Capítulo 22

En cuanto se alejó de la librería, Lorenz pudo comprobar que la ciudad ardía en bullicio y animación. Todos los habitantes pensaban que el paréntesis de bonanza se había roto con las lluvias de la noche, pero, a partir del mediodía, el sol había empezado a brillar con fuerza en el cielo. Continuaba la racha de buen tiempo y los ciudadanos salían a celebrarlo con intensidad. Aún quedaban por delante días de lluvia, días plomizos en los que el astro rey lucharía por deshacerse del lastre ceniciento de las nubes y lo conseguiría apenas para romper la maraña oscura del alba, pero lo peor del invierno ya había pasado. Como cada año, todo el mundo se preparaba para celebrar que la naturaleza había cumplido su ciclo y ellos lo habían superado con éxito. No era fácil. Muchos habían quedado en el camino.

Imbuido de ese ambiente festivo, Lorenz recordó el día anterior: el de su aniversario. Había cumplido treinta y cinco años. Cuando salió de trabajar, una vez satisfecho el tiempo extra exigido por Ernest, ni se acordó. Con la pesadez propia de la larga jornada, Lorenz había regresado a casa arrastrando los pies por los guijarros de las calles ya casi a oscuras. Al llegar, Erika estaba extrañamente contenta. Lo recibió sentada en el escalón de la puerta, el que impedía la entrada de agua en la vivienda durante las lluvias torrenciales. Allí jugaba con Matthias, que escribía el abecedario completo con un palo sobre el suelo de arena, con las últimas luces del crepúsculo.

Al verlo llegar, Matthias lo saludó y se volvió hacia Erika. Tras un gesto de asentimiento de la muchacha, salió corriendo hacia su casa. «Buenas noches, papá», dijo ella. Y precedió a su padre en la entrada al hogar. Ya en la estancia principal, la mesa resplandecía llena de los manjares más deliciosos. «Feliz cumpleaños», dijo, como si lo anterior hubiera sido un preámbulo innecesario. Y Lorenz se quedó perplejo. Las palabras abandonaron su boca y su mente y se reafirmó en lo que había pensado días atrás: tenía un tanto abandonada a su hija. Tan solo vivía pendiente de todo lo malo que parecía suceder: los problemas con su suegro en el trabajo, los compañeros apáticos con él, el precio del cereal, los días sucediéndose monótonos, cada uno igual al anterior… Y, en ese momento, diferentes platos se presentaban ante él. Había pan blanco, cecina de vaca y cangrejos de río. Una olla con un caldo espeso y humeante en el que enseguida flotaron unos garbanzos al removerlo Erika y, al lado de la olla, unas codornices que parecían confitadas. Lorenz no entendía cómo, con las pocas monedas que le confiaba a Erika a la semana, había sido capaz de conseguir todo aquello. «Tengo mis recursos. He estado ahorrando un poco estos últimos meses», respondió su hija con cierto rubor satisfecho cuando fue preguntada.

Y en esa mañana soleada de domingo, Lorenz seguía llevando consigo algo de aquella felicidad que se le había alojado en el cuerpo el día anterior. Una felicidad que se había alimentado aún más con las palabras de ánimo que Johann y Yago le habían dedicado hacía un momento. Paseando por las calles atestadas de gente, se daba cuenta de la suerte que tenía. Siempre que pensaba en sí mismo concluía que la fortuna le había dado la espalda desde el día en que Ebba murió. Pero, pese a todo, tenía una hija preciosa que lo quería, un trabajo estable y una pasión que le llenaba el poco tiempo de descanso con el que contaba y que lo espoleaba para superarse día a día. No les faltaba el pan a diario y eso ya era mucho en los tiempos que corrían.

De la mano de Lorenz pendía el pequeño paquete con las indulgencias. Cuando pasó por el Altmarkt, bullicioso como de costumbre, nuevas circunstancias le llamaron la atención: ese día parecía estar lleno de charlatanes, de vendedores de ungüentos mágicos, de potingues que prometían curar todo tipo de enfermedades. Lorenz apretó el atadijo contra su pecho y aceleró el paso. Más de uno tiró de sus mangas con la firme intención de lograr venderle alguna poción bajo amenaza de graves maldiciones y enfermedades mortales. Al atravesar la plaza con rapidez, alcanzó a ver de reojo a Frieda, la vecina, que compraba un mejunje a una anciana que apenas podía sostenerse sobre su cayado. Frieda no se dio cuenta de su presencia. Su rostro destilaba una preocupación obstinada y gris, como si sobre ella pendiera una amenaza de tormenta.

