Capítulo 19

La plaza del Altmarkt estaba tan llena de gente que Erika tenía que hacer grandes esfuerzos para caminar entre ella. Era día de mercado, así que todos los ciudadanos de Colonia buscaban comida. En esa época del año, el hambre atenazaba a los más pobres que tanteaban los puestos para lograr algo de caridad, una limosna, los restos por los que nadie pagaría. El sol primaveral relumbraba en el cielo, que parecía una lámina azul y brillante. A la sombra, aún hacía frío. Matthias se cogía fuerte a la mano de Erika. La joven empujaba los cuerpos que los oprimían y se escurría entre las mínimas grietas que la multitud de personas iban dejando al pasar.

En aquel espacio cercado de soportales frente a las tiendas-talleres permanentes, los puestos de alimentos se alternaban con los animales vivos. En las artesas se exhibían los aceites en sus ánforas, las piezas de carne envueltas en las redes —vaca, puerco, carnero, cabrito, oveja—, los pescados, los cueros extendidos que aún desprendían un fétido olor, las candelas limpias y aromáticas, las hortalizas de invierno y alguna fruta seca. Los aromas se entremezclaban en uno, fuerte y agrio, que hacía imposible distinguir cada cosa. El horno, las bodegas y las fraguas acababan de rellenar aquel espacio hiperbólico y sensorial. La ciudad de Colonia, a primera vista, parecía bien surtida y disponía de todo lo que necesitaba.

—No te sueltes, Matthias, ya veo a tu madre.

Junto a la alhóndiga del cereal, Erika vislumbró la cabellera rubia de Frieda. Esperaba con rostro cansado su turno. Al verla, Matthias la cogió rápido de la mano antes de que algún otro empellón le hiciera perderla.

—Madre, ya estamos aquí —anunció el pequeño.

Frieda los saludó con júbilo.

—¡Qué alegría veros! ¿Habéis tenido una buena mañana?

—Sí, hoy he conseguido escribir una página entera yo solo —respondió Matthias, orgulloso de su logro.

—Lo está haciendo muy bien —lo respaldó Erika, que ese día se hallaba de un humor especialmente bueno—. Si sigue así, pronto no me va a necesitar —anunció, revolviendo el pelo blondo del pequeño.

—¡No! —exclamó el niño enfurruñado—. Yo quiero que tú me enseñes…

—No la atosigues, Matthias. De momento, aprovecha sus enseñanzas. ¿De acuerdo?

—Claro —rezongó el pequeño.

—¿Dónde está Penrod? —preguntó Erika.

—Está allí vendiendo algunos cangrejos y carpas. —Frieda señaló con el dedo índice al otro extremo de la plaza.

—¿No va al taller hoy?

—No, andan un poco escasos de trabajo. Lo avisarán cuando lo necesiten.

Erika asintió consciente de lo que aquello significaba. Frieda solo hacía trabajos esporádicos de costura y ahora Penrod tenía que buscarse la vida en el mercado vendiendo lo que estuviera a su alcance hasta que volviera al obrador de alfarería. Aquella familia estaba mucho más necesitada que la suya.

—Luego iré a comprarle un poco de pescado. Mañana es el cumpleaños de padre y quiero darle una sorpresa. Es muy probable que ni siquiera se acuerde, pero bueno…

Erika bajó la mirada al tiempo que exhalaba un suspiro. Frieda trató de alentarla:

—Seguro que se pondrá muy contento.

La muchacha sonrió antes de acercarse a su oído y susurrarle algo más:

—Gracias por cuidar tan bien de mí el otro día.

Frieda la había auxiliado en un momento de extrema importancia para ella. Solo una madre podía hacerle comprender los cambios que su cuerpo estaba experimentando y Frieda se había comportado como una de verdad.

—No hay de qué, Erika. Lo que necesites, dímelo. ¿Te encuentras bien?

—Sí, no te preocupes —respondió tímida.

Los primeros días se había sentido muy extraña, pero poco a poco había conseguido hacerse a la idea del proceso que estaba sufriendo. Su nueva fisonomía no dejaba de sorprenderla. Día tras día ganaba fuerza la sensación de que estaba dejando atrás el frágil cuerpo de una niña.

