Capítulo 24

En Colonia, como en cualquier otra ciudad de la época, los mesones, fondas y posadas eran lugar de encuentro de diferentes tipos de ciudadanos, aunque algunos ni merecían ese nombre. Ambiente con predominio masculino, el ruido y el griterío se hacían allí ensordecedores. El Buen Yantar era uno de los más oscuros, recónditos y de fama, cuando menos, dudosa. Estaba situado en el límite del barrio de los alfareros, al sur de la ciudad, cerca de la Augustinerplatz, una plaza oscura y apagada. En sus inmediaciones se intuía el bullicio exagerado del interior. La cerveza, el vino y otros alcoholes de más graduación corrían de mano en mano y alentaban la algarabía con sus efluvios insanos.

Las únicas mujeres que allí se congregaban iban buscando negocios deshonestos y no entraban si no era para ofrecer sus servicios. Salpicadas entre los grupos, su presencia era casi obsesiva. Llevaban las cabezas descubiertas y miraban altaneras o serviles, sumisas o desafiantes, dependiendo del destinatario. La mayoría tenían marcadas en sus ojeras y en su faz el rastro de la vida sufrida, de los abortos, de las ilusiones perdidas, de los amigos frustrados y las venganzas padecidas. Sus caras eran el testimonio vivo de un tiempo cruel.

Entre ellas, destacaba una sobre las demás. Se veía más joven de lo habitual, más alegre. Todavía conservaba algo de lozanía, y la pérdida de su inocencia parecía reciente. Tenía las mejillas encarnadas como después de un día de siega en pleno calor estival y llevaba el pelo rubio recogido a ambos lados de la cabeza. La blusa, que otrora fue blanca, se abría en el escote mostrando los grandes pechos, sujetos por los tirantes del vestido oscuro, que llegaba hasta por debajo de la rodilla.

Normalmente las prostitutas se comportaban con descaro. Sabían en todo momento a quién sacarle dinero, evitaban a aquel que no podría pagar sus servicios y detectaban al inexperto al que vaciar a gusto su bolsa. Esa joven, en cambio, se movía aún con torpeza. Se ensimismaba en conversaciones con individuos que a todas luces no podrían proporcionarle beneficio, pero a quienes por educación o por inexperiencia seguía escuchando. Había llegado a El Buen Yantar tras la huida de su aldea engañada por un galán que le prometió un futuro mejor a cambio de su virginidad. Tachada como ligera de cascos antes de poder serlo, Hermine, que así se llamaba la joven, descubrió con amarga rapidez que solo sus encantos físicos podrían proporcionarle el sustento que su ingenuidad le había negado.

Helmuth Gebel ya la había observado moverse despreocupada y risueña por entre las mesas, con naturalidad no sabía si estudiada o espontánea. Él pertenecía al grupo de artesanos que buscaban el anonimato en el local y trataban de mantener su honra fuera del alcance de sus vicios. Pero, poco a poco, había ido multiplicando la frecuencia de sus visitas. Últimamente le estaba dejando de importar la fama de su honra y daba rienda suelta a sus vicios y sus pasiones con la persistencia obstinada de la marea. Ya no se conformaba con los cuidados que Viveka seguía proporcionándole a pesar de los años pasados. Se había convertido en un cliente conocido entre los mejores de la insigne parroquia que allí se congregaba. Y su fama no se limitaba a que fuera buen pagador. Su comportamiento a veces airado y despectivo se iba agriando con el correr del tiempo.

—Ponme otra jarra de cerveza, Ludwig.

El mesonero le sirvió solícito y le tendió la mano abierta encima de la barra.

—¿No te fías de mí?

—No me fiaría de mi padre, si lo hubiese conocido —respondió Ludwig.

—¡Ja, ja, ja! El bueno de Ludwig… —Y dejó caer el pesado brazo sobre la espalda del mesonero, que se había acercado a Helmuth para hacerse oír.

Ludwig hizo apenas un gesto de fastidio que no disimuló, avezado como estaba en tratar con todo tipo de gente, algunos de peor genio que Helmuth. Cuando recogió la moneda que el capataz de Nikolas había lanzado sobre el pegajoso mostrador de madera, masculló algo que se absorbió en el ambiente, engullido por todos los sonidos del mundo que se iban decantando en la noche:

—Maldito cara de caballo.

