Capítulo 15

Johann Buchmann caminaba por las calles de Colonia como un pez fuera del agua. Hacía poco que la Navidad había acabado y la adoración de los Reyes Magos dejaba su rastro en la ciudad en forma de innumerables peregrinos surcando las calles. Varios siglos atrás los restos de los tres ilustres visitantes de Jesús habían llegado a la catedral de Colonia, llevados por Federico I Barbarroja desde Milán. La magna obra de la catedral, que se había iniciado como santuario imponente para tan excelsas reliquias, llevaba ya dos siglos construyéndose y todavía no parecía cercano el momento de su finalización.

A Johann, fuera del reducto aislado de la librería, todo se le antojaba desordenado e inasible. No entendía los gritos, los fuertes olores, el ruido, el desbarajuste de los animales y las personas llenándolo todo. Para él, el mundo se comprendía mejor reducido a lenguaje y escrito en un trozo de papel.

En sus esporádicos paseos, siempre acababa descubriendo un nuevo caos que añadir al ya conocido y se desengañaba de la posibilidad de universalizar el mundo perfecto en el que habitaba. La utopía para él se establecía en el orden autoimpuesto, el que convertiría a la ciudad en el lugar ideal para vivir más allá de conflictos económicos y sociales. Pero ese ideal distaba mucho de ser posible y, como tal, iba añadiendo detalles en su mente a modo de universo onírico en el que se iba sintiendo a gusto. Las dimensiones de su mundo, reducido a las letras, iban adquiriendo visos de realidad durante las largas semanas de aislamiento. Así, el choque con la auténtica verdad era difícil. Y se sentía fascinado al ver a la gente sudando a pesar del frío, sucia a pesar del río y el agua cercanos, pestilentes por vocación pudiendo escoger el mundo irreductible e higiénico de un buen libro. O quizá no podían escoger y él tenía una misión que realizar. Esa era su razón de ser y necesitaba la confrontación periódica con la ciudad para darse cuenta de la fuerza de sus principios.

Pasó el Altmarkt y encaminó sus pasos hacia la Hochstrasse, la calle principal que unía las puertas opuestas de entrada de la muralla. Dicha calle surcaba la urbe como una arteria interior paralela al río, el auténtico canal de alimentación del cuerpo urbano. La ciudad estaba organizada en torno a un núcleo bullicioso en círculos concéntricos. Hacia sus límites, como en una onda expansiva al lanzar una piedra, el griterío y el bullicio se iban diluyendo hasta desaparecer fuera de las murallas. En los campos, solo quedaba el silencio.

Se desvió de aquella vía principal por un callejón tortuoso que desembocó en una plaza pequeña y recogida. Ante él se desplegó la iglesia de San Miguel, sencilla y solemne. Donde acababa el suelo de arena y guijarros se iniciaban unas breves escaleras sobre las que decenas de personas sembraban sus harapos con solemnidad. La iglesia se erguía altiva, recortada contra un cielo recargado de nubes algodonosas. El sol apareció entre ellas e iluminó la espalda del librero y las caras tiznadas y oliváceas de los yacientes, que lo miraban. Ninguno de ellos mostró interés por él, pero sumados, resultaban amenazadores.

La iglesia de San Miguel era un edificio sólido de planta rectangular y pequeñas ventanas con dintel a mitad de muro para permitir la entrada de luz. Los vidrios parecían grises, de la misma naturaleza que los grandes sillares de piedra que los rodeaban. Estos formaban hileras heterogéneas unidas por una argamasa blanquecina.

En la parte superior de las escaleras, de huella mayor que un paso y contrahuella baja, nacía un pórtico umbroso y frío, cubierto por un pequeño tejadillo de pizarra dañado a ojos vistas. Se descolgaba del muro principal en uno de los costados, donde curiosamente se situaba la puerta de entrada. Elevando la mirada ascendía el muro de la fábrica principal que contenía los ventanucos igual que si hubieran sido colocados al azar; viendo la poca luz que llegaba al interior del edificio, su utilidad era dudosa. El transepto era casi inapreciable, de tan pequeño. Apenas un mínimo ensanchamiento en la nave preferente antes de llegar al presbiterio y al ábside redondeado. Traspasado el pórtico, todo él recorrido por un saliente de piedra a modo de banco, se entraba a un atrio falso construido en madera y que formaba una sola pieza con las puertas macizas y pesadas, siempre abiertas.

Cuando Johann accedió al interior, el olor del incienso se mezclaba con el de los peregrinos. Expulsados de la catedral una vez finalizadas las celebraciones, se aprovechaban de la buena voluntad del presbítero de esa parroquia para mantenerse al abrigo de la beneficencia por unos días. Algunos bancos de madera estaban ocupados por individuos que se acababan de despertar y recogían sin prisa sus pocas pertenencias, que a veces se reducían a una capa oscura y un báculo desgastado.

Pasando de largo la pila bautismal, Johann avanzó por la nave lateral hasta una pequeña puerta desvencijada. Llamó varias veces y esperó, apoyado en una columna mientras observaba a un diácono vestido de negro con sobrepelliz blanca esparcir olorosas volutas con su turíbulo.

—Buenos días, Johann. No esperaba tu visita —dijo el cura, alargando la mano después de abrir la puerta.

—Buenos días, padre Martin. No quisiera ser inoportuno —recibió el librero la encajada.

—Nunca lo eres. A veces lo son tus palabras —respondió el cura con una sonrisa en los labios.

Los dos hombres avanzaron por detrás del altar, siguiendo paralelos a la pