La noche había sido lluviosa. Por la mañana el sol se desperezó largamente entre las nubes, pero, ya alto, las disipó con su fuerza. Aunque el hielo seguía prendido en las umbrías. Era un sol de aquellos que invitan a mirarlos a través de una ventana, en el interior recogido y amable de un lugar estimado. Era el último domingo de marzo del año 1436.
Yago aspiró con deleite nada más entrar en la librería. Johann se disculpó desde la trastienda y apareció al instante frotándose el puente de la nariz.
—¿Otra vez te has quedado dormido leyendo, viejo amigo? —soltó mientras extendía su mano. Johann correspondió el gesto apretándosela con afecto.
—Debo repasar concienzudamente mis ejemplares para que mis clientes queden siempre satisfechos.
—¿Buscas manchas o páginas rotas?
—Busco separar los libros buenos de los malos —le replicó Johann.
—¡Ah! ¿Solo vendes los excelentes?
Johann enarcó las cejas en un gesto divertido.
—¡No dije yo tal cosa! Tan solo los separo, recuerda.
—¿Acaso hay demanda de libros pésimos? —le preguntó con malicia Yago.
—¡Ni te imaginas! Son, de largo, los más solicitados.
—Desconocía que el padecer tuviera tantos adeptos…
Johann dejó escapar una risa traviesa.
—¿Y te extrañas? Nuestra religión se basa en eso, solo tienes que ver a sus representantes, lo mucho que sufren… —Enarcó las cejas, irónico—. Pero no, no es el sufrimiento el que lleva al lector a ciertos libros, sino acaso el mal consejo o el poco esfuerzo en el buscar. En cualquier caso aquí estoy yo, para orientar a aquel que tenga curiosidad en saber. El mundo del libro es un proceloso mar en el que se puede perder fácilmente el rumbo sin un buen punto de referencia que nos guíe.
—¡Ah, amigo! —Los ojos de Yago se iluminaron—. Ahí tocaste, sin querer, mi tema. ¡Qué no sabré yo de viajes, mi buen Johann! Mira que a mí me conviene llegar bien y volver rápido, puesto que de eso depende mi economía, pero he de admitir que mis mejores travesías fueron aquellas en las que, desviado por un imprevisto, me vi obligado a arribar a un puerto inesperado. Descubrir tierras y gente nueva es un placer y un tesoro al alcance de pocos…
—Claro, pocos son los que pueden viajar —le replicó el librero.
Yago cabeceó negando mientras chasqueaba la lengua.
—No, no; pocos son los que mantienen los ojos abiertos y el corazón expectante porque a cada instante la vida nos puede regalar algo nuevo.
—Carpe diem quam minimum credula postero, que dijo Horacio —citó Johann.
—Aprovecha el día, no confíes en el mañana. Veo que me entiendes.
—Por supuesto, Yago. También yo viajo constantemente, solo que las playas a las que arribo son de papel y tinta.
—Te ahorras las tormentas y los grandes dolores de cabeza que generan.
—No te creas —y volvió a frotarse el puente de la nariz—, ¿no recuerdas lo de los libros malos? ¡No imagino jaqueca más molesta!
Yago rio con ganas mientras palmeaba el hombro del librero. Ambos hombres se volvieron al notar que la puerta de la tienda se abría. En el umbral apareció Lorenz, que trataba de acostumbrar sus ojos al cambio de luz.
—¿Johann? —preguntó dubitativo. Oír la risa de Yago lo había desconcertado un tanto. El librero se acercó a saludarlo.
—Pasa, Lorenz, pasa. ¡Bienvenido!
Yago se volvió al orfebre y sonrió con una leve inclinación a modo de saludo cortés. Mirando al paquete que llevaba bajo el brazo, Johann le preguntó:
—Dime, ¿a qué se debe tu visita? Pero no te quedes ahí, pasa y acompáñanos. Él es un buen amigo, Yago Kaufmann. Has venido justo a tiempo, ya que pensaba invitarlo a un delicioso schnapps que he conseguido hace bien poco.
—Pero hoy es domingo, día del Señor, y… —comenzó a decir Lorenz.
El librero lo tomó por los hombros y lo condujo al interior. Concluyó la frase de Lorenz:
—… y el Señor ordenó que fuera festivo para celebrarlo, así que nada malo hacemos si cumplimos su deseo, ¿no crees?
Yago miraba socarrón a Johann:
—Falta saber si el schnapps de arándanos, que es tu favorito, también lo es del Señor…
El librero se acercó al mueble donde tenía los vasos y la bebida y respondió por encima del hombro:
—Dudo que el Señor, en su profunda sabiduría, nos haya concedido el conocimiento para hacer en balde tan preciado licor, así como el paladar para saborearlo. Infiero, pues, que no hacemos otra cosa que seguir sus designios.
—¡Librero bribón! —exclamó Yago—. Cualquier día de estos te ganarás el infierno. Espera a pronunciar frente al arzobispo una herejía como la que acabas de decir.
Johann tendió los vasos a Lorenz y Yago y no dudó en replicar:
—Ten por seguro que nuestro amadísimo príncipe suscribiría mis palabras, puesto que, por lo que dicen, lo hace constantemente con los hechos. ¡Salud!
Bebieron el vaso de un trago, excepto Lorenz, que necesitó de un par.
—Por cierto, Lorenz —dijo Yago—. He tenido ocasión de ver varios de tus excelentes trabajos en Colonia… y nuestro común amigo Johann asegura que aún superan los méritos de tu intelecto a los de tus manos.
