Capítulo 18

La primavera había empezado con fuerza y el día radiante había empujado a la gente a salir a la calle. Pero ya el sol comenzaba a dar señales de querer ocultarse en el horizonte y el ambiente se enfriaba deprisa. Varios hombres descendieron de un modesto barco que acababa de atracar en el puerto fluvial de Colonia. Su equipaje era escaso. Los recién llegados buscaron alojamiento en una de las posadas del puerto y el posadero, nada más verlos acercarse a su puerta, se frotó las manos. Por sus coloridos tocados parecían comerciantes: siempre traían dinero y no daban problemas. Se dirigió al individuo que encabezaba el grupo.

—Buenas tardes, sed bienvenidos a esta humilde pero digna posada. ¿Cuántas habitaciones necesitáis?

—Digamos que necesitaríamos cinco camastros, poco importa si están todos en una misma estancia —contestó el que parecía el jefe, mostrando una sonrisa cariada—. Solo lo molestaremos una noche. Hoy cerramos un trato y mañana nos marchamos.

—Vaya, aun así espero que tengan ganas de gastar aquí sus monedas —masculló para sí el posadero.

Se apartó de la entrada para dejarlos pasar. Notó un pequeño escalofrío que achacó a una ráfaga de viento pero que le acompañó mientras gestionaba y cobraba los aposentos. La forma ampulosa de hablar de aquel hombre y el silencio terco y obstinado de los demás lo incomodaban sin saber muy bien por qué. Hasta que sus ojos se entretuvieron en las orejas horadadas del que se diría el jefe. Parecían marcas recientes de zarcillos. Tenía también una cicatriz que le atravesaba los labios y un caminar bamboleante, como el de quien se siente inseguro en tierra firme. Le vino a la mente el sabor metálico de la sangre y recordó las siempre siniestras noticias que hablaban de asaltos de piratas a los barcos de la Hansa.

Para espantar el miedo, evitó acompañarlos a sus aposentos y se centró en atender a otros clientes que buscaban acomodo entre las mesas de la taberna que ocupaba la parte baja del edificio.

Hacía años que el comercio a larga distancia se había convertido en un motivo fundamental para la prosperidad de las grandes ciudades. La ruta que seguía el Rin era una vía de comunicación muy poderosa. Por él circulaban innumerables navíos portando variedad de productos: miel, pieles, madera, telas, resina, hierro… Los comerciantes introducían por el puerto fluvial de Colonia bienes procedentes de todo el mundo.

Los mercaderes que compartían destinos se habían agrupado siglos atrás en gremios o hansas. La inestabilidad política los indujo a buscar alternativas colectivas para asegurar sus intercambios comerciales. Tras varias alianzas y tratados entre ciudades a lo largo del Sacro Imperio Romano Germánico, acabó por crearse de forma oficial en 1356 la Liga Hanseática, con Lübeck como centro de operaciones. Pese a los obstáculos, la Liga no tardó en sumar noventa ciudades y se hizo con exclusivas rutas comerciales. Pronto, su expansión abarcó el Báltico y al final llegó a controlar el tránsito costero y marítimo del norte de Europa. Gobernada democráticamente por la Dieta o Hansetag, formada por representantes de las ciudades miembro, la Liga aglutinó el comercio en la región a través de grandes logros: nuevos centros mercantiles, desarrollo de la agricultura y de la industria, canales, caminos… Su influencia era tal que se notaba incluso en el lenguaje; en aquellas ciudades costeras donde el comercio tenía una cierta presencia, este se había adaptado a las mismas circunstancias: se hablaba el Mittelniederdeutsch o Bajo Alemán Medio.

En aquella época, los ataques de piratas a través del mar estaban a la orden del día. Saqueaban las naves y hacían incursiones en tierra que resultaban devastadoras. Las pérdidas eran cuantiosas para todos, aunque los mercaderes habían logrado minimizarlas agrupándose. Sin embargo, la Hansa no era indestructible. Seguía habiendo escaramuzas exitosas y el río era un terreno más dado a emboscadas que el inhóspito mar abierto.

