Helmuth vivía en una casa de huéspedes. El olor de la cena recién hecha fue lo primero que notó de vuelta del trabajo, por la noche. Viveka, la dueña, cada vez más marchita y desgastada, seguía preparando con entusiasmo el mejor de sus guisos. Era una de las pocas satisfacciones que le quedaban. A la edad de veinticinco años enviudó y se quedó sola con dos hijos, así que tuvo que alquilar habitaciones con el añadido de hacer la comida para no acabar en la calle dedicada a la prostitución. No contaba con el permiso municipal, ni nunca lo tuvo, pero sí tenía por entonces un cuerpo joven de curvas generosas a las que el oficial de la zona se aficionó a cambio de su silencio. De aquel entonces habían pasado ya casi dos décadas y ahora el oficial, ya viejo, se conformaba con alguno de sus guisos y un achuchón muy de vez en cuando.
Un día, llegó Helmuth a su casa. Por entonces era un joven de diecisiete años a quien Nikolas había sacado de un monasterio para que lo ayudara en su nuevo obrador. Las dotes de Helmuth como copista, su carácter disciplinado y obediente, junto con su capacidad de trabajo, lo convencieron. Para Helmuth, un joven inexperto, tener un trabajo con salario fuera de las normas asfixiantes de la congregación fue una promesa de futuro. Con lo que le pagaba Nikolas podía haber alquilado una casa, pero, novicio en el arte de la vida, optó por la vía más fácil. Por casualidad descubrió el hogar de Viveka, que por una cantidad modesta de monedas le proporcionaba un lugar para dormir, comida caliente y cuidado de la ropa. Y algo más.
Hasta su viudedad, Viveka no había conocido varón alguno aparte de su marido. Pronto descubrió que, pese a no ser bonita, sí tenía un cuerpo apreciado por los hombres. No solo el oficial que la utilizaba con chantajes, sino también otros inquilinos. La mayoría estaban de paso y ante la rotundidad del cuerpo de Viveka no dudaban en insinuarse, cuando no propasarse con ella.
Al principio se indignaba con los arrendatarios especialmente insistentes, hasta el punto de propinar algunas bofetadas. Hubo un hombre que se marchó incluso sin pagarle la cuenta y ella, enfurecida, fue a comentárselo al oficial. Este se encogió de hombros. No podía hacer nada, ella estaba al frente de algo ilegal —para dar alojamiento ya estaban los mesones y fondas—, así que, ¿qué podía denunciar? Viveka entendió de golpe que, si quería seguir manteniendo a sus hijos, no podía negarse.
Se vestía cada vez más con sayos o túnicas anchas, tratando de esconder su cuerpo, pero aun así siempre había alguno que la cortejaba. Y ella, resignada, se dedicaba por las noches, tras la cena, a visitar el camastro de aquel cliente que le hubiera pedido compañía. La mayoría solían ser generosos, pero otros no, lo consideraban algo incluido en el precio. Había luchado por no ser una puta y, a la luz de su conciencia, había fracasado. Lloró mucho, y muchas veces, hasta que las lágrimas se acabaron secando de puro agotamiento.
Cuando llegó Helmuth con sus diecisiete años y su bolsa llena de dinero, ya llevaba tiempo sucumbiendo a esas prácticas. El joven la miraba con deseo, pero no se atrevía a insinuarle nada. El trato distante y correcto de Helmuth se convirtió para Viveka en un asidero de educación. De repente, en su vida oscura aparecía una luz: ese joven de rostro adusto, gran nariz, mirada esquiva y toda su juventud en plena flor la trataba a ella, a Viveka, con respeto. Como a una dama. Se sonrojaba cuando ella le dedicaba una sonrisa, por sutil que fuera; se le notaba nervioso en su presencia; jamás le alzaba la voz y le pedía todo con educación. A menudo, de reojo, lo descubría mirándola con ardor. Viveka se sentía a su lado cada vez más como una mujer y no como una vulgar ramera.
