Capítulo 17

La noche se había vuelto a adueñar del espacio como un perro hostil y despiadado. La oscuridad se cuajaba en el aire y dejaba escapar un vaho tenso, duro, que nacía de las murallas y lo encerraba todo bajo una especie de cúpula imaginaria de vidrio helado. Las casas parecían descansar unas sobre otras, arracimadas en la ciudad desnuda. Los muros de piedra parduzca ennegrecían aún más cada grieta, cada rincón de Colonia.

Lorenz se afanaba en su hogar en la creación de las indulgencias. El encargo lo obligaba a un sobreesfuerzo, pero los avances que la propia práctica le iba imponiendo suponían un estímulo continuo. El artesano palpitaba cada día por salir del trabajo y llegar a casa para seguir copiando hojas y más hojas. Desde que Johann le propusiera el encargo, primero había intentado mejorar su incipiente invención, ampliando la anchura del vástago de madera sobre el que ensartar los sellos hasta el tamaño del ancho del papel, para poder realizar renglones enteros. En algunos casos eso era imposible. Cuando una letra se repetía muchas veces, no disponía de anillos suficientes de ese tipo y debía completar la línea en dos o tres tramos, con el retraso que suponía el tener que componer y descomponer las letras.

Finalmente, halló una especie de solución. La madera del vástago se desgastaba de tanto ensartar y extraer los sellos y pensó que sin la varilla no tenía ningún sentido el aro de los mismos. Así que lo sustituyó por una especie de remache alargado que necesitaba mucho menos metal. Con el material sobrante fabricó más piezas. A la hora de ensartarlas, se percató de que necesitaba una guía rectilínea con un encaje en el que alojar las chavetas; lo solucionó preparando un tubo metálico cortado longitudinalmente, por cuya abertura pudo ir introduciendo las cabezas de los remaches. De ese modo, las letras se mantenían unas al lado de las otras sin posibilidad de girar. En la parte superior de aquella guía dispuso además una especie de asa sobre la que ejercer presión para igualar la huella de los caracteres al empujar sobre el papel.

Pero no todo en su invento era mecánica y técnica, y sus conocimientos de orfebrería no le bastaban. También debía pensar en probabilidades: ¿cuántas tenía la aparición de una determinada letra? Lógicamente, las vocales se empleaban con mucha mayor frecuencia. Al final del proceso, Lorenz conocía la frecuencia de uso de los diferentes caracteres en el texto de la indulgencia y los guardaba ordenados en una caja de madera que preparó a ese efecto. Desde el inicio tenía claro que su trabajo debía pasar por artesano, con lo que cada letra que cincelaba equivalía al carácter gótico usual en esos tiempos. El resultado era idéntico al que pudiera obtener con su mejor pulso el más reputado de los escribas.

Cuando hubo conseguido crear renglones enteros, las hojas empezaron a salir mucho más rápidas. Entonces requirió de la ayuda de Erika, que esperaba con alegría aquellos momentos de colaboración cercana con su padre. En silencio, ella recogía cada hoja después de haber sido grabado un renglón, para colgarla de una cuerda fina de esparto que habían colocado transversal sobre la sala. Desde fuera parecía que los desbordaba la ropa tendida o que los libros que leían soportaban una humedad terrible que obligaba a desmontarlos y tenderlos en aquella cuerda. Trabajaban en tiradas de veinte hojas y, cuando llegaban a la última, su padre sacaba del riel las letras en altorrelieve y componía el siguiente renglón. Siempre bajo la atenta mirada de Erika, que parecía estar observando a un alquimista en plena acción, capaz de transformar una simple palabra en todo un ceremonioso ritual. El texto rezaba lo siguiente:

Al posesor de esta bula de indulgencia se le perdonan los pecados cometidos con anterioridad a la fecha de emisión de la misma. Asimismo, reconozco que su posesor vino a la parroquia de San Miguel Arcángel y lo tenemos por sincero cristiano arrepentido, confesó todos sus pecados en la forma establecida por la Iglesia y, después de la imposición de una pena saludable cumplida con disciplina y fervor, prometió enderezar su camino y rezar a Nuestro Señor con sinceridad todas las noches, así como asistir a las misas en nuestra iglesia de San Miguel Arcángel al menos una vez en semana, además de los domingos y fiestas de guardar. Y como garantía de tal obligación, concedemos este documento que confirma lo aquí expuesto.