Cuando en la primavera de 1436 Colonia agotó sus existencias de trigo, era lógico suponer que no fueran pocos los comerciantes que buscaran colocar allí sus excedentes. Cargaron su grano en las naves y se dispusieron a arribar a la ciudad para venderlo. Todos buscaban sacar provecho de aquella situación. También Heller Overstolz, su propio alcalde.

Ya había anochecido. El bürgermeister, ataviado con ropajes oscuros, descendió del caballo con agilidad nerviosa. A su espalda, varios hombres armados hicieron lo mismo, rodeándolo. Se acercó a la entrada de una modesta casa en unos terrenos de su baronía alejados de la ciudad. La residencia estaba ocupada por una familia de siervos que trabajaban las tierras a cambio de un canon, pero ese día los siervos no se encontraban en su hogar: Heller les había ordenado a todos despejarla.

Tomó aire y entró con decisión seguido de los demás. Dentro, iluminado por la tibia luz de los candiles, se hallaba Morgenstern bebiendo vino. Sin levantarse de la silla, dibujó una sonrisa que la cicatriz convirtió en mueca. Su mirada seca se clavó en los acompañantes de Heller.

—Parece que no os fiais mucho de este vuestro humilde servidor —saludó Morgenstern, haciendo una pomposa reverencia con su sombrero.

—Tampoco vos andáis solo —replicó, señalando a los hombres que se repartían por la estancia.

Morgenstern hizo una señal y les indicó que salieran. Heller hizo lo mismo con los suyos.

—Bien, no nos demoremos demasiado —continuó el alcalde—. Sé que os resulta difícil separaros de vuestro barco.

—Si se me compensa, no. Tengo hombres que velan por él en mi ausencia.

—Estoy seguro de ello.

Acompañó la afirmación mostrando un pequeño saco de piel que extrajo de entre sus ropas. Dudó unos instantes antes de dejarlo en la mano sucia y quemada de Morgenstern. Sin embargo, sabía que el trato que estaba a punto de cerrar iba a traerle beneficios muy superiores. Beneficios que, si todo iba según lo planeado, harían incrementar el patrimonio de varios prohombres de la ciudad de forma abundante, incluido el suyo. Morgenstern sonreía seguro mostrando su dentadura mellada. Y Heller soltó al final las monedas.

—No debéis permitir el paso a ningún barco cargado de cereal, ¿de acuerdo? —recordó aun sabiendo superflua la insistencia.

Lo miraba a los ojos tratando de imponerse, pero no podía esconder un mínimo asomo de flaqueza. Le costaba sentirse valeroso frente a aquel individuo sin más ley que la del más fuerte.

—No hay mercader que se me resista, alcalde. Mis hombres y yo nos hemos enfrentado a peligros mucho mayores. Hemos dejado galeras quemadas con montañas de soldados muertos en plena borrasca en el mar del Norte —exageró Morgenstern, o eso quiso creer Heller—. Y aquí seguimos.

Los ojos afilados del pirata acompañaban sus recuerdos de cruentas hazañas que Heller imaginaba a la perfección. Casi podía oler la sangre vertida por esas manos que ahora contaban su dinero.

—Puedo aseguraros que un insignificante comerciante es menos que nada para la tripulación del Wutanfall.

El bürgermeister notó que un escalofrío le recorría de arriba abajo la columna: el «ataque de cólera» hacía honor a su nombre, y su sola mención era capaz de transformar a más de un marino en un grumete asustado. La boca del pirata se torció en una nueva sonrisa que acompañó de una carcajada estridente. Heller creyó estar frente a una hiena. Sintió cómo su cuerpo se estremecía ante aquel terrible sonido que conseguía igualar el crujir de la madera con una dulce melodía.

Solo susurró:

—Eso espero.

Se despidió con rapidez. No aguantaba estar más tiempo junto a ese personaje impredecible. Cuanto antes saliera de aquel lugar, más seguro estaría.

El caballo inició el trote una vez Heller hubo tomado su montura. Resguardado por sus hombres y la distancia que empezaba a poner entre él y aquel individuo, recobró la serenidad. Cuando se hubo alejado lo suficiente de la casa, volvió a ser el de siempre, el que pensaba en el mañana, el que no perdonaba las ofensas, el que enmascaraba sus actos con sutileza y permanecía, como el aceite, siempre arriba.

