Capítulo 25

El golpe de la puerta al cerrarse produjo un trueno que retumbó en toda la edificación. Aquellos techos altos recibieron el eco y lo esparcieron por los muros de piedra a través del aire, saturado de polvo y telarañas. Se trataba de una gran construcción aparentemente abandonada. Cuadrada y de aspecto decadente, parecía una de esas casas que albergan solo ratas y cuyo destino es el derribo. En los registros municipales no constaba que nadie viviera allí. Sin embargo, no estaba vacía. Ni mucho menos.

Ya dentro, Nikolas se deshizo de la capa y descolgó la primera de las antorchas a lo largo del pasillo. Tras encenderla con yesca y pedernal, comenzó a caminar por el corredor, con paso seguro y sosegado, con la confianza de quien lo ha transitado otras muchas veces. Su atuendo, de ricos colores, ponía en evidencia un contraste radical entre su naturaleza acomodada y ese lugar húmedo, remoto y oscuro, de ventanas tapiadas.

Tras varias habitaciones y pasillos, tomó una abertura a su derecha y bajó las escaleras. Entre aquella amalgama de roca y arena, la llama reveló algunos orificios vacíos, como si alguien hubiera robado su contenido. Junto a ellos, trazos de otra época decoraban las paredes. Eran imágenes de vírgenes y santos custodiando lo que en su día fueran tumbas llenas de cadáveres cristianos. Cuerpos convertidos de nuevo en polvo, la esencia de aquel lugar.

De pronto, una breve ráfaga de aire hizo temblar la llama de la antorcha. Unos pasos más lo condujeron a una gran sala. Allí había varios fardos pegados a las paredes, que dejaban un amplio espacio en medio por donde se veían surcos en el polvo, marcas que parecían recientes, como si alguien los hubiera arrastrado por allí. Eran resmas de papel que se amontonaban protegidas por pieles sin tratar.

Nikolas se encaminó a una zona donde se agolpaban varios de esos bultos apiñados unos sobre otros. Entre ellos, había un hueco. El copista bajó la antorcha hacia el suelo. La llama iluminó unos toscos escalones excavados en la tierra. Comenzó a bajar con cuidado.

La oscuridad terca y obtusa de los pasadizos parecía absorber la luz amarillenta de la antorcha. Más adelante, un rellano estrecho conducía hacia una puerta rudimentaria elaborada a base de trozos de antiguas vigas de madera. Se diría encastrada sobre el muro de piedra.

Nikolas dejó la antorcha en una anilla a un lado de la puerta y empujó con fuerza. Con un sonido sordo y molesto, empezó a moverse. Por la izquierda se colaba una suave claridad. Salió para recoger la antorcha y volvió a entrar. Cerró la puerta ayudándose del hombro y se dirigió hacia la luz. Aspiró hondo: el olor a tinta y a cera derretida le hizo sentirse cómodo.

Se detuvo en el umbral de la estancia. Al fondo se topó con la primera señal de vida desde su llegada. Una cabeza rubia de pelo ondulado permanecía quieta frente a su atril, indiferente a la presencia de Nikolas. Su mano movía elegante una cánula sobre una hoja de papel escrita. Cuando Nikolas lo alcanzó y posó la mano sobre su hombro, no se sobresaltó.

—Alonso, ¿cómo va el libro?

El joven centró sus ojos almendrados en la boca de su interlocutor antes de responder:

—Bien. Casi lo hemos terminado.

El acento del muchacho sonaba extraño, como si a su garganta le resultara difícil producir el sonido que daba lugar a las palabras. La mirada oscura y la piel algo tostada lo diferenciaban de los rasgos del germano tradicional. Las ropas que cubrían su cuerpo eran igual de elegantes que las de Nikolas pero, a diferencia de este, aquel lugar sombrío parecía formar parte de él.

—Déjame ver alguna página —pidió Nikolas con lentitud.

El joven asintió obediente. Nikolas lo siguió hasta su destino: una enorme mesa de madera atestada de pequeñas pilas de hojas. Cada montón consistía en la repetición de una misma página. Alonso cogió con extremo cuidado la primera de cada montículo. Las líneas escritas se combinaban con ilustraciones detalladas, rebosantes de color y trazos diminutos que las convertían en auténticas obras de arte.