Lorenz continuó su andadura pensativo, y pronto descubrió una sensación molesta que lo acompañaba. No tardó en identificar a qué se debía. En cierto sentido, estaba haciendo algo que no quería: llevaba mucho tiempo alejado de la Iglesia, de todo lo que representaba Dios y la espiritualidad. Desde la muerte de Ebba pensaba que algo fallaba. El mundo en que vivían le pareció tan injusto que, a veces, se preguntaba si realmente merecía la pena seguir insistiendo. Se distanció de la Iglesia y de Dios, puesto que no habían evitado la tragedia, y no encontraba consuelo en ellos. Y ahora, en sus manos, portaba el fruto de su esfuerzo, que iba a entregar a la institución que tanto lo había defraudado.

Pese a ser natural de Colonia, apenas había pisado esa parte de la ciudad. Estaba un poco apartada del centro y del barrio de los artesanos, por donde solía moverse. En esta zona, los callejones eran todavía más desordenados y apretados, y los aleros de las casas sobresalían más que en la suya. Las construcciones se yuxtaponían en un conglomerado heterogéneo de paredes irregulares y lóbregas, con manchas de humedad por doquier. El espacio se abrió a una plaza diminuta pero necesaria, un respiradero en mitad de tanto rincón, de tantas calles que parecían túneles. Y, en ese espacio sobrecargado y sucio, los habitantes, hasta entonces desperdigados y casi ocultos, se mostraban y se reunían, sin el mercadeo despiadado del Altmarkt, con una naturalidad más rural, de conocimiento mutuo y seguridad solidaria. Incluso la iglesia se erguía ante él austera y sobria, sin tanta ornamentación gratuita como en otras. Para Lorenz la pompa y la suntuosidad que algunos daban a la casa del Señor implicaba que algo escondían. Una iglesia no dejaba de ser, pensaba él, la morada de un carpintero, y un carpintero en Colonia dispondría de una casa prácticamente igual a la de sus vecinos.

Al entrar en la nave principal, se encontró con que la piedra desnuda seguía presente en el interior. Al fondo, una simple cruz, sin ninguna figura colgada, y bajo ella el altar, un sencillo bloque de piedra libre de paños finos o de adornos de orfebrería como los que él fabricaba. La Iglesia católica era uno de los mejores clientes del taller, pero, visto lo visto, sus obras no iban a parar a esa parroquia.

Dispersos por los bancos de madera, se hallaban distintos fieles con sus túnicas sucias de paño crudo, las piernas desnudas debajo de ellas y los pies cubiertos con sandalias forradas de lana o de piel gastada, cuando no únicamente por el polvo y la mugre. En sus ojos, el fervor de quien confía en que sus plegarias serán atendidas; y en sus manos, las venas y los tendones marcando el surco del esfuerzo de los dedos entrelazados. De manera espontánea, Lorenz mojó el índice y el corazón en el agua de la pila bautismal y dibujó la señal de la cruz en su cuerpo. Pese a lo que pensaba, seguía llevando muy adentro una fe modelada desde pequeño a fuerza de seminario, de repeticiones y de algún que otro castigo. No podía desasirse completamente de ella, por mucho que lo quisiera.

Avanzó por el lateral hasta una pequeña portezuela de madera y llamó a ella con prevención y respeto. Al oír su nombre y la referencia a Johann Buchmann, el padre Martin Wahrheit lo recibió cortés. Le tendió la mano y lo invitó a entrar. La estancia era amplia y despejada. El suelo de grandes piedras estaba más rozado en la zona central y marcaba un camino mil veces pisado. Solo disponía de un par de sillas, un bargueño oscuro apoyado en una pared y un baúl al fondo. Una sobria cruz de madera, un cáliz bruñido de color de plata —Lorenz sospechó que era de alpaca— y un espejo completaban la decoración de la estancia.

—Querido amigo, pasad, por favor —dijo el padre Martin con voz cálida.

—Buenos días, padre.

—Estupendos, hijo mío. Veo que traéis algo para mí.

—Siento la tardanza, pero he necesitado más tiempo del esperado para acabar las indulgencias —se justificó Lorenz.

—No importa. Estos ingresos extraordinarios se los deberemos a vuestro esfuerzo e ingenio, así que no debéis disculparos.

Lorenz deshizo el nudo de la cuerda y apoyó el atadijo sobre el bargueño. Con delicadeza, desplegó la tela verde que cubría las cuartillas impresas. Separó una de ellas y se la ofreció al clérigo. Martin Wahrheit la levantó y la miró a la luz del sol que entraba a través de una pequeña ventana que tenía a la espalda. Estiró los brazos para verla mejor y la dejó sobre el ancho mueble. De reojo vio cómo Lorenz fruncía los labios en un intento de disimular un gesto de disgusto.

—Me parece que no estáis del todo satisfecho con vuestro trabajo, Herr Block.

—No, no. Estoy satisfecho —contestó con una leve sonrisa. Sin embargo, sus ojos evitaron el contacto visual con los del padre.