Cierta noche, movida por la ternura y el deseo, Viveka visitó la habitación de Helmuth. Sin decir nada, se desnudó, se tumbó a su lado en el camastro y condujo las torpes manos del joven por su cuerpo. Notó cómo gemía solo con tocarlo: eso la hizo sonreír. Por lo general, los otros hombres estaban tan borrachos que se convertía en una agonía el estar con ellos. Abrazó a Helmuth para tranquilizarlo. A base de caricias logró que yaciera con ella. Helmuth le confesó, no sin cierta turbación, que había sido la primera vez. Viveka se encargó de que no fuera la única.
A partir de entonces, establecieron una señal: cuando quisiera estar con ella, él le tocaría la mano disimuladamente durante la cena. Helmuth solicitó muchas veces la compañía de Viveka, que siempre se reservaba el final de la noche para yacer con aquel joven callado y amable. Se compró, haciendo cabriolas con lo que ganaba, un frasco con esencias que usaba para esconder los olores de los otros hombres. No era feliz, pero sus hijos y ese sutil vínculo con Helmuth se convirtieron en lo más parecido a ese sentimiento en mucho tiempo.
Los años transcurrieron y el joven fue haciéndose más hombre. También mejoraba su nivel económico. Viveka temía que cualquier día le anunciara que se iba a casar y que, por lo tanto, iba a dejarla sola. Pero ese momento nunca llegaba. Helmuth seguía allí, pagando puntualmente su cuenta, siempre generoso. Para ella representaba una especie de compromiso silencioso, de pacto no escrito.
De vez en cuando hablaban, o, mejor dicho, Viveka lograba sacar algo de él. Su trabajo en el obrador de copistas se le antojó una amalgama de artista y de cargo importante. Ella no sabía leer ni escribir, pero una vez había visto un libro con unas cubiertas y unos dibujos tan bonitos que la dejaron maravillada. Cada vez que por la mañana Helmuth iba al obrador, pensaba que esas manos que habían recorrido su cuerpo ardiente durante la noche llevarían su esencia a un libro. De la misma manera estaba convencida de que cuando Helmuth la tocaba la impregnaba de las bellas obras en las que trabajaba todos los días.
Con el tiempo, Viveka pudo colocar a su hija como sirvienta y a su niño como aprendiz de un forjador. El dinero dejó de ser una necesidad imperiosa. Una sola vez, con algo más de treinta años, empezó a imaginarse una vida con Helmuth. Era mayor que su inquilino, pero por dentro se aferraba a la idea de realizar su sueño.
Hubo una semana en la que solo lo tuvo a él como inquilino. Una de esas noches pensó que tal vez aquel fuese un buen momento para exponer sus planes. Helmuth llegó exultante de alegría: su jefe, Nikolas Fischer, había decidido subirle el sueldo generosamente. Se sentía pletórico, incluso charlatán. Daba pellizcos y besos a Viveka, que estaba feliz de verlo tan contento. Esa noche fue toda para ellos. Mientras él roncaba agotado y dichoso, Viveka dio por hecho que la vida en común había comenzado.
En cuanto Helmuth se marchó al obrador, Viveka se puso a revisar su ropa. Buscó entre sus antiguas prendas y las remendó lo mejor que pudo. También acudió al mercado a por buenas viandas. Esa noche prepararía una cena digna de Navidad. Limpió a fondo la casa y la engalanó. La idea era tenerlo todo a punto para dejarlo abrumado, celebrar su ascenso y conquistarlo de una vez por todas. Ya nunca más necesitaría admitir inquilinos. Solo ella y Helmuth.
Pero esa noche no apareció. Cuando llegó, de madrugada, estaba completamente borracho. Helmuth no se percató del aspecto aseado de Viveka, ni del olor y la presencia de la comida, ya fría. Ni de cómo había decorado la humilde casa. Pasó de largo, tambaleante como la luz de las velas. Viveka lloró en silencio y trató de pensar que era normal que se emborrachara, que habría salido a celebrarlo con alguien del obrador y, al no estar acostumbrado, no se habría medido. Con los ojos hinchados intentó dormir algo, aunque no lo logró.