Cuando Alonso hubo agrupado una hoja de cada montón hasta conseguir el volumen de un libro, se las entregó a Nikolas, que se limpió las manos en su túnica para recibirlas. Luego se dirigió a la mesa que antes había ocupado Alonso y se sentó posando el futuro libro sobre ella. Alonso permaneció a su lado, esperando a que el maestro hablara. Pero no lo hizo, al menos no todavía. Bajo la luz anaranjada de las velas, Nikolas comenzó a revisar las exquisitas páginas lentamente, pasándolas con atención, cogiendo la ya leída casi sin tocarla y extendiéndola sobre la mesa boca abajo, para no desordenarlas.

Los dedos de Nikolas reseguían en el aire las líneas copiadas mientras en su cabeza tomaba forma el relato. Las miniaturas que decoraban el texto desvelaron enseguida su naturaleza clandestina. Procedentes de Oriente, los juegos de naipes llevaban tan solo un siglo expandiéndose por Europa provenientes de Italia y ya se habían topado con firmes opositores: las disputas que provocaban entre los jugadores habían llevado a muchos gobernantes a prohibirlos. Quien se atrevía a infringir la ley era duramente castigado.

El origen del juego en el continente, considerado un ataque directo a la moral cristiana, había sido todo un misterio. La leyenda adjudicaba al explorador Marco Polo la introducción de la costumbre. Otras explicaciones atribuían su auge a las cruzadas, escenario de intercambio cultural entre Oriente y Occidente.

Nikolas se detuvo en una de las miniaturas en la que aparecía la figura de un rey con una moneda sobre un fondo de oro. A esos dibujos que se alternaban con el texto en los libros se los denominaba iluminaciones. Apartó la mirada de las hojas y le hizo una pregunta a Alonso. Esperó a que este lo mirara:

—¿Quién la ha hecho? —dijo señalando una de aquellas iluminaciones.

—Yo —confesó tímido el muchacho.

—Te ha quedado perfecta —asintió el maestro sin darle demasiada importancia.

—Gracias —respondió serio, disimulando su orgullo—. Las demás también eran difíciles. ¿Resultan adecuadas? —preguntó, señalando en la siguiente página una escena en la que aparecían algunas mujeres con peinados y trajes lujosos, sentadas a una mesa y con naipes en sus manos. Era una escena de juego.

—Sí. Los rostros podrían estar más detallados, apenas se distinguen las narices de las bocas, por no hablar del color de los ojos… Pero será suficiente. Aunque me pese, sus futuros y mediocres propietarios no apreciarán tales cuestiones. —Nikolas hablaba sin apartar la vista de la iluminación a la que se refería. Después volvió a dirigir su rostro hacia Alonso, como si se hubiera olvidado de su presencia—. Deberías pedirles a los demás que se exijan la misma perfección que te exiges tú.

—Así lo haré. Ahora mismo iré a hablar con ellos. Están preparando el papel para el siguiente encargo.

En el fondo oscuro de sus ojos se percibían la honestidad y la admiración. La obediencia que le profesaba Alonso al maestro no era en absoluto fingida, más bien todo lo contrario. Como si agradeciera cada palabra que le dedicara.

—De acuerdo. Y no te acobardes frente a ellos. No es nada malo que tú seas mejor. Deben aceptarlo.

Nikolas volvió a las hojas que le habían llevado a aquel lugar. Fuera, ajenas a ellos, las nubes iban creciendo y amenazaban con cubrir el cielo. Poco a poco, la luz cedía su trono a las sombras. El libro que Nikolas tenía frente a sí relataba algunos de los trucos de cartas llevados a cabo por el mago italiano Paolo Cometti; el texto lo había escrito en secreto el famoso intelectual italiano y crítico de la tradición medieval Lorenzo Valla. Se sospechaba que dicho nombre fuera un pseudónimo, aunque de tanto en tanto aparecía alguien que afirmaba conocerlo personalmente. En el libro, Valla describía paso a paso cómo el mago Cometti conseguía hacer desaparecer sus cartas, o adivinaba la que escogía un individuo seleccionado al azar. Con un lenguaje claro y comprensible, el teórico demostraba que aquello que todos creían magia no eran sino simples trucos de manos que cualquiera era capaz de reproducir. Ese libro, por tanto, era todo un manual para la trampa y el embuste, conceptos muy beneficiosos en las partidas de cartas con apuesta. El libro estaba siendo inevitablemente perseguido por las autoridades.

Pese a que el arzobispo Von Morse había prohibido el juego con apuesta desde hacía algún tiempo en todo el arzobispado de Colonia, eran muchas las reuniones clandestinas que se seguían organizando. No solo por parte del pueblo, sino también por los más poderosos, mucho menos complacientes con las autoridades.