Ajeno al comentario, Helmuth dio un largo trago a la bebida y sus ojos, ya enrojecidos por el alcohol, se encontraron con los de Hermine. De otro trago, acabó la jarra y la lanzó contra el interior del mostrador. Ludwig se volvió con el estrépito y le dirigió una mirada de odio. Las gotas de sudor que bañaban su cara ancha y curtida siguieron resbalando.

—Ven conmigo, guapa —dijo Helmuth—. Te voy a enseñar lo que es un hombre de verdad.

—¿Tú crees? Si me diesen un florín por cada vez que he oído lo mismo…

Helmuth entonces cogió de la mano a Hermine y la arrastró fuera de la posada. Ella se dejó llevar, resignada. Justo enfrente había una sólida edificación de piedra, desgastada ya por el agua de los años. El zaguán era como cualquier otro de aquella misma calle, y cuando Helmuth empujó la hoja de madera, cedió con un quejido lastimero. Dentro, la luz de una vela iluminaba a un individuo cubierto con una capucha, sentado frente a una minúscula mesa. Sin mediar palabra, Helmuth le lanzó unas monedas y siguió arrastrando a la joven por el vestíbulo. Subieron unas escaleras cochambrosas y se encaminaron a una habitación que tenía la puerta abierta. En su interior, la atmósfera era más asfixiante todavía. El olor a semen rancio y a grasa de cerdo se mezclaba con el de sudor y humedad. En mitad de la estancia, un jergón de lana tirado en el suelo, arrimado a la pared macilenta.

—¿Cuál es tu historia, mujer? —susurró Helmuth en un tono apagado, mate.

—En la ciudad no somos nadie. Somos hijos de la noche y nuestra cara es un rostro sin rasgos. ¿Qué te importa mi historia? —dijo la muchacha.

Helmuth se acercó y propinó una sonora bofetada a la muchacha, que se quedó sorprendida y con la cara vuelta. Una lágrima empezó a resbalar por su mejilla enrojecida. Comprendió que aquel no era un cliente como los demás. Lo que le pagase se lo habría ganado.

—Me llamo Hermine. Soy de Wiesbaden. La menor de ocho hermanas de una familia sin dinero. Harta de pasar hambre y de que me llamasen puta, me vine a Colonia. Y resulta que es lo que he acabado siendo.

—¿Y te gusta? ¿Crees que sabes complacer a un hombre?

—De momento no me va mal —contestó, encogiendo los hombros, sorbiendo las lágrimas y tratando de componer una sonrisa.

Helmuth se bajó los calzones y mostró un miembro fláccido y débil, rodeado de canas ensortijadas. Se empezó a tocar.

—Ven aquí.

Hermine se acercó sin saber muy bien qué hacer. Tenía miedo de dar un nuevo paso en falso. Se agachó y acarició el pene con sutileza. Como vio que no pasaba nada, se lo metió en la boca y siguió acariciando el glande con la lengua. Helmuth agarró el pelo de la muchacha con violencia para verle la cara. Entre las lágrimas que brotaban de los ojos de Hermine, pudo distinguir una mueca de asco. Entonces la apartó de sí tirando de su cabellera. Alzó una mano y la descargó con violencia, con el puño cerrado, en el rostro de Hermine. La joven cayó de espaldas y se arrastró hacia atrás. De su labio manaba un fino hilo de sangre. Helmuth notó cómo su entrepierna comenzaba a despertarse.

Se lanzó sobre ella y la llevó del pelo hacia el jergón. Ella se aferraba al brazo de su agresor para evitar el dolor en la raíz del cabello. Allí la soltó, pero solo el cuerpo entró en el jergón. Al caer, la cara de Hermine chocó con violencia contra el áspero suelo de madera. La misma mejilla que había recibido el bofetón sufrió el nuevo impacto, que añadió al rastro carmesí uno violáceo, que se volvía negro por momentos. Hermine intentó darse la vuelta para levantarse y huir, pero Helmuth no se lo permitió. Le arrancó las faldas y tiró de sus caderas apretándola contra él. Se agachó y le lanzó el aliento pestilente a la cara, por entre el pelo. Cuando halló la oreja cerró el bocado y la hizo gritar. Entonces estiró con fuerza la blusa blanca hasta desgarrarla. Los botones rebotaron contra el suelo, sueltos. Ahora Helmuth ya sí estaba preparado. Penetró a Hermine con furia, rabioso. Cada arremetida provocaba en la joven un gemido de dolor. Al cuarto, sus brazos cedieron y volvió el rostro a un lado para ahogar sus sollozos en el sucio y pulgoso jergón.

