ofrecer alimento caliente a todos los que se acerquen. Ha sido una bendición del Señor, puesto que estábamos casi sin reservas. Y si este perdón sigue teniendo demanda, no te extrañe que haya de pedirte más.

—Será un placer, padre. Y esta vez procuraré hacerlas más rápido aún.

—Perfecto, perfecto… —El padre Martin se quedó pensativo unos instantes—. Lorenz, antes de nada, además de repetir mi agradecimiento, quisiera también aclarar que, si en cualquier momento quieres dejar de hacerlas, no dudes en decírmelo.

Lorenz se mostró perplejo.

—¿Dejar de hacer las indulgencias? ¿Por qué decís eso, padre?

—No quisiera esconderte que no gozo de muchas simpatías entre la jerarquía eclesiástica. Hay más de un sacerdote en esta ciudad, incluido nuestro arzobispo, a quienes no les gustan ni mis sermones ni mis métodos. Por supuesto, contarás siempre con mi discreción. Soy el responsable de esta parroquia y, por lo tanto, asumo todo lo que se hace aquí. Aun así, Lorenz, si te sientes incómodo, tan solo tienes que decirlo. Yo lo entenderé y te seguiré estando agradecido por lo que has hecho.

—¿De verdad creéis que pueda haber peligro en conseguir el perdón de los pecados de los parroquianos y en calmar el hambre a los necesitados? —replicó Lorenz y añadió un gesto tratando de quitar importancia a posibles amenazas.

—Lo cierto es que somos una parroquia un tanto olvidada, ya lo has visto. Por esa misma razón me atreví con nuestro propósito: Dios es amor y no hay mayor acto de amor que compadecerse de aquellos que sufren, de aquellos que nada tienen. Recuerda lo que dijo Jesús: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos». ¡Y en nuestra parroquia hay tan pocos ricos que casi tenemos una porción de cielo asegurada! —dijo, riendo para sí.

Lorenz sonrió ante la forma optimista del cura de enfrentarse a una realidad cotidiana dura y áspera. La serenidad con la que hablaba y el convencimiento sincero que transmitía hacían que el orfebre se sintiera seguro. Ni por asomo se había planteado dejar de hacer las indulgencias, pero ahora menos que nunca. En esos instantes entró un hombre al que le faltaba un pie, sosteniéndose con una tosca muleta. Se acercó al altar mayor, se puso de rodillas y, con la cabeza gacha, se concentró en su rezo. Lorenz lo miró un tanto impresionado. El cura observaba de reojo las reacciones del orfebre, aunque simulaba no darse cuenta.

—No os preocupéis por mí, padre —dijo Lorenz—. Me siento a gusto haciendo lo que hago.

—Es un placer oírte decir eso. ¿Sabes? Estaría encantado de que considerases nuestra parroquia como una segunda casa. Puedes visitarnos cuando quieras, sin más excusa que el placer de regalarnos tu presencia. Es algo que hace a menudo Johann.

—Gracias, padre, lo tendré en cuenta. Un gran hombre, ¿verdad? Un hombre sabio.

—Sí —asintió el cura—, pero ante todo buena persona.

—¿No son todos los sabios buenas personas? —preguntó Lorenz.

—No todos. De nada sirve la sabiduría si no anida en un corazón noble. El saber nos otorga conocimiento y, por lo tanto, capacidad de decidir. Pero… ¿de qué sirve esa capacidad si no se hace desde el amor? La bondad necesita de la pureza de los sentimientos para aflorar.

De repente, al removerse en su asiento, la cicatriz en la espalda de Lorenz se hizo notar: sintió una punzada que le llevó a estremecerse. Guardó un momento de silencio y, con los ojos húmedos, acertó a preguntar como si estuviera hablando para sí:

—Pero a veces la vida es tan cruel… Duele tanto ver cómo personas buenas son castigadas mientras hay malvados que triunfan…

El padre Martin asintió comprensivo.