—¿Has estado enferma? —preguntó la voz curiosa de Matthias.

—Algo así.

Frieda y Erika cruzaron sus miradas y comenzaron a reírse. Compartieron ese momento de complicidad que solo dos mujeres podían tener. Matthias las miró enfurruñado:

—No sé qué os hace tanta gracia…

Un mendigo cubierto por una túnica harapienta interrumpió la conversación. Se puso al lado de Erika con la mano sucia por la mugre tendida hacia ella en busca de limosna. Aunque estaban acostumbrados a los fuertes olores que los rodeaban a cada paso, Matthias, un niño inocente todavía, se llevó las manos a la cara y se tapó la nariz.

Erika tampoco pudo reprimir un gesto casi inapreciable de su boca. Rebuscó entre los bolsillos y extrajo una moneda.

—Gracias, joven, que Dios te proteja.

Luego el mendigo dirigió sus ojos hacia el pequeño Matthias y pronunció algo más:

—Se avecinan tiempos difíciles, cuidaos de lo que pueda pasar. —Y desapareció entre el gentío ruidoso y ávido del mercado.

Frieda miró a Erika, que permaneció muy quieta y callada. Observaba cómo aquel hombre se alejaba de ellos arrastrando los pies, encorvado y débil. De su boca se desprendió una frase en un hilo de voz:

—Debe de llevar mucho tiempo sin comer.

Matthias arrugó el ceño antes de preguntar:

—¿Por qué me ha dicho eso?

Frieda quiso animar a los chicos y trató de eliminar la preocupación que había empezado a ensombrecer sus miradas. Eran demasiado jóvenes para abatirse así:

—Venga, Erika, te cedo el turno.

Matthias y ella se volvieron hacia el puesto del mercado. La joven se puso de puntillas para ver mejor el género y preguntó el precio. Al oír la respuesta, no pudo disimular su sorpresa. Su voz se tornó más aguda para superponerse a las de los demás:

—¡Cómo ha subido el grano! ¿Es de oro?

—No es de oro. Es el único grano que queda en Colonia, muchacha. ¿Acaso no has oído hablar de los ataques? Varios barcos cargados de grano fueron atacados en el río. Y como la cosecha ha quedado corta… Si no lo quieres, deja paso a los que tienes detrás. —La voz de la vendedora era grave y sonora. A continuación soltó un bufido, cansada de que acudieran a la alhóndiga pobres que no fueran a gastar sus monedas.

Enseguida dirigió su atención a otro cliente, que se hizo con dos sacos mientras enseñaba sus monedas:

—Gracias, señor —respondió la tendera, recogiendo el dinero. Su actitud con él era muy distinta. Le dedicó una amplia sonrisa que dejaba al descubierto algún que otro hueco. El joven tenía un aspecto acaudalado. Su túnica mostraba un ribete blanco con pespuntes negros alrededor y era de un color azul brillante, lleno de matices.

Erika y Frieda lo observaron con atención. Les pareció un apuesto desconocido con hombros anchos, la melena ondulada rubia y el rostro terroso. Acababa de cargar con dos pesados sacos de harina sin apenas esfuerzo.

—Debe de ser alguien de muy buena posición —susurró Frieda.

Erika se fijó en los ojos almendrados y oscuros como la noche. Se detuvieron un instante en los suyos antes de desaparecer también entre la aglomeración de gente que los cercaba. Sintió una punzada en el pecho que la hizo palidecer y de la que no consiguió desprenderse ni cuando Frieda le preguntó si le ocurría algo.

La tendera la devolvió a la realidad preguntando a voz en grito si quería algo o no. Enseguida, Erika respondió pidiéndole un octavo de harina. Al pagar, susurró entre dientes mientras contaba las fracciones de florín que llevaba en su bolsa:

—Con estos precios la celebración de mañana quedará en bien poca cosa.

—No te preocupes, seguro que Lorenz agradece lo que le des —volvió a confortarla Frieda.

Erika le sonrió antes de despedirse de ella y del pequeño. Tenía que darse prisa en hacer el resto de las compras.