Todo había salido a la perfección. La noticia de la falta de provisiones había provocado el interés de comerciantes de otros lugares, pero en cuanto los primeros barcos fueran asaltados, los demás dejarían de asumir riesgos. Entonces y durante los siguientes meses, Colonia contaría solo con el grano de Heller y otros nobles afines a él. Lo venderían a un alto precio por ser el único disponible. Así funcionaba el código del mercado: a menor oferta, mayor coste. Muchos no podrían pagar tanto. Para ellos, los harapientos, las migajas, los frutos secos que comenzaban a pudrirse en las bodegas después de la humedad de todo un invierno. La noticia de los ataques en breve llegaría a la ciudad, frenaría las ambiciones de los extranjeros y anularía las pocas fuerzas que los insatisfechos pudieran tener.

Heller se dirigió directamente a casa. Sintiendo ya en sus manos el peso del dinero que en breve todo aquello le supondría, se permitió disfrutar del momento. Nada le proporcionaba mayor satisfacción que ver crecer su poder y su fortuna.

Mientras cabalgaba, una de sus manos se posó sobre un paquete que llevaba atado a la montura y comprobó que seguía en su sitio. Casi había olvidado que un subalterno del ayuntamiento se lo había entregado por fin aquella misma tarde. Esperaba, pese a las horas de la noche, que Agripina se mantuviese despierta. No en vano, si estaba donde estaba, era en parte gracias a su matrimonio con ella. Algo le tendría que agradecer…

Agripina se hallaba en la alcoba cepillando su larga melena dorada. Frente al espejo de pie, la noble movía hipnótica el peine de marfil, en cuyas caras se hallaban grabadas escenas legendarias. Protagonizadas por grandes caballeros como los que aparecían en sus sueños, imaginaba que iban a buscarla y la rescataban de aquel palacio vacío de sentimientos. Con sus suaves mechones acariciándole las manos, la joven pensó en cómo había cambiado su esposo en los años que llevaban casados. Antes de su matrimonio se había mostrado como el más galán y la colmaba de atenciones. Ahora solo le quedaba el trato con los criados, que la observaban compasivos mientras paseaba sola por los jardines del castillo.

Alzó su vista hacia el reflejo frente a ella. Las púas del peine surcaban la cabellera sedosa y brillante y los ojos verdes se le aparecieron tristes. Con diecinueve años, sus rasgos suaves no eran los más bellos que había visto, sabía reconocerlo, pero no se sentía una mujer fea. ¿Por qué entonces Heller apenas la tocaba?

Había aprendido a fantasear para hacer más llevadero el paso del tiempo. Leía todos los libros que Heller le llevaba y los relatos protagonizados por bravos caballeros eran sus preferidos. Cuando la brisa de la primavera acariciaba sus finas mejillas, Agripina imaginaba que era la mano de un osado guerrero la que pasaba por su piel. Un ser digno y leal que, con su armadura y su espada, escalaría con destreza hasta alcanzar esa ventana y la libraría de su encierro. Él la abrazaría, la besaría y la llevaría lejos de aquel lugar, lejos de Heller.

En la distancia, Agripina escuchó a través del ventanuco abierto el galope de un caballo. Cuando hubo llegado a la entrada del castillo reconoció rápidamente que se trataba de su marido. Tras unos instantes de duda, decidió esperar a que subiera a visitarla. A Heller le molestaban las demostraciones públicas de afecto. Y a ella le costaba digerir tanta contención. De alguna manera, todavía amaba a Heller. Al menos, a lo que recordaba en él de otro tiempo.

Dio un brinco al escuchar cómo se abría de golpe la puerta de su dormitorio.

—Querida, ¿te molesto? —susurró Heller.

Agripina se incorporó de la silla sin dudarlo y caminó rápido con pequeñas zancadas hacia su marido. Le dio, cauta, un beso en la mejilla. Vio que tenía las manos ocupadas por un abultado hatillo.

—No me molestas, amado esposo. ¿En qué puedo servirte?

Heller no prestó atención al beso, algo que enfrió de nuevo a Agripina y le hizo bajar la mirada. Sin embargo, en el rostro del alcalde la emoción se hacía patente. Al final, Heller anunció:

—Te he traído un regalo.