—¿Recuerdas a Adán y Eva? Vivían en el Paraíso, y fueron expulsados cuando comieron del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Yo creo que lo que quiso Dios en realidad fue explicarnos que el pecado nació cuando el hombre adquirió la conciencia de sí mismo, es decir, la inteligencia, el discernimiento. Es lo que explicaba antes: cuanto más sabemos, más posibilidades tenemos de elegir. Pero si el saber no se acompaña de amor, no es provechoso y nos conduce al pecado; nos aleja de Dios porque nos aleja de nosotros mismos. Nuestro Señor nos hizo a su imagen y semejanza, por lo que todos somos Amor. Pero de la misma manera que la inteligencia sirve de poco sin el corazón, tampoco es útil ser bueno si no brota de la libertad. La razón —dijo señalándose la sien— y el corazón —apuntó esta vez al pecho— deben caminar siempre unidos. La vida puede ser injusta, pero en las injusticias se fortalece la fe. Nada escapa al juicio del Señor.

Lorenz asintió algo confuso. Sin embargo, había algo en las palabras del cura que le hacía sentirse aliviado. Añadió:

—A veces ese dolor es tan grande… —calló para tragar saliva.

El padre Martin intuyó que el orfebre estaba reviviendo algún momento atormentado de su vida. De pronto recordó que Lorenz era viudo. Ató cabos y se mostró condescendiente. Meditó unos instantes sus palabras, deseando hallar las que pudieran ofrecerle consuelo:

—Te entiendo. ¿Sabes por qué existe ese dolor?

Lorenz negó con la cabeza.

—Porque hay amor —continuó el padre Wahrheit—. Sin amor, no sentiríamos nada, todo nos sería indiferente. Cada vez que sientas una punzada en tu corazón, recuérdalo: es como una moneda; en el reverso del dolor siempre, siempre está el amor.

El padre Martin calló y se mostró respetuoso con el momento de aflicción.

Lorenz se mantuvo en silencio, con los ojos cerrados. Estaba abrumado por esos sentimientos que le brotaban sin control, pero por otro lado tenía la necesidad de dejarlos salir. Solo fueron unos instantes, suficientes, eso sí, para notar alivio. Se despidieron con una simple mirada. Lorenz se levantó e hizo una genuflexión en el pasillo central antes de recorrerlo en dirección a la salida. Caminaba pensativo, por lo que no se percató del hombre encapuchado que se levantó de uno de los últimos bancos de la iglesia y comenzó a seguirlo.

Durante el trayecto de vuelta a casa, el encapuchado mantuvo siempre una prudente distancia para evitar que el orfebre se diera cuenta de su presencia. Marchaba de forma felina, sin que sus pasos retumbaran entre las calles vacías y oscuras. Su sigilo se vio interrumpido cuando un gato soltó un bufido y echó a correr ante él. De repente, Lorenz se paró y se volvió sobre sus talones. No pudo ver nada porque, de un salto, el encapuchado se escondió tras la esquina que acababa de doblar. Inmóvil, pensó en qué hacer si Lorenz se atrevía a retroceder para saciar su curiosidad. Finalmente, no lo hizo.

Hacia el lado contrario de la calle un sollozo que había empezado como un murmullo creció y se hizo patente. Cuando dobló la esquina, Lorenz se vio sorprendido por un grupo de vecinos que estaban arremolinados frente a la puerta abierta de una casa. Pensó por un momento desandar lo andado y buscar otro camino, pero ganaba mucho tiempo yendo por allí, así que continuó. En cuanto llegó a la altura del portal, entendió los sollozos y la congregación de gente: alguien había fallecido. Entre los presentes distinguió a un compañero del taller, que se le acercó circunspecto.

—Buenas tardes, Lorenz. ¿Vienes a mostrar tus condolencias a la familia?

—En realidad no sabía nada. Voy camino de casa. ¿Quién ha fallecido?

—El buen y honorable anciano Wernig. Ha sido para muchos de los que nacimos aquí un segundo abuelo. Creen que comió algo en mal estado, castañas quizá, y eso lo ha llevado a la muerte. ¡Suerte tiene Dios de que ahora esté junto a él!

Las sinceras lágrimas de aquel hombre lo conmovieron, realmente estaba apenado. Incómodo por la situación, pero al mismo tiempo agradecido de que un compañero con el que apenas cruzaba palabra durante el trabajo le mostrara un cierto aprecio, Lorenz acertó a poner su mano en el hombro para darle su pésame.

—Cuando hay tanto dolor, es porque hay mucho amor. Y eso es hermoso —le dijo Lorenz.

El otro lo miró durante unos instantes para, acto seguido, esbozar una sonrisa humedecida por las lágrimas.