Encabezaba el documento el lugar, Colonia, y un espacio para la fecha. Al final, se cerraba con el nombre del padre Martin y otro hueco para su firma, garantía de que la indulgencia se había pagado y, por lo tanto, era real y efectiva. El poseedor de ese papel ya podía tener la tranquilidad de que, en caso de morir, descansaría en el cielo. Evitaría así el peaje del purgatorio y el temible infierno, algo que espantaba por igual a reyes, vasallos y siervos. Al menos hasta que sus renovados yerros los obligaran a adquirir una nueva indulgencia.

De repente Erika se empezó a sentir mal. Una fuerte punzada en el estómago la hizo plegarse sobre sí misma. Arrugó en ese movimiento la hoja que llevaba hacia su lugar en la cuerda.

—¿Qué te ha pasado, hija mía? ¿Te encuentras bien? —preguntó Lorenz, un tanto asustado.

—Sí, sí. No sé qué ha sido. Hoy me siento un poco cansada.

—Vete a dormir y mañana continuamos —recomendó Lorenz.

—Pero todavía no hemos acabado los veinte pliegos.

La última palabra casi no pudo pronunciarla. Un nuevo latigazo la obligó a llevarse la mano al abdomen.

—¿Otra vez? ¿Qué tienes? —volvió a preguntar. Lorenz se acercó a su hija y le quitó de entre las manos la hoja de papel que apretaba—. Ven, siéntate. Toma un poco de agua. —Le palpó la frente, más para confortar que otra cosa—. ¿Estás mejor?

—Solo ha sido un momento. No creo que sea nada. No te preocupes.

—Está bien. Pero ve a descansar. Yo seguiré un rato.

Erika se fue cabizbaja hasta las escaleras y las subió con esfuerzo, disimulando el dolor que sentía para no preocupar a su padre. No era una dolencia inaguantable pero sí constante y molesta. A veces aumentaba de súbito y provocaba un pequeño espasmo, más por la sorpresa y el miedo a que continuase creciendo que por la intensidad en sí. Cuando llegó al camastro se estiró y empezó a sentir un calor agradable en el vientre, como un hormigueo. Con esa sensación difusa y delicada, se durmió. Su sueño fue irregular y superficial. La semana había sido difícil para ella. De nuevo se acercaba la primavera y, sin saber por qué, esa época siempre feliz estaba siendo precedida en esta ocasión de una especie de nubarrón negro. A veces se mostraba irascible con Matthias y lo reprendía con crudeza ante un error sin importancia. Pese a que notaba que él cada día tenía más interés y realizaba grandes avances en la lectura y la escritura, no podía dejar de sentir la necesidad de mostrarse, en cierto modo, un poco cruel. No le había permitido los juegos en mitad de la clase para descansar de la pesada tarea de memorizar, ni se había divertido con él a la hora de cocinar. Notaba que algo dentro de ella estaba cambiando, pero no sabía el qué.

Una de las veces en que se despertó, avanzada ya la noche, notó un ligero escalofrío en los muslos, pero lo achacó a la época del año y a la calidad ínfima de las mantas. Cuando oyó a su padre despertarse con el alba, se removió involuntariamente en su lecho. Él se acercó somnoliento y le preguntó cómo se encontraba. Convencida, respondió que bien. Era cierto. Los dolores habían desaparecido por completo. A cambio, le había llegado esa sensación de frío entre las piernas que no se acababa de marchar. Cuando oyó cerrarse la puerta de la calle, se levantó y al despejar las mantas, vio bajo la huella de su cuerpo una mancha de sangre. No era demasiado grande y parecía que ya estaba seca, pero su simple visión causó una gran incertidumbre en la pequeña Erika. Se asustó enormemente y quedó paralizada, acurrucada con la espalda pegada a la pared y las rodillas aferradas a su pecho, inmóvil.