Agripina sonrió agradecida, pero sin compartir la emoción. No deseaba regalos a cambio de cariño. Aun así, cogió el paquete que Heller le tendía. Sus dedos, blancos y delicados, desataron la cuerda que lo envolvía. Descompuso el envoltorio y entonces surgió una prenda de suave tela perfectamente doblada. La cogió con ambas manos y, lentamente, deshizo los pliegues para poder verla mejor. Se trataba de un bello vestido de color escarlata, digno de una princesa. Tenía el cuello alto y los vuelos de la falda eran anchos y vaporosos. Los botones devolvían la luz de las innumerables velas con reflejos tornasolados. Estaban tallados en fino cristal del mismo color del vestido, como si fueran copas llenas del mejor vino tinto. El ajuste en la cintura también era de oro, así como los ribetes que remataban todos los acabados. El vestido parecía realmente una pieza de joyería.

Agripina no pudo evitar su asombro. Jamás había visto un vestido como ese.

—Lo hice encargar a un comerciante solo para ti. Lo han traído desde Florencia. —Las palabras surgieron en Heller orgullosas, sonoras y claras.

Agripina se acercó a la lujosa cama con dosel y tendió el vestido encima de ella con cuidado, como si todo él fuera de cristal. Después corrió hacia Heller con los brazos abiertos, efusiva y segura. Quería demostrarle que todavía lo amaba, que había quedado encantada con ese presente y que ansiaba agradecérselo de la manera que él deseara.

Heller reaccionó al acercamiento con la frialdad habitual. Rodeó la espalda de la joven con uno de sus brazos, rígido como el acero, como el saludo que dos compatriotas podrían compartir en pleno furor de una victoria, y al momento se separó de ella, para evitar el contacto prolongado. La emoción quedó atrás y fue suplantada por el desinterés cordial de todos los días.

—Me alegro de que te guste —anunció. Dirigió su mirada al suelo mientras sus huesudas manos jugueteaban con la cuerda que había envuelto el regalo de su esposa—. Pronto podrás estrenarlo. Los Stygger dan una fiesta otra vez. Creo que a esa familia le encanta la ostentación, ¿no te parece?

—Por supuesto —respondió Agripina educada. Se había alejado de su esposo y se hallaba apoyada en la mullida cama. Acariciaba el vestido hecho de oro.

Agripina no lograba ocultar su desilusión, aunque sus ojos tristes continuaban mirando a su marido. El respeto hacia él era algo que jamás debería perder. Su padre le había ofrecido una estricta educación. Lástima que el cariño y la ternura no fueran también una norma entre la nobleza. Heller no había tenido ninguna dificultad en convertirse rápidamente en uno de ellos.

Tras un tenso interludio silencioso, en el que a ambos les costaba encontrar las palabras adecuadas, Agripina volvió a hablar para llenar con algo el ambiente:

—¿Has tenido un buen día?

—Sí, de los mejores. ¿Y tú?

—Sí, también.

—Hay una cosa que debo anunciarte: estaré unos días fuera, me esperan unas jornadas muy ajetreadas. He de retirarme pronto a mis aposentos. Que descanses.

Las frases pronunciadas por Heller se encadenaron unas a otras como si de pensamientos desordenados e inconexos se trataran. Con los ojos indecisos entre el suelo y su esposa, dio la sensación de que pensaba en otro asunto a la vez que hablaba. Se despidió con un gesto de la mano desde la distancia. Desapareció tras el grueso portón de madera labrada, cuyo sonoro golpe amortiguó la respuesta de ella:

—Gracias por… el regalo. Que descanses, querido.

Sus palabras se perdieron en el aire una vez más. Dejó caer su mirada melancólica sobre las tapas del libro que su marido le hizo llegar pocos días atrás, el Decamerón. Sabía que tardaría en conciliar el sueño, por lo que esa noche podría ser perfecta para comenzar a leerlo. Desconocía su contenido, pero el volumen era muy hermoso. A buen seguro estaría lleno de historias que la hiciesen soñar, pensó. Lo tomó entre sus manos y se dirigió con paso cansino al lecho.