—Gracias, Lorenz. Recordaré tus palabras.

Se despidieron con un apretón de manos y una bendición apenas murmurada. De fondo se volvía a oír una voz femenina que sollozaba y se mezclaba con un lejano aullido animal.

El encapuchado observó la escena tras un muro semiderruido. Después de unos instantes, vio a Lorenz alejarse. Llegado a un punto, el perseguidor se quedó en mitad de una calle solo. No había nadie delante. Se sintió desorientado pero pronto comprendió: Lorenz había entrado en su casa.

Como una sombra, el encapuchado recorrió la calle asomándose con cautela por los ventanucos que horadaban las modestas casas de aquella zona. Algunas tenían las contraventanas cerradas o no se veía movimiento en ellas; en otras, la luz de las velas y los candiles permitía al curioso otear quién había dentro. Estaba a punto de darse por vencido cuando localizó lo que buscaba. Allí estaba él de espaldas, sentado frente a una pequeña chimenea, atizando pensativo las brasas. Una figura femenina irrumpió en la sala acercándose a la ventana. El encapuchado, de un ágil movimiento, se hizo a un lado y se agachó. Fue tan rápido que la capucha resbaló hacia la espalda y dejó a la vista su pelo rubio y ondulado. Aguantó la respiración mientras la muchacha cerraba las contraventanas.

Alonso respiró aliviado. Se incorporó y se subió la capucha, ocultando su melena. Sus ojos almendrados se entrecerraron de satisfacción. Ya sabía dónde vivía ese hombre. Y, de paso, había encontrado a la joven del mercado. Sonrió levemente mientras desaparecía disolviéndose en la oscuridad de los callejones de Colonia.

Lorenz llegó a casa con la pena de su compañero todavía pegada al cuerpo. Trató de componer un gesto risueño para enseñarle a Erika las monedas que tanto necesitaban. Pero, al entrar, el aspecto de su hija lo alarmó.

—¿Qué… qué ha pasado?

Erika estaba de pie y caminaba por la pequeña sala. El fuego ardía en la chimenea. Sobre él, borboteaban los restos de la comida del mediodía. Su joven rostro mostraba cansancio y estupor. Los ojos miraban hacia ningún sitio.

—Mientras estabas en el trabajo Penrod empeoró. —La voz le salía ligeramente quebrada, como quien habla tras mucho rato callado—. Te he estado esperando a que volvieras del obrador…

Lorenz se ruborizó.

—Fui a la parroquia de San Miguel. Perdona. No pensaba tardar tanto. —No dejaba de mirar a su hija; buscaba sin éxito que sus ojos coincidieran con los suyos.

—Penrod ha muerto. —Erika calló unos instantes. Lorenz palideció—. Hace un rato. He estado con ellos, con… —Señaló con el pulgar hacia la casa de los vecinos—. Luego me vine aquí a esperarte. No sabía qué hacer.

Se atusó el pelo nerviosamente. El orfebre avanzó hacia el fuego y se quedó mirándolo en silencio. Cogió el atizador y removió las brasas.

—Deberías ir a verlos… Pobres… Yo te espero aquí. Estoy bien, no te preocupes. Haré algo de cena. Yo no tengo hambre, ¿y tú? —Lorenz negó con la cabeza—. Pero algo has de comer. Bueno, ve, te espero —ordenó Erika a la vez que cerraba las contraventanas.

Con un nudo atenazándole la garganta, Lorenz salió hacia el hogar de los vecinos. No necesitó llamar, la puerta del edificio cedió nada más empujarla. En el pasillo, alguien le señaló que estaban dentro.

Entró en la modesta vivienda. Lo primero que vio fue el cadáver de Penrod sobre un camastro en el centro de la estancia. A un lado Frieda, la esposa, con el rostro descompuesto por el dolor. Junto a ella, de pie y con aspecto febril, Matthias. Una vecina permanecía al lado de ambos. Escuchó la voz de otra mujer, que se hallaba tras una cortina con los dos niños pequeños, que por sus gritos se diría que intuían la tragedia.

En medio de un silencio que solo rompían las voces de los críos, Lorenz se arrodilló junto al camastro. Entrelazando sus manos, rezó. Le invadió una sensación de mareo, como si le faltara el aire, que se alivió ligeramente cuando pronunció «Amén» en voz alta. Fue un suspiro liberador, el eco al desconsuelo de Frieda.