Frieda permaneció en el puesto de harina esperando a que Erika se marchara. Después se desplazó al que estaba justo al lado y que vendía frutos secos.

—¿No vamos a comprar harina? —preguntó Matthias extrañado por el cambio de dirección de su madre.

—No, hijo. Es demasiado cara. Las castañas están igual de ricas, ¡míralas! —exclamó, esforzándose en disimular un gesto de repugnancia: aquellas castañas estaban arrugadas y reblandecidas. En algunas, había una especie de sombra cenicienta, casi blanca.

Erika debía caminar con cuidado para que nada se le cayese. Se había gastado más de lo que pensaba. Además de la harina y el pescado, también había comprado más papel y tinta para su padre. Avanzaba a trompicones entre la gente que regresaba a sus hogares. Por debajo de los soportales, Erika se escabulló por una callejuela que la liberaría de la molesta aglomeración.

Centraba su mirada en el suelo arenoso para evitar tropezar con cualquier piedra que pudiera hacerle perder el equilibrio. Quería apresurarse en volver a casa y dejarlo todo a punto para el día siguiente. Más tarde prepararía algo de cenar. Aunque probablemente su padre no echara en falta el plato de gachas —si no fuera por ella, se pasaría el día trabajando con el papel y las letras—, se sentía responsable de su salud.

Recordó una ocasión, no hacía mucho, en la que ella había estado enferma en cama unos días durante los cuales no había sido capaz de preparar la comida. Su padre le llevaba caldo caliente todas las noches para que se sintiera mejor. Estuvo una semana así. Cuando llegó el sábado, Lorenz tuvo que volver a casa antes de que acabara la jornada en el taller porque estaba débil y enfermo. Durante los días que había cuidado de ella, apenas había comido nada. Y Ernest entró en cólera porque aseguraba que no podía permitirse perder un empleado ni un solo día.

Pese a que Ernest era su abuelo, Erika solo sabía de él lo que su padre le explicaba, que no era mucho. Desde que murió su madre, Ernest había preferido mantenerse alejado de ellos, a pesar de que Lorenz continuaba trabajando en su obrador. Antes del accidente, los dos parecían llevarse bien. Conservaba algún recuerdo fragmentado de las comidas familiares, los domingos. Erika rememoraba esos momentos con dicha. Pero la muerte de su madre también acabó con aquello.

Alzó la vista un instante para comprobar que le quedaba ya poco para llegar a casa. Luego volvió a bajar la mirada a sus pequeños pies, que se movían rápidos.

De repente, un golpe inesperado en el hombro le hizo sacudirse. Los paquetes que llevaba acabaron esparcidos por el suelo. Enfadada, se dispuso a descubrir quién se había estrellado contra ella para soltarle algún improperio. Pero no llegó a hacerlo. Ante ella, dos sacos de harina caídos en el suelo. Al alzar los ojos y reconocer de quién se trataba, el rubor la invadió: era el mismo joven de cabello rubio y anchas espaldas que había visto en el mercado. La punzada que había sentido entonces en el pecho se repitió también ahora. Le agradó descubrir que los ojos del chico estaban fijos en los suyos.

—Lo siento… —acertó a decir Erika.

El joven respondió con una gentil reverencia. Solícito, se puso de rodillas a recoger lo que pertenecía a Erika, sin importarle el hecho de que su bella túnica azul se estuviera ensuciando.

—Gracias —susurró ella con voz dulce mientras él le tendía los paquetes.

Bajó la mirada lentamente hacia los pies del joven, enfundados en unos botines de fina piel. Se le ocurrió que debían ser carísimos. Evitaba sus ojos morenos, profundos.

Él se mantuvo en silencio. Le dedicó una tímida sonrisa y una mirada atenta, escrutadora. Pero no se dignó hablar. Erika pensó con disgusto que ella se había disculpado, era lo menos que podía hacer después del empellón que se habían dado. Él en cambio, nada. Tras el enojo inicial, se fue apaciguando.