Cuando acabó, Helmuth se subió los calzones. Se miró los bajos de su camisa y vio que había sangre. Se metió la mano por el cuello y sacó la bolsa de cuero que llevaba colgada. De entre todas las monedas, extrajo un florín y lo lanzó al aire.

—Para que te compres algo bonito —masculló.

Siguió la trayectoria de la moneda y, justo al lado de donde cayó, había una hoja de papel doblada por la mitad que llamó su atención. La desplegó y vio que se trataba de una bula de indulgencia.

—Veo que eres una mujer piadosa. ¿No sabes, alma cándida, que esto no te conduce al cielo? Ya tienes nuevos pecados que añadir a los anteriores. Y el de hoy ha sido mortal, eso seguro. —La risotada de Helmuth atronó los límites de la estancia y resonó en la cabeza de Hermine como un eco doloroso, punzante.

Cuando el copista acabó de leer se fijó en un detalle que le llamó la atención. Pese al estilo típico de las bulas —Helmuth también era un devoto creyente y, merced a sus prácticas nocturnas, se había visto obligado a hacerse con más de una—, había algo que no acababa de entender. Estaba familiarizado con los diferentes tipos de papel y en sus años de experiencia había adquirido la capacidad de distinguir la fabricación por el simple grosor de la hoja. Aquel no lo había tenido nunca en las manos. Finalmente se dio cuenta al mirar al tenue contraluz del candil: no había rastro de ninguna marca de agua.

La volvió a doblar y la guardó en su faltriquera. Seguro que Nikolas estaría encantado de verla. De un modo u otro se lo agradecería.

Ilse se despertó al romper el día. Una de las mujeres se había asomado a la habitación y le había hecho señas para que saliera de la estancia. Miró a Nikolas, que yacía dormido profundamente. Al otro lado estaba Ava, también con los ojos cerrados. Se levantó del lecho, se cubrió con un camisón y salió de la alcoba con cara de sueño y enfado.

—¿Qué quieres? ¿Para qué me despiertas?

—Disculpa, Ilse, pero Herr Gebel reclama la presencia de Nikolas en el obrador para algo que requiere cierta urgencia —contestó.

—El señor está dormido, ¿no le has dicho eso?

—Sí, pero el mensajero insistió en que era urgente… Perdona mi atrevimiento.

—Está bien, está bien. Ahora vete, ya me encargo yo.

Volvió a entrar en el dormitorio. La luz anaranjada del alba iluminaba tibiamente la estancia. Ava había colocado su brazo sobre el pecho de Nikolas. Ilse lo apartó con delicadeza. Acercó su rostro al del maestro copista y fue dándole besos hasta llegar a la oreja. Allí, entre susurros, empezó a despertarlo.

—¿Qué… qué sucede…? —balbució.

—Helmuth ha mandado llamarte para que vayas al obrador —murmuró Ilse—. Por lo visto es algo urgente.

Se llevó la mano a la coronilla y la fue bajando hasta taparse los ojos.

—¿Urgente? ¿Qué demonios puede ser urgente en un obrador de copistas? —refunfuñó con voz grave y pastosa—. Como sea cualquier tontería, sabrá lo que es verme enfadado.

Helmuth estaba sentado en su mesa medio dormido. Sentía en su cabeza unos martillazos rítmicos y el aliento agrio. Apenas había dormido nada, pero lo compensaba pensando en que su jefe agradecería la noticia. Siempre que había alguna novedad, Helmuth esperaba su llegada para comentársela. Pero ese día había hecho una excepción. Tenía sobre la mesa la indulgencia que le había encontrado a la prostituta. Cuando vio a su jefe atravesar la entrada, sonrió.