La mirada de Martin Wahrheit se afiló un ápice más, solo un poco.

—Entonces, ¿quizá sea que no acabáis de estar de acuerdo con la dispensación de las bulas de indulgencia?

Lorenz se sintió un tanto acorralado. No se le daba bien mentir.

—Bueno, yo…

—No seáis tímido. —El tono del padre Wahrheit era tranquilizador y cómplice—. Muchos piensan como vos. Yo mismo creo que deberían estar prohibidas.

Lorenz, espoleado por esta argumentación, soltó por fin su lengua.

—Pues no creáis que no le he dado vueltas. Me parece inadmisible asistir a la venta del perdón como el pienso de los animales; cómo puede ser que la fe dependa del mejor postor, que los ricos tengan más posibilidades de entrar en el cielo…

Dejó la frase sin terminar un tanto arrepentido, con el rubor ascendiéndole por el rostro. El cura no había hecho más que proporcionar un pie de arranque y él se había lanzado de manera temeraria. Desconocía las consecuencias de su imprudencia.

—¿Qué queréis que os diga? Tenéis razón. Las bulas de indulgencia son un insulto a las enseñanzas de Nuestro Señor. No es posible comprar y vender la fe ni, como bien decís, Herr Block, el perdón. Nadie tiene derecho a hacer de nuestro trabajo un mercadeo. Eso, de hecho, se conoce con el nombre de simonía y no puede ser que tal delito se convierta en conducta oficial de la Santa Madre Iglesia.

Lorenz escuchaba al padre Wahrheit con atención. Sus palabras resonaban en su cabeza y parecían el eco de sus propios pensamientos.

—Pero aun admitiendo todo lo anterior, me reconoceréis asimismo la injusticia del mundo en que vivimos, lleno de desigualdades que no responden a ninguna lógica, ni a una relación estricta entre el comportamiento de los hombres y sus rentas o entre su moral y su bolsa. En nuestra parroquia también hay pudientes. No muchos; nuestros fieles suelen ser gente muy humilde, pero alguno se digna visitarnos. Y esos parroquianos, que no son ni mejores ni peores que los otros, pueden comprar estas bulas que con tanto esmero vos habéis tenido la atención de ofrecernos. Y ayudar así, con el dinero recaudado, a los más desafortunados.

—Una especie de reparto justo de beneficios —apostilló Lorenz.

—Ese es mi punto de vista —asintió el padre Martin—. Una pequeña igualación que está en nuestras manos operar. Además, no sé si os habréis fijado pero el edificio necesita alguna reforma. —El cura echó a andar hacia una de las esquinas de la sacristía. Un chorreón de humedad manchaba la pared de piedra. Detrás, una grieta y, a través de ella, desde cierta posición, se distinguía la luminosidad del sol—. Cualquier día tendremos un disgusto. Esta iglesia lleva ya casi tres siglos en pie, pero no creo que haya vivido tiempos peores. En los veinte años que llevo aquí, no hemos podido realizar apenas reparación alguna. Y los inviernos son duros. El hielo se cuela por los rincones y actúa como una cuña. Es demoledor. El año pasado esta fisura no era sino una línea irregular que recorría las juntas de las piedras.

Una ligera corriente de aire movió casi imperceptiblemente su pelo. La pequeña puerta por la que había entrado Lorenz se había abierto. Un joven diácono con un turíbulo aún humeante entró y se acercó al bargueño para rellenarlo con incienso, perfumando la estancia. Articuló una sonrisa a modo de saludo y salió por la pequeña puerta con el mismo aire de discreción con el que había entrado.

—Robert me ayuda con la parroquia. Es hijo de una de las familias del barrio y se preocupa por alargar la sopa para todos. Cree que siempre es posible alimentar al siguiente. Yo estoy con él, pero a veces no hacemos más que repartir agua sucia. Es demasiado joven. No asume que en ocasiones es necesario elegir.

—¿También destinaréis el dinero de las indulgencias al caldo de los pobres?

—Sí, claro, esa es nuestra prioridad. Si sobra, tal vez podamos arreglar estas paredes. Nuestro edificio se sostiene sobre la gente. Si hiciese falta, predicaría a campo abierto.

Lorenz comenzó a sentir una franca simpatía por aquel cura. Se dio cuenta de que necesitaba ese acercamiento a una fe de la que tanto había mamado desde pequeño. Sabía que allí en lo alto, Ebba se alegraba de que así fuera. Un cierto aire de nostalgia y gozo se mezcló en su espíritu. Por primera vez en mucho tiempo, los recuerdos que acudieron a su mente no fueron angustiosos.

—Por cierto —dijo el cura—, desconozco si Johann os lo advirtió, pero de momento, hasta que no vendamos las primeras, no tendremos con qué pagaros.

—Claro, padre. Creo que mi hija y yo podremos esperar.