Cuando se rehízo y se puso de nuevo en pie, comprobó con cierto horror que la sangre todavía manaba de su sexo. Formaba un pequeño hilo que descendía tibio por su pierna derecha. Como ya no tenía dolor, bajó a la cocina y rebuscó entre las repisas hasta encontrar unos paños que le evitaran seguir manchándolo todo. Después se puso a recoger la casa para no pensar en nada horrible. Nada más llegar Matthias, le mandó repasar lo aprendido y le preguntó si su madre había salido de la vivienda.

Frieda estaba sentada en su sala principal, austera y vacía, desgranando las espigas de centeno que luego emplearía para amasar el pan. Tenía el pelo recogido en un sencillo tocado de color crudo y su humilde túnica de paño grueso no podía esconder varios remiendos. Cuando Erika acertó a explicar lo que le pasaba, Frieda articuló una extraña sonrisa y se subió con cadencia los faldones, mirando de soslayo a un lado y a otro, como si fuese a desvelar un gran misterio. Mostró entre las piernas un arreglo similar al que se había hecho Erika, algo más cómodo y elaborado. Durante la siguiente hora, se dedicó a tranquilizar a su joven vecina, a la que tanto debía por su celo en la función educadora de Matthias.

Frieda le proporcionó una explicación a lo que le había sucedido. Todo lo que notase sería normal, los pechos se le pondrían duros, la barriga le dolería cada mes como el día anterior, con un malestar que no era el normal de cualquier indigestión ni el que produce comer un pan demasiado duro, o si hace mucho que no puedes llevarte nada a la boca y las tripas se quejan. No, era un dolor que nacía un poco más abajo y era más cálido, que subía como en oleadas, a veces incluso provocando una especie de sudor frío y extraño. Mirándola con dulzura y cierto temor, le dijo:

—Eres ya una mujer.

Continuó alertándola de que poco a poco empezaría a notar un interés por los chicos que hasta entonces no había sentido, porque la mujer había nacido para traer hijos al mundo.

—Yo he traído ya cinco, a mis veintidós años, aunque solo tres hayan resistido —dijo con una sonrisa triste.

Prosiguió con los cambios que viviría su cuerpo: no solo le crecerían los senos, sino también el vello en la entrepierna y en las axilas, y el culo se le levantaría y se ensancharían las caderas… A veces se sentiría cansada, a veces de mal humor. Y en otras ocasiones extrañamente alegre y complacida sin motivo alguno, como cuando era niña y no tenía preocupaciones.

Entonces calló al ver los ojos de Erika perderse en la nada, dejando a un lado el interés por lo que estaba escuchando. A la hija de Lorenz se le apareció en los pensamientos la imagen de su madre cuando la observaba mientras su padre la enseñaba a leer y escribir y ella hacía como que estaba concentrada en su labor. Pero en realidad sabía que la contemplaba, lo notaba con el rabillo del ojo, y así, con esa mirada periférica, se construía el retrato borroso de su madre pendiente de ella. A veces se volvía de repente en mitad de su tarea para intentar sorprenderla, pero Ebba, quizá intuyéndolo, ya no la miraba, estaba concentrada en su costura. O es que quizá no había sucedido nunca y todo era imaginado. Como lo que estaba explicando Frieda sobre lo vivido la noche anterior: a lo mejor tenía que sentirse culpable y avergonzada, como se había sentido realmente al despertarse y comprobar que de su sexo manaba sangre.

—Ah, y ten cuidado con los hombres, porque ellos notan esos cambios —dijo Frieda, apartándola de sus recuerdos.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que un enjambre de avispas se te acercará. Debes ser lista y saber que ellos solo quieren una cosa de ti.

—Pero yo no quiero nada de ellos.

—Ya, ahora no. Ni mañana, ni al otro, pero muy pronto llegará un día en que tú también lo querrás. Y ese día debes estar preparada y saber los riesgos que corres.

—No sé de qué me estás hablando —dijo Erika, simulando no comprender, un tanto ruborizada.

—Bueno, es igual. Ya lo sabrás. Eres demasiado joven. Ven aquí, pequeña.