Nikolas echó un vistazo al obrador. Todos los copistas estaban concentrados en sus tareas. Clavó la mirada en Helmuth, que borró su sonrisa.

—¿Qué era eso tan urgente? —masculló Nikolas.

Se había imaginado a sí mismo mostrándole la indulgencia con tono triunfador, convencido de que el maestro agradecería el descubrimiento. Ahora dudaba.

—Anoche me encontré esto… Es una indulgencia, pero por más que busqué no hay marca de agua ni señal alguna del copista que la hizo. Pensé que… bueno, que querríais saberlo.

Nikolas le arrebató el papel de un manotazo.

—¿Y por esta menudencia mandas buscarme tan temprano a mi casa?

—Eeh… Cre-creí que… Herr Fischer, es quizá señal de un competidor nuevo y yo…

—¿Crees que deberíamos preocuparnos por una miserable indulgencia? —Nikolas elevó el tono de voz.

Alguno de los copistas miró fugazmente. Helmuth comenzó a sudar.

—Disculpad, señor, quizá debería haber esperado, pero me dejé llevar…

A medida que hablaba, el capataz parecía empequeñecer por segundos. Se quedó sin argumentos.

—Disculpadme, os lo ruego. No volverá a suceder —dijo con un hilo de voz.

Nikolas se dirigió hacia su mesa. Antes de que Helmuth se sentase, le ordenó que fuera a pedir una nueva remesa de papel. El capataz, con una leve inclinación, salió rápidamente del obrador. Nikolas se volvió a los copistas. Todos ellos se tensaron aún más en sus asientos. Solo se oía el rasgueo de las cánulas sobre el papel y el suave crepitar de las velas que aumentaban la luz en esa hora tan temprana.

Ya más tranquilo, extendió la indulgencia sobre su mesa y la observó detenidamente.

La primera conclusión era obvia y a ella ya había llegado Helmuth: la ausencia de marca de agua dificultaba hallar el origen del papel y, con él, al autor del texto. Pero aquella bula encerraba más misterios. Había algo más; algo que se le escapaba, no sabía muy bien qué.

Nikolas echó mano de una lente de aumento para fijarse en los detalles del escrito. Estuvo unos minutos observando minuciosamente cada palabra, cada letra. Se incorporó sobre su asiento y se frotó el puente de la nariz al tiempo que cerraba los ojos para humedecerlos. Encendió algunas velas más y las dispuso en semicírculo sobre la mesa.

Seguía habiendo algo que no identificaba con claridad, como cuando se sabe una palabra pero se queda atascada en la punta de la lengua. Apoyó sus sienes sobre las manos. Volvió a mirar de soslayo a los copistas: seguían ensimismados en su labor. Bien, no quería ni interrupciones ni que nadie viera qué estaba haciendo. Helmuth aún tardaría un rato en volver.

Entre los enseres que tenía en la mesa había varias escuadras de madera que le servían para marcar pautas sobre el papel. Tomó una de ellas de diminuto tamaño y con la ayuda de un afilado carboncillo encajonó uno de los caracteres. Para hacer las letras, sobre todo las que iniciaban un capítulo o un párrafo, se solían marcar pautas sobre el papel. De esta manera, el copista tenía más fácil su tarea y las letras eran lo más similares posible. En este caso, Nikolas comenzó a realizar el proceso al revés: fue circunscribiendo entre pautas letras iguales a la escogida. Lo hizo de una forma mecánica y, tras marcarlas todas, dejó la regla y apoyó la espalda en la silla, sujetando la indulgencia con ambas manos.

Entonces su ojo experto lo vio.

Por fin sabía qué era eso que estaba buscando, no había sido fácil pero a él no podía escapársele algo así. Ahora lo veía muy claro: la perfección era el defecto de ese texto.

Las letras marcadas eran insólitamente idénticas. El tamaño, su grosor y trazo… Aquellos caracteres eran tan exactos que solo podía significar una cosa.

Dobló la indulgencia y la guardó entre sus ropas. No quería que cayera en manos de nadie, ni tan siquiera de Helmuth, a quien el detalle había pasado desapercibido. Debía encargarse de saber quién había hecho esa copia.