Se puso en pie con lentitud y se volvió hacia la viuda. Ella agradeció las condolencias de Lorenz con labios temblorosos. Tomó su mano entre las suyas. Luego empezó a llorar angustiada, aferrándose con desesperación a él que, confuso, la sostuvo. Tras unos instantes que le parecieron eternos, Frieda se apartó.

El orfebre acarició la espalda de Matthias y añadió alguna frase de consuelo que se le antojó hueca. El chico trataba de mantenerse serio y formal. Se había convertido en el hombre de la casa. Pero sus ojos revelaban el miedo. Estaban ausentes y conmovidos por el suceso espantoso e incomprensible. La boca del chiquillo temblaba ligeramente. Lorenz se agachó y apoyó la rodilla en el suelo.

—Matthias… —dijo con suavidad. Sujetó con calidez los brazos del pequeño; estaban tensos. Continuó—: Matthias, debes descansar.

El niño volvió lentamente su rostro, como si acabara de descubrir su presencia. La madre lo miró con los ojos anegados en lágrimas. Matthias empezó a temblar como si estuviera aterido de frío. De pronto, soltó un grito y se abrazó al cuello de Lorenz. Lloró con amargura mientras el hombre se mordía los labios con fuerza para poder mantener la entereza.

Momentos más tarde, Frieda y Lorenz se asomaron al portal. Allí el orfebre repitió las condolencias a su vecina. Ella, en voz baja, le dijo:

—Gracias, Lorenz… El Señor ha querido llevárselo ahora, para que no siga sufriendo esta vida de miseria. —Con voz entrecortada, continuó—: Son malos tiempos, y Penrod se sacrificó como el que más, apenas comía para que pudiéramos hacerlo los niños y yo… —Frieda ocultó su boca con la mano—. Yo… yo le insistía en que comiese más, algo bueno, pero él siempre elegía las peores tajadas, los peores frutos. —Se le escapó un sollozo—. Hace unos días… empezó a sentirse mal, como Matthias, pero a Penrod se le hinchó el estómago, se le puso duro como una piedra. Hice todo lo que pude, Lorenz, todo, me gasté los pocos dineros que teníamos en mejunjes y ungüentos para nada…

El orfebre asintió musitando palabras que pretendían ser tranquilizadoras.

—Ahora no tengo ni para darle un entierro como se merece.

Lorenz no pudo ocultar su sorpresa. Frieda cabeceó.

—Es una pena, Lorenz. Lo tenemos que enterrar en la fosa común. Sé que hay muchos así, pero no sé, me da una lástima…

Volvió a llevarse la mano al rostro, mientras sus ojos derramaban gruesas lágrimas. Lorenz palpó el saquito con las monedas que le había dado el padre Martin. Sin pensarlo dos veces, tomó la mano de su vecina y se lo entregó.

—Por amor de Dios, Frieda, no te niegues a recibir este dinero. No es mucho, pero te servirá para darle un entierro digno. No lo necesito para vivir. Erika está de acuerdo. Es lo mínimo que podemos hacer.

Henchida de dolor y de agradecimiento, Frieda solo acertó a gemir «gracias» con el dinero apretado entre sus dedos. Lorenz salió de la casa y prometió a su vecina que volvería con Erika al día siguiente. Se despidieron con un torpe abrazo.

Ya en la calle, Lorenz se apoyó sobre la pared y resopló. Le escocían los ojos; la garganta y la cabeza le dolían horriblemente. Se acarició las sienes y entró en su hogar. Allí seguía Erika, con su mirada aturdida, el rostro estupefacto. Se movía por la sala como un gorrión desorientado.

—Ya… la cena. Quedaba potaje del mediodía… ¿Quieres? Yo… no, no creo, no voy a comer, no sé, ¿debería? —farfulló la joven.

Lorenz se acercó y Erika bajó la mirada al suelo. Pasó el brazo por los hombros de su hija y la atrajo a su pecho. Erika quiso decir algo pero era como si tuviera la garganta seca. Se apretó a su padre y lloró en silencio. Lorenz la fue acariciando. Y se quedaron bastante tiempo así. Hacía mucho que no la abrazaba, pensó.