Frieda abrió los brazos y acogió en su seno a Erika, que se acopló como a una madre. Mientras Frieda le acariciaba el pelo, Erika empezó a darse cuenta de que su infancia definitivamente se había desvanecido y unas lágrimas, sólidas como un brillante, empezaron a resbalar por sus suaves y tersas mejillas.

Ernest se levantó del asiento en su desvencijado rincón. Había acabado un poco antes las labores de control que solían ocuparle hasta mitad de mañana y decidió salir en busca de algo que llevarse a la boca. Cerró el libro donde registraba sus cuentas y emergió hacia la luz natural. En la sala de trabajo contempló la larga mesa en la que se afanaban los artesanos. Todos se esmeraban por igual, cincelando y perfilando, limando o desbastando, engastando con mimo o golpeando cuidadosos sobre el tas. Las cabezas se movían al ritmo del tintineo sobre el metal. Excepto Lorenz, que no estaba a la vista. Intrigado, Ernest siguió avanzando con el objeto de preguntar a sus compañeros cercanos, ávidos inspectores que lo sabían todo de él. Pero no hizo falta.

Al dar unos pasos lo vio, con la cabeza reposando sobre los brazos cruzados encima de la mesa. Siguió avanzando decidido hacia él a la vez que los rostros de los demás se iban levantando y observaban a su jefe con una sonrisa prendida a sus labios. Con un leve codazo apenas perceptible, alguno avisaba al compañero absorto en su labor, y, mediante una simple mirada, un gesto de la cara, señalaba con la barbilla en dirección a Lorenz. Los golpeteos y los ruidos metálicos de las herramientas fueron cesando poco a poco hasta desaparecer. Finalmente, lo único que resonaba en el obrador de orfebrería eran los ronquidos apagados de Lorenz Block.

Con los ojos llenos de ira, Ernest alzó la mano y descargó el puño sobre la mesa con gran estruendo. Las herramientas temblaron y Lorenz se irguió sobre su asiento como movido por un resorte. En la cara, esquirlas de metal y el negativo de las irregularidades de la ropa en forma de arrugas evidenciaban que el sueño había sido profundo. Tenía los ojos un poco rojos. Aguantó estoico la ira de su suegro.

—¿Qué demonios estás haciendo? ¿Para esto te pago? ¿Crees que puedes venir aquí a dormir y quedarte tan ancho? No lo entiendo. Te juro que no entiendo por qué no te echo ahora mismo al arroyo donde te encontré.

—Lo siento, no volverá a ocurrir. Estoy pasando una mala época —arguyó Lorenz con timidez.

—Una mala época… ¡Ja! —simuló una carcajada sardónica—. La mala época empezó para mí el día en que apareciste por esa puerta y yo, qué estúpido, te concedí el puesto de aprendiz. ¡Qué desgracia! Maldigo ese día una y mil veces. Pero esto no quedará así, ah, no… Esta semana te quedarás más tiempo cada día para recuperar lo que has perdido. —Levantó la vista hacia el resto de los trabajadores—. Y vosotros, ¿¡qué miráis!? ¿Acaso también os queréis quedar? Ninguno ha sido capaz de advertirme. Podría llevar toda la mañana así. ¿Es que lo encubrís? Parece mentira…

El golpeteo metálico se reinició de nuevo, esta vez con renovadas ansias, alentado por la amenaza de ampliar una jornada ya de por sí extenuante.

Lorenz, sentado en su taburete de madera, no intentó ya más excusas. Había obrado mal y lo sabía. No quería culpar a Ernest por su ira. En su fuero interno se maldecía continuamente por ser tan estúpido, por entregarse en sus ratos libres a una labor que no le producía más que quebraderos de cabeza. Además, Erika no se había encontrado bien la noche anterior y quería llegar a casa para estar con ella, saber cómo había pasado el día. Ahora, encima, se preocuparía porque llegaba tarde. Tampoco podía dilatar la entrega de las indulgencias. Esperaba que, cuando las acabase, todo volviese a la normalidad y dispusiesen de un poco de tiempo para estar juntos. Quizá no debió aceptar ese encargo. Él no era un copista. No pudo serlo cuando tocaba y, se lo dijo un gran maestro, no lo sería nunca.