No hubo explicaciones ni disculpas por parte de Helmuth. Ni tampoco malas palabras. Jamás se dio cuenta de los desvelos de Viveka y se encogió de hombros cuando ella le explicó que continuaría alquilando los camastros disponibles. Con ese gesto, ella lo entendió a la perfección: para Helmuth era solo la casera. Así había sido y así continuaría para siempre.
Aquella noche de marzo, tantos años después, Viveka ya no tenía nada que celebrar. Cumplía cuarenta y cuatro años, pero no se lo dijo a nadie. Ni siquiera sus hijos se acordaron. Se negaba a celebrar que la firmeza de sus carnes hacía ya tiempo que se había perdido, así como su dentadura; y que sus ojos, antaño grandes, estaban ahora escondidos tras abultadas bolsas. Solo pensaba en ahorrar todo lo posible para poder pasar la vejez solitaria.
Helmuth se había aficionado cada vez más a las tabernas y sus noches juntos se habían ido espaciando. Al contrario de lo que se podría esperar, eso supuso un alivio para ella. Por eso se sorprendió cuando durante la cena aquel día le tocó la mano disimuladamente. Hacía demasiado tiempo que eso no ocurría. Se preguntaba si por casualidad se habría acordado de que era su aniversario, pero la expresión impávida de Helmuth borró cualquier atisbo de duda: simplemente no se había emborrachado. Quizá no le quedaba mucho dinero o le había dado pereza buscar una furcia.
Viveka, en el lecho de Helmuth, deseaba terminar cuanto antes y se concentró en contar las pocas monedas que le faltaban para alcanzar su salvoconducto para una vida solitaria, pero libre.
A la mañana siguiente Helmuth se levantó de mal humor. Había buscado en casa lo que normalmente buscaba fuera y solo había conseguido más angustia y ansiedad. Viveka había estado apática. En cierta manera sentía que el mundo no le agradecía sus esfuerzos; a él, que siempre había sido cumplidor y celoso de su trabajo. Ese día no lograba ordenar sus pensamientos. Tuvo que salir del obrador hacia la taberna más cercana. Seguro que tras beber un par de tragos de aguardiente se sentiría mejor, pensó.
Aprovechando la ausencia, uno de los más jóvenes del obrador, justo recién incorporado, se dirigió a su compañero, veterano copista.
—Disculpad que os pregunte, Cornelius, pero… es que se dicen tantas cosas por ahí sobre nuestro maestro, Herr Fischer… No parece de Colonia, ¿verdad?
Cornelius contestó en voz baja:
—No creas todo lo que dicen por ahí, que hay mucha lengua que se suelta por envidia. Nikolas es el mejor copista del Imperio y es un privilegio trabajar para él.
El joven asintió, pero se le notaba un tanto decepcionado. El compañero, deseando compensarlo, añadió en tono misterioso:
—Claro, que es cierto que no se sabe muy bien cuántos hijos tiene.
El joven abrió los ojos.
—¿Tiene hijos? ¡Vaya, desconocía eso!
El hombre cabeceó con seguridad. El otro copista que estaba sentado justo al lado empezó a prestar atención. No pudo contenerse:
—Claro que debe tenerlos. Son incontables las mujeres con las que se dice que ha estado. ¿A qué si no tanta ausencia del obrador?
—Yo pensaba que era debido a sus obligaciones, a que vende los libros que hacemos… —balbució el joven cada vez más interesado.
Cornelius frunció el ceño.
—¡Por supuesto que por eso también! Pero una cosa no quita la otra. ¿No has visto acaso su porte y su gallardía? ¡Ah, chico! No sabes la de mujeres que se muestran dispuestas con un hombre así, con dinero, bien relacionado… ¡Se lo subastan!
El joven estaba a todas luces impresionado.
—¡Eso me han dicho, que tiene multitud de amantes por toda Renania!
—Bueno, bueno… —Hizo un gesto con la mano como si le estuviera refrenando—: No digo yo tanto, pero no te has de extrañar. No se le conoce esposa oficial y eso da para que la gente fantasee. De hecho, su vida es un misterio…
El viejo copista se quedó callado, pensativo. Sus oyentes esperaban que continuara.