Pero, sobre todo, cómo la había hecho.

Lo que había descubierto podía significar demasiado: ese texto no había sido copiado por mano humana.

Nikolas se alejó del obrador con paso resuelto. La capucha colgaba a su espalda y dejaba ver su cabello rubio y desordenado. Caminaba seguro de sí, con la barbilla alta. Respondía a los saludos de los conocidos con la misma cortesía elegante con la que rechazaba los ofrecimientos de las prostitutas. En cuanto dejó atrás las calles más concurridas, se echó la capa sobre los hombros y se subió la capucha. A partir de ese momento su paso se volvió más cauto. Antes de dejar un callejón, miraba furtivamente a ambos lados. Trataba de evitar el encontronazo con quien pudiera reconocerlo. Caminaba rápido, sin correr. Un hombre embozado corriendo por las calles de Colonia hubiera despertado sospechas.

Le faltaba poco para llegar a su destino y no se había cruzado con nadie en esa parte del trayecto. Tuvo sin embargo un sobresalto que, por un instante, le hizo perder los nervios.

En ese camino prefería los callejones poco transitados, aquellos en los que, de un vistazo, podía advertir si había alguien o no. A punto de salir de uno de ellos, se le cruzó un hombre mayor vestido con harapos y sostenido por un viejo cayado ennegrecido por el uso. Al ver a Nikolas, extendió la mano y pidió una limosna. Lo tenía muy cerca, casi podía tocar el cayado. El hombre destapó su brazo: en él aparecían los nódulos típicos de la lepra.

A pesar de que existían las leproserías o lazaretos donde se encerraba a los enfermos para separarlos del resto de la población, muchos huían o evitaban ser internados. Era extraño porque, aun así, no les dejaban traspasar las murallas de las ciudades. La lepra condenaba al vagabundeo y a la soledad. El hombre acercó su brazo al rostro de Nikolas y le dio a entender que con la limosna que pedía lo dejaría en paz.

Cuando Nikolas quiso dar marcha atrás, su pie resbaló sobre un guijarro y a punto estuvo de ir a parar al suelo. El leproso, con un brillo malicioso en sus ojos, aprovechó el desconcierto de su víctima para acercarse de forma amenazante. De repente, vio cómo Nikolas olfateaba el aire.

—Vamos, señor, solo pido una limosna. Tiene usted aspecto de ser una persona honrada y misericordiosa —insistió impaciente.

Agitó su mano frente al rostro de Nikolas, que, de pronto, la sujetó con fuerza. El hombre se mostró sorprendido. Nadie se atrevía a tocar a un leproso.

—Si fueras honrado, no faltaría de mi bolsa una moneda para ti. Pero, siendo lo que eres, puedes dar gracias a Dios si no te denuncio inmediatamente ante la autoridad.

Y, dicho esto, comenzó a rascar las pústulas del brazo de aquel individuo con fuerza.

—Mal has ido a dar, con tus falsas heridas a base de engrudo, harinas y tintes —dijo Nikolas.

El farsante tragaba saliva nervioso y suplicaba que le soltara. Nikolas dio un fuerte tirón y lo atrajo hacia sí, cerca de su rostro.

—Que no te vuelva a ver dentro de las murallas de Colonia si no quieres acabar colgando del cuello como una vulgar rata. ¿Me has entendido?

El impostor comprendió que quien había lanzado aquella amenaza era capaz de cumplirla. En cuanto pudo, salió corriendo sin el cayado, ya innecesario para su disfraz. Nikolas se sacudió las manos y contempló justo enfrente el último trecho que le faltaba por recorrer.

La calle no era estrecha, pero las casas, altas y viejas, se inclinaban una hacia la otra, desafiantes. Hacia la mitad de la calle había una pequeña puerta, sólida a pesar de su apariencia ajada, maciza y con un gran cerrojo. La puerta que daba al mayor de sus secretos.

La luz se colaba apenas por entre las dos moles de piedra. El cielo quedaba arriba, limitado a un rectángulo luminoso y angosto. Se volvió a subir la capucha, se limpió el polvo de la capa sobre los hombros y, tras una última mirada a un lado y otro de la calle, se agachó y desapareció entre las sombras sin dejar rastro.