—¿Cuántas copias habéis hecho? —preguntó de repente Nikolas.

—Diez.

—Haced diez más. Está quedando tan bien que seguro surgirán más compradores.

Alonso asintió silencioso.

—Programaré las primeras entregas para dentro de dos días. Faltará encuadernarlas. ¿Has ido ya a recoger las cubiertas?

—Todavía no. —El joven bajó la cabeza.

—Entonces iré yo a por ellas —resolvió seguro el maestro.

Nikolas empezó a imaginar el efecto que ese libro tendría entre sus ambiciosos clientes. Eran muchos los atraídos por la oportunidad de hacer perder no solo el patrimonio sino también la dignidad a la mayoría de sus rivales. Él mismo había tenido el placer de asistir a varias de esas partidas clandestinas. A veces para jugar, pero la mayor parte del tiempo con la pretensión de ampliar su ya de por sí extensa red de contactos.

Recordó concretamente la que había tenido lugar en una de las estancias del castillo del marqués Ferdinand von Ahrend. Mientras se celebraba un banquete, algunos de los hombres más poderosos de Colonia, entre los que se contaba el propio marqués, se apartaron para realizar un juego de altas apuestas. Allí estaba el patrono de una de las flotas de barcos con más rutas dentro de la Hansa; un barón dueño de codiciados terrenos en las inmediaciones de la ciudad; un pañero poseedor del monopolio del sector desde hacía años, y un mercader que proveía de telas al mismísimo emperador. Y Nikolas, el copista.

—Espero que hoy se repartan bien la suerte, caballeros, la última vez se manifestó inseparablemente unida a nuestro querido navegante —advirtió Ahrend antes de dar comienzo al juego. Señaló al referido patrono, un hombre de pocas dimensiones.

—Hoy tendrá que pelear por ella. Siento que la fortuna está de mi parte —anunció el mercader, haciendo temblar su papada.

—Deberéis demostrarlo entonces, pues el día ha resultado ser especialmente grato conmigo también —respondió el pañero, que vestía con ostentación. Se quitó el tocado rojo en forma de turbante—. Tened en cuenta que los paños son sobremanera necesarios en esta época del año.

—Quizá todos gocemos de suerte en este día y no nos quede más remedio que luchar sin cuartel por ella —resolvió Nikolas, participando de aquella aparentemente amistosa conversación. En realidad, le era indiferente que ganara uno u otro, todos aquellos hombres eran compradores potenciales por igual.

El silencio se hizo profundo e incuestionable cuando Von Ahrend repartió las tres cartas que le correspondían a cada uno. La baraja constaba de cincuenta y dos naipes y era una obra de arte realizada en Stuttgart en 1430. Con una clara referencia a la caza, en las cartas aparecían los personajes de la corte junto a perros, ciervos o patos en una armoniosa relación con la figura humana. Nikolas paladeaba en su recuerdo aquellos dibujos. Siguió recordando la partida.

Ya con los naipes en sus manos, las sombras reflejadas en la pared se retorcían torturadas a la luz de los candiles. Los ojos se vaciaron de sentimientos y solo las monedas conseguían hallar su imagen en ellos; las bocas, estáticas y apretadas, se convirtieron en muecas que escondían el deseo de ganar siempre más. Nikolas conocía la mezquindad de todos ellos y sabía que eso en toda hora jugaba a su favor.

Se descubrieron cuatro cartas en el centro de la mesa redonda. Al comienzo las apuestas eran cautas: quedaba mucha noche y nadie quería ser el primero en retirarse por haber agotado su oro. Pero poco a poco fueron subiendo, cada vez más. El patrono parecía dispuesto a repetir la suerte de la anterior velada. No podía ocultar su satisfacción, que se alimentaba también del enfado de los otros jugadores.

—Cuesta creer que la fortuna os tenga tanto cariño —soltó el marqués con pretendido tono irónico.

—Hombre, algo de habilidad también se ha de tener. —El patrono se encogió de hombros y añadió—: No todo puede confiarse al azar.

—¿Algo de habilidad? ¿Eso es modestia o acaso los demás somos torpes hasta lo indecible? —La papada del mercader volvió a temblar. Su voz se tornaba aviesa, alejada de cualquier atisbo de buen humor.

Nikolas tosió levemente. El resto cruzó miradas preocupadas. El mercader era conocido por su carácter colérico y su mal perder.