Lorenz se rascó la nuca y sonrió tímido.
—No sé si merezco tan alta estima, Herr Kaufmann.
—Llámame Yago, por favor. Aunque soy un humilde comerciante, espero merecer algún día contarme también entre tus amigos.
De nuevo no supo el orfebre dónde mirar.
—Bien, Lorenz, ¿ese paquete que llevas bajo el brazo tiene algo que ver con tu visita? —intervino el librero.
El orfebre devolvió rápido el vaso y depositó el bulto sobre la mesa.
—Sí, sí, venía a hacer entrega de tu encargo. Está terminado.
Lorenz dudó unos instantes antes de abrirlo. Johann le dio a entender que Yago estaba al corriente de la iniciativa y comprendió la total confianza del librero. Desenvolvió el paquete y mostró su interior, un buen montón de hojas con el mismo texto copiado en cada una de ellas. Tanto Johann como Yago se inclinaron con curiosidad. El librero tomó un par y las comparó.
—Son idénticas… —musitó. Se dirigió a Lorenz sonriente—: Felicidades, Lorenz. Es un trabajo excelente. Estas indulgencias parecen hechas por un experto copista. ¡Y en poco tiempo! Es un primer paso, pero un gran paso.
Lorenz se sonrojó por los halagos. Yago observó callado mientras jugueteaba con su vaso cerca de los labios. Johann le había puesto al corriente de las ambiciones de Lorenz, y ahora que lo tenía delante se sintió ante una persona de sensibilidad superior.
—Yo solo fui un intermediario —continuó Johann, volviendo a cerrar el envoltorio—, pero ahora ¿por qué no las llevas tú mismo al padre Wahrheit? Estoy convencido de que le complacerá conocerte en persona.
El cariño y la admiración que librero y orfebre se profesaban quedaba en evidencia. Pero también quedaba en evidencia que ante ellos se desplegaba un nuevo universo de posibilidades: si se conseguía reproducir los libros más fácilmente, llegarían a todas las casas.
Lorenz rechazó una nueva copa de licor. Tras escuchar las indicaciones del librero sobre el emplazamiento de la parroquia de San Miguel, salió de allí y se despidió con expresión satisfecha. Johann se quedó un momento pensativo y ausente. Yago iba a interrumpirle, pero no fue necesario. El librero enseguida se apresuró a comentar:
—Pobre chico. Se merece una alegría…
Yago lo miró ceñudo.
—¿Por qué esa frase de conmiseración, amigo Johann?
—Tiene algunos problemas.
Y así el librero pasó a explicarle el fracasado interés de juventud del orfebre por ser copista y lo que se llevó consigo aquel incendio de 1430; cómo Lorenz perdió a su esposa y Erika a su madre; cómo Ernest culpó a su yerno y aun este a sí mismo; y cómo, tras años de ver a su amigo convertido en una especie de fantasma, entró de nuevo una tarde en la librería.
—En fin, por lo que a mí respecta, fue una alegría ver a Lorenz por aquí, comprando papel y con renovado interés por las letras. Y más si encima está ideando esa forma de escritura «artificial» o mecánica, no sé bien cómo llamarla. Si logra avanzar en su idea, piensa en lo que eso puede significar para los libros…
Yago meditó unos instantes.
—La posibilidad de hacer copias más rápido y barato que con los copistas —concluyó.
—Exacto. Lo cual facilitaría la divulgación del libro y, por ende…
—… del conocimiento —terminó Yago.
Johann asintió satisfecho.
—Debes continuar cuidando de él —aconsejó Yago—. Tu humanidad hace que seas capaz de encontrar oro en las personas, que veas el brillo de la sensibilidad aunque esté tapado por la mediocridad o, como en este caso, la desgracia. No dejaremos de lado a Lorenz. Cuenta con mi apoyo.
El librero palmeó el hombro del comerciante ligeramente emocionado.
—En este mundo convulso hacen falta personas como tú, Yago, y como Lorenz, gente esforzada y honesta… No como esos malditos especuladores —masculló el librero.
—Sí, me he enterado. Yo, por fortuna, tengo una posición que me asegura alimentos frescos, pero la mayoría de los ciudadanos…
Johann se sulfuró, hasta el punto de sorprender a Yago.
—¡Es que tendrías que ver a familias enteras alimentándose de frutos secos en mal estado! ¡Maldita sea, es de desalmados poner un precio prohibitivo al cereal con tal de quitarse de encima un puñado de castañas podridas! ¿Qué pueden ganar con eso? ¿Otro pellizco de monedas? ¿Y a cambio de qué? ¡A saber cuántos enfermarán!
Yago entendía el enfado del librero y se mantuvo en silencio.
—Y, para variar, los más afectados son siempre los más débiles de entre los débiles, los ancianos y los niños. ¿Y crees que nuestras autoridades hacen algo? ¡No! A buen seguro que sacan tajada de todo esto. Es indignante…
El comerciante aspiró hondo. Le hubiera gustado tranquilizar a Johann, pero no le salían las palabras adecuadas. Sabía cómo funcionaba el mercado, los especuladores sin escrúpulos que jugaban con el hambre de la gente. Era una injusticia que la ruindad de unos pocos perjudicara a tantos. No sabía cómo, pero se repetía que todo eso cambiaría algún día.
—Solo podemos luchar —se le escapó.
Johann, más calmado, miraba a través de la ventana. Asintió:
—Confío en eso, en que podamos hacer algo, aunque solo sea luchar. —Y volviéndose a Yago—: El futuro debería ser un lugar mejor.