—No conozco a nadie que haya visto su palacete por dentro, pero sí he oído decir que está lleno de oro y plata y piedras preciosas, que las cortinas son de la mejor seda y los muebles de madera tan dura que parecen de roca. Dicen que tiene una despensa con los manjares más exquisitos y en tal abundancia que uno podría encerrarse allí durante años y darse un banquete diario. Las mujeres más exuberantes están por todas partes y en las estancias hay grandes lechos de plumas de garza forradas con las telas más ricas y coloridas y mullidas alfombras en el suelo. En el patio tienen, además de caballos, exóticos animales que maravillan con su presencia. Siempre hay músicos tocando las más bellas melodías y todo huele a perfume y a esencias.
La totalidad de los trabajadores había interrumpido sus tareas para escuchar a Cornelius. Parecía contento de tener tanto auditorio. El compañero de Fulda quiso intervenir y añadió:
—¿Entiendes ahora que todas esas riquezas no las puede tener solo de los libros que hacemos aquí? Hay algo oculto, negocios de los que nunca sabremos y que, me han dicho muy seriamente, tienen que ver con la magia y las mujeres.
De repente, sonó un portazo. Helmuth acababa de entrar. El grupo se dispersó al instante y cada uno volvió a su mesa y agachó la cabeza sobre su labor. El joven, todavía turbado con la descripción del palacete y la imagen de montones de mujeres voluptuosas a los pies de Nikolas, se puso colorado de puro nervio. Helmuth había escuchado justo lo último, lo de los negocios, pero no pudo identificar de quién era la voz.
—Vaya, vaya… Veo que aprovecháis mi ausencia para comportaros como si esto fuera el mercado —reprochó con cólera contenida—. Me da vergüenza tener que recordaros que estáis aquí para trabajar, ¡y no para perder el tiempo de cháchara!
Dio un puñetazo sobre la mesa más cercana e hizo caer al suelo varias cánulas. Sabía que si preguntaba quién había hablado todos se mantendrían en silencio, así que caminó pesadamente clavando la mirada en cada grupo. No tardó en fijarse en el joven que hacía poco que trabajaba con ellos. Cuando Helmuth se acercó, agachó la cabeza.
Una vez a su lado, se encorvó para contemplar el trabajo. El muchacho pudo notar el aliento dulzón y agrio justo al lado de su rostro. La mano de Helmuth, curvada como una garra, señaló una de las letras del texto.
—Aquí hay un error —dijo.
El chico tragó saliva. No veía error alguno, pero no se atrevió a contradecirle. El dedo del encargado se movió por el papel.
—Aquí hay otro. Y otro.
Fue señalándole errores inexistentes a lo largo de la página casi terminada. Los ojos del joven luchaban por contener las lágrimas. Helmuth tomó una cánula que reposaba sobre el escritorio y, tras mojarla en tinta, fue dejando caer goterones por todo el papel.
—Vas a tener que repetirla; mira qué manchada está.
El joven ardía de rabia. El trabajo de más de media jornada tirado por tierra. Ahora debería quedarse por la noche para terminar esa página. Y, al día siguiente, seguir con su jornada habitual. No sabía si romper a llorar o insultar a Helmuth y clamar justicia. Optó por morderse los labios. Las lágrimas habían empezado a surcarle el rostro. El capataz, con una extraña sonrisa de triunfo esculpida en su semblante de caballo, se alejó sin disimular una risa ahogada. En cuanto se hubo distanciado lo suficiente, el veterano Cornelius trató de tranquilizar al chico.
—No te hagas mala sangre. Si algo tiene Nikolas es que es justo. Nadie te echará si cumples con tu trabajo. Pese a todo, te aseguro que este sigue siendo el mejor lugar para un copista. Hazme caso.
El joven se secó los ojos con la manga. Aspiró profundamente y, más sereno, se dispuso a preparar una nueva hoja donde repetir el trabajo.