Por un instante, ambos permanecieron inmóviles, mirándose sin intercambiar palabra. Erika agradeció aquel paréntesis de calma en contraste con el agobio que había vivido hacía unos minutos en el mercado. Olvidó incluso el desorden de los paquetes. Se sintió viva y feliz. Recordó las palabras de Frieda, aquellas que le advertían del interés que en breve se le despertaría por los chicos. Tenía razón, y aunque no sabía explicar por qué, no quería que se acabara ese momento. Era como si estuviera envuelta por un manto invisible que la mantenía sujeta a ese joven.

Para su contrariedad, el desconocido fue el primero en apartar los ojos. Se agachó para recoger los sacos de harina, que seguían tendidos en el suelo. Erika se notó apenada. El joven le dirigió una última reverencia con tal elegancia que se sintió como una auténtica princesa, y luego, sin más, se alejó caminando.

Erika lanzó un suspiro y despertó del trance; durante el tiempo transcurrido no recordaba haber respirado ni una sola vez. Se sentía febril y con la respiración agitada. Había hecho el ridículo con aquel chico. Se odió por no haberlo visto venir antes y así evitar el encontronazo. Quizá entonces sí hubiera hablado; le habría preguntado su nombre e iniciado una conversación intrascendente, sobre el tiempo y lo cara que estaba la vida. Pero eso no había sucedido. Podría ser también que, de no chocar, él no se hubiera detenido a hablar con ella. Probablemente esa noche se burlaría de la situación entre carcajadas, bebiendo con sus amigos en alguna taberna.

Con la cabellera rubia del extraño dejando su rastro en la memoria, Erika reinició el camino.

Sentados a la mesa, Lorenz y Erika comían las gachas que la hija había preparado. Durante la cena, padre e hija pasaron el tiempo silenciosos, cada uno encerrado en sus propios pensamientos.

Erika se veía incapaz de extraer de su cabeza el instante que había pasado junto a aquel joven. En realidad no habían estado juntos, solo habían compartido un mismo escenario. Pero se sentía desorientada. Lo que había despertado en ella en nada se parecía al amor que profesaba a su padre o el cariño a Matthias. Recordar los ojos, el cabello y la boca del chico desconocido le provocaba un hormigueo en la tripa que la obligaba a sonreír, como le ocurría de pequeña en uno de aquellos días perfectos de verano en los que sol brillaba radiante y no había obligaciones.

Dejó el cuenco y observó en silencio a su padre, mientras aguardaba a que él advirtiera que lo hacía. Se preguntaba cuál sería la mejor manera de comenzar la conversación.

—¿Cómo sabes si estás enamorado? —soltó casi sin darse cuenta.

Lo había hecho. Sus pensamientos habían tomado forma a través del habla. Ahora solo cabía esperar.

Lorenz miró a su hija extrañado, como si no recordara que ella había estado ahí todo ese tiempo. Tosió para aclararse la voz después de largo rato callado. Erika se preguntó si su padre pronunciaba alguna palabra más durante el día que las que compartía con ella. Finalmente preguntó:

—¿Cómo dices? No te he oído.

Los ojos pardos y diáfanos de su padre se fijaron al fin en ella, expectantes, concentrados en su rostro como si se tratara de otra de sus obras. Erika se sintió como si fuera a coger el cincel o el paño y a empezar también a modelar sus rasgos, sus emociones, su vida, su futuro… con el mismo esmero que empleaba con el metal. Esa era su oportunidad para hablarle y preguntarle sobre cosas que de verdad le importaban, de contarle los cambios que estaba experimentando y de que él la acogiera y le abriera la puerta a ese nuevo mundo tan desconocido que se le presentaba. Pero su padre no se daba cuenta. Solo la veía como a su hija, su niña. Erika comprendió que apenas la conocía.

—Nada. Solo te preguntaba cuándo tienes previsto entregar las indulgencias copiadas.

—Pronto. Ya casi he terminado. Estoy repitiendo algunas letras más porque con el uso se deforman. En un par de días iré a llevárselas a Johann.

—¿Y te encargarán más?

—No lo sé. ¡Ojalá! Sería un nuevo reto.

—Sí. Ojalá.

Erika bajó la mirada al plato y siguió comiendo, desganada. Su padre había terminado ya y se disponía a iniciar el pulido de nuevas letras.