Colonia, marzo de 1436
Nikolas conducía despacio el carromato por una de las calles cercanas a la muralla. Antes de llegar a ella, se encontraba el taller de encuadernación de los libros que copiaban en su obrador. Era muy cuidadoso con ese proceso, hasta el punto de ser él en persona quien llevaba los pliegos y daba instrucciones sobre los diseños para las cubiertas.
La mañana se había levantado fresca tras la lluvia de la noche anterior. Tiró suavemente de las riendas y paró delante del taller. En esa calle se agolpaban también las carnicerías. El fuerte olor lo impregnaba todo y los charcos de sangre manaban por diferentes regueros hasta el centro de la calle.
Dentro, otro olor le inundó; una mezcla de aromas que le recordaba la primera vez que visitó un taller así, hacía ya muchos años y en otra tierra, en al-Ándalus. La piel expuesta al sol en el patio, los engrudos y las harinas, la cal viva, el agua macerada, los tintes… Muchas pieles llegaban acabadas, pero otras necesitaban de un último remate. Todo el proceso del libro lo seguía con mimo Nikolas. Stein Rosberk era un personaje cuidadoso y un gran artesano. Saludó con una sonrisa:
—Buenos días, mein Herr.
—Buenos días, Stein —contestó, estrechando la mano del maestro responsable del obrador.
—Las pieles que nos hicisteis llegar son excelentes. Se nota muchísimo que las elegís vos personalmente.
Hacía poco que Nikolas controlaba el negocio de las pieles. Finalmente, había sido un acierto actuar por cuenta propia a favor de Heller. Al enterarse, este se había mostrado agradecido y le había cedido el control del sector. Nikolas prefería el detalle de los acabados, pero no podía desdeñar los suculentos beneficios del negocio al por mayor. Además, desde entonces siempre se guardaba las mejores piezas que antes Wilhelm Pabst le racaneaba. Ahora, Rosberk debía comprar el material a Nikolas y se aseguraba de que sus libros fuesen los más bellos, los más cuidados. A pesar de esa posición ventajosa, Nikolas no subió los precios. Eso sí, exigía que se aplicaran técnicas como cordobanes y guadamecíes, acabados que conocía de Córdoba y que se habían extendido por toda Europa como símbolo de exquisitez y calidad.
—Gracias, Stein. Ya sabes que hacer las cosas bien es mi máxima. No podía darte sino lo mejor. Lo mejor, para el mejor. Por cierto… ¿tienes ya…?
—¡Claro, claro! Hemos hecho una verdadera obra de arte, Nikolas. No sé quién será el afortunado… ¿Es para vuestra colección personal?
Negó con la cabeza.
—Ah, bien, sea quien sea el afortunado poseedor de ese libro, dispondrá de una verdadera joya. Aguardad un momento.
Stein se alejó todo lo rápido que su leve cojera le permitía. Mientras Nikolas esperaba, sacó de entre sus ropajes varios pliegos con los diseños para otro libro; se trataba de un cordobán con un motivo geométrico y floral. Aprovecharía unas excelentes pieles de cabra que acababan de llegar.
Stein le interrumpió. Sostenía un grueso volumen envuelto en limpia tela de algodón. Pidió que lo siguiera hacia una mesa cercana donde lo apoyó con delicadeza. El artesano iba a apartar la tela pero, en el último momento, prefirió que fuera Nikolas el que lo descubriera. Sabía que así el efecto sería mayor.
Nikolas contuvo la respiración en cuanto sus dedos tocaron la gasa. La levantó con suavidad, primero un pliegue y después el otro. Ahí estaba: un magistral ejemplar del Decamerón con las cubiertas repujadas en una suave piel vacuna, con cierre y esquinas de plata labrada. Aspiró el aroma que desprendía el ejemplar. Cálido, amable. El cierre cedió con precisión. El cosido era casi inapreciable y el texto, sencillamente perfecto.