—Modestia, por supuesto. ¿Cómo voy a opinar yo mal de quienes me acompañan en la partida? —contestó el patrono con voz almibarada. Guardó silencio un instante para añadir en voz baja, como si estuviera hablando para sí—: Sobre todo cuando son tan generosos en sus apuestas…

El mercader apretó los dientes y le clavó los ojos enrojecidos, pero no dijo nada. Durante la siguiente mano fue cubriendo la apuesta. Gruñía palabras inconexas y su rostro se iba tornando de un rojo violento. El resto trataba de mantener la calma. El aire dentro de aquella sala se iba enrareciendo, espesando. Nadie osó mirar al mercader a los ojos, aunque procuraban no perderle de vista, sobre todo a su espada, que descansaba colgada en el respaldo de la silla. Parecía que en cualquier instante iba a perder los nervios.

Las apuestas llegaron a ser tan altas que al final solo quedaron los dos enfrentados. El patrono subió una vez más: su aspecto relajado delataba que tenía una buena mano. El mercader, con una mueca de cólera contenida, cubrió y cerró la apuesta. Era el momento de enseñar las cartas. El patrono, con cierta parsimonia, enseñó las suyas: tuvo que frenarse para no abalanzarse a por las monedas, tan seguro estaba de su triunfo. El mercader dio un sonoro puñetazo sobre la mesa y la hizo temblar. De sus labios parecía salir espuma. Sostuvo sus cartas con el pulso tembloroso y las colocó de un golpe sobre el tablero. A continuación, soltó una sonora carcajada.

—¡Os he engañado a todos! Creíais de verdad que estaba enfadado, ¿eh?

Palmeó antes de recoger las monedas. Había ganado la mano. El patrono palideció levemente y esbozó una sonrisa timorata. La papada del mercader se movía como las crines de un caballo. Tosió y siguió riendo.

—No olvidéis que soy un hábil comerciante, amigo mío —le dijo, guiñando un ojo al pañero. Aliviados, rieron todos con él.

La partida continuó durante largo rato. El ganador final fue el mercader, aunque su ganancia fue poca. Nikolas se percató de la mirada poco amistosa que los perdedores le dedicaban: tocaba, pues, ser cauto en su próximo encuentro. Así funcionaban aquellas partidas. Como en una especie de pacto tácito, todos tenían más o menos aceptado que el ganador no podía ser siempre el mismo. Aquella partida se jugaba cada día y los contrincantes tenían las cartas marcadas. Nikolas huía de la victoria con más ahínco que de las grandes pérdidas.

Alonso lo despertó de sus cavilaciones. Nikolas se hallaba tan sumido en sus recuerdos que había olvidado su presencia y casi hasta el lugar en el que se encontraba. A pesar de que no acudía allí a diario, conseguía sentirse en aquel edificio incluso más cómodo que en su otro obrador, aquel en el que se copiaban documentos oficiales e inofensivos. En aquella construcción vedada a los ojos de los demás, el silencio era algo más que una norma. Allí, Alonso y otros como él copiaban ejemplares de libros peligrosos. Su difusión era cuestionable desde el punto de vista de la moral imperante, pero los mismos que imponían esa moral eran los mayores clientes. No había otra opción que la clandestinidad para este, su otro obrador. Aunque, paradójicamente, era el que mayores beneficios conseguía reportarle. Y del que nadie, absolutamente nadie, debía saber nada.

El maestro anunció:

—Tengo otro nuevo encargo para ti.

Alonso se mantuvo expectante.

—Tienes que averiguar algo. Todavía no sé si es importante o no, pero puede serlo.

Nikolas sacó un papel de entre sus ropas.

—Debes investigar quién ha hecho esto.

Alonso tomó la indulgencia entre sus manos. Hizo un gesto con los hombros como preguntándole por qué. Nikolas se limitó a señalarle las líneas de referencia que tan concienzudamente había trazado sobre las letras. El joven acercó el papel a una vela y lo miró con detenimiento. Al poco apartó sus ojos de la hoja y los detuvo en el maestro. Asintió con la cabeza, serio. Nikolas sonrió al joven, sabía que había entendido el motivo y la importancia del encargo. Estaba muy orgulloso porque se había mostrado siempre fiel servidor de todos sus cometidos. Tanto, que a veces incluso se olvidaba de que toda la impasibilidad y el silencio que rodeaban a Alonso no se debían más que al hecho de que, en realidad, era sordo.