—Gracias, Stein. Es fantástico. Quizá tu mejor obra. —La voz de Nikolas desprendía emoción contenida. Miró al artesano, que lo observaba a su vez con los ojos vidriosos. Nikolas no tenía a Stein en muy alta estima, puesto que en muchas ocasiones se mostraba poco dado a decir cosas inteligentes. Pero debía reconocer que amaba su oficio y que parecía reservar todo su talento para obras como la que sopesaba en sus manos.
La calidad del trabajo puso de muy buen humor a Nikolas. Así, cuando le enseñó a Stein los diseños para el nuevo libro, lo hizo siempre en un tono didáctico y amigable. Le estaba pidiendo algo realmente delicado, puesto que se trataba de un libro religioso para la esposa de un señor feudal. En ese tipo de ejemplares se enjoyaban las cubiertas con incrustaciones de metales preciosos. Nikolas sabía que podría ser laborioso, pero la generosidad demostrada por el noble obligaba a recortar el tiempo de espera. Rosberk, embriagado por los elogios de Nikolas, aceptó todas sus condiciones. Se sentía alguien importante al lado de un copista que año tras año aumentaba su prestigio y, sobre todo, su poder.
En cuanto Nikolas llegó al obrador, hizo caso omiso de Helmuth y se sentó a su mesa, enfrascado en revisar el recién adquirido ejemplar. Inspeccionó una a una cada página para cerciorarse de que estaban todas en el orden correcto, que no había manchas ni errores, y solo cuando lo hubo comprobado se relajó. En esos momentos, abrió el libro al azar y posó su mirada sobre las historias que llenaban sus páginas. Los relatos eran picantes; esposas y maridos se afanaban en engañarse mutuamente, los clérigos se comportaban con lascivia y las monjas sucumbían al natural deseo de todo cuerpo humano. Conociendo a Heller, tan poco dado a la beatería, estaba convencido de que sería de su agrado.
La lectura le hizo recordar a Zacarías y a sus conversaciones siempre provechosas. Fue entonces cuando conoció el libro original en italiano, junto a otras tantas y tantas lecturas; una época de su vida que, en sus recuerdos, aparecía siempre teñida de la luz cobriza de los amaneceres del sur. En aquellos momentos difíciles, la lectura le rescató del mal paso y su destino se selló para siempre: decidió volver a Colonia y poner esos libros al alcance de los demás. Su clarividencia hizo el resto.
Cerró el volumen con parsimonia y colocó de nuevo el paño de algodón que lo envolvía. Debía deslumbrar a Heller, aunque dudaba de que fuera capaz de disfrutarlo como él. Era la primera vez que le regalaba un ejemplar así. Su dilatada amistad con el alcalde estaba basada más en un intercambio que en la confianza mutua y, de nuevo, le tocaba a él. Debía mantener la relación con Heller como se mantiene la llama de una chimenea en invierno. Fuera del poder, solo había frío.
Esa misma tarde, Heller lo recibió en el Rathaus rodeado de colaboradores. Se disculpó ante Nikolas y se dedicó a dar órdenes hasta encontrar un instante en el que quedarse a solas con el copista. Cuando lo consiguió, lo invitó a sentarse en una cómoda silla y se situó a su lado. Se acordó Nikolas del arzobispo, que recibía a todas las visitas parapetado tras la mesa, como una forma de marcar distancias. El gesto de Heller, más cercano al trato personal, le hizo sentirse cómodo.
—¿Qué novedades me traéis, Nikolas? —preguntó sonriente, aunque por su mirada se podía deducir que estaba pensando a la vez en otros asuntos.
—Os traigo un regalo. Este bello ejemplar ha salido de mi obrador y ha sido elaborado exclusivamente para vos y vuestra familia. Espero sea de vuestro agrado.
Heller recibió el presente con moderada sorpresa. Retiró la gasa y la dejó caer sobre un asiento cercano. Contempló el libro pasando la mano derecha sobre la tapa.
—Vaya… —dejó escapar—, compruebo una vez más que vuestra fama es bien merecida. Sois muy gentil, Nikolas, es muy amable de vuestra parte. Seguro que a Agripina le encantará.
Sin abrir el libro, llamó a un sirviente. Cuando apareció por la puerta se lo entregó.
—Házselo llegar a mi esposa, diciendo que es un regalo del famoso copista Nikolas Fischer.
Nikolas tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para que no se le notara el disgusto. El alcalde ni tan siquiera se había molestado en abrir el ejemplar.
—Por cierto, tengo más documentos de los que necesito copia…
La voz de Heller le sonó en ese momento hueca, vacía. Nikolas se confesó a sí mismo que pagaría un alto precio por ver el rostro de la dulce Agripina leyendo ejemplos de amantísimas esposas engañando a sus ingenuos maridos. Pensó que Heller había provocado en un único gesto el agravio y la venganza.
—Claro, mandaré que vengan a buscarlos inmediatamente. Me honra que confiéis en nuestro obrador para servir al pueblo de Colonia —contestó Nikolas, en tono neutro.
Heller dejó escapar una risa.
—¡Siempre tan correcto, mi buen Nikolas! Es lo mínimo que puedo hacer…
Se acercó y volvió a sentarse. Bajando la voz, continuó:
—No sabéis hasta qué punto la… bueno, la desaparición de Pabst me ha aclarado el horizonte, sobre todo desde que se trasladó a otra ciudad. En cualquier caso, era un escollo importante y ahora mi prestigio ha aumentado.
—Me alegra saberlo —respondió Nikolas.
Heller rio de nuevo.
—¡Es que la mayoría no se acabó de creer lo de los asaltantes! Claro, también hay quien ve difícil que Pabst se inventara algo así. Pero eso es bueno. Creo que cierta dosis de confusión y misterio mantiene a raya las posibles envidias. Les da una idea de que puede haber algo oculto, algo peligroso que nadie sabe muy bien cómo calibrar ni cuánto peligro encierra.
—Soy consciente, bürgermeister, ya que con esa intención lo hice. Hasta el más poderoso esconde dentro de sí un alma supersticiosa. Y nadie quiere arriesgarse si tiene una buena posición que perder.
—Cierto, mi buen Nikolas. Y de eso, de no perder una buena posición, sino de mejorarla, es de lo que no tendréis que preocuparos mientras os mantengáis a mi lado. Me tengo por ser una persona agradecida.
Nikolas no pudo evitar volver su pensamiento al libro que acababa de regalar.
—No lo dudo, Heller, y es algo en lo que coincidimos.
Heller le palmeó la rodilla satisfecho mientras se ponía de pie.
—Bien, bien… Ahora deberéis disculparme, tengo un compromiso que atender fuera de este edificio.
Nikolas se incorporó también.
—¿Una invitación de algún noble? —preguntó sutil.
Heller adivinó la intención del copista, que siempre le recordaba de una manera u otra su antaño menosprecio por los patricios.
—Sí, eso es, una espléndida comida con un prohombre de Renania, que parece interesado en estrechar los lazos con este humilde servidor. Algo que nos conviene a ambos…
—¿Nos? —preguntó extrañado Nikolas.
—Por supuesto, amigo mío, nos, porque todo lo que me beneficia a mí os beneficia a vos.
—¿Acaso mi estómago digerirá el faisán mientras vos lo masticáis? —preguntó burlón.
—¡Qué bromista sois! A tanto no creo que llegue la amistad de nadie. Pero si un amigo tiene fortuna, el otro se beneficia. De la misma manera, si un amigo tiene problemas —aceró la mirada y se acercó; le puso la mano en el hombro y el contacto físico le resultó desagradable a Nikolas—, el otro también los tiene, ¿no creéis?
La mano en el hombro y los ojos parecían desmentir la sonrisa supuestamente afable del alcalde. Nikolas mantuvo el temple y se despidieron. Mientras se alejaba del Rathaus, ya en su montura, el copista sintió que la sombra protectora que le acababa de prometer el político cobraba un aspecto amenazador. Se arrebujó entre las ropas para protegerse del frío que le sobrevino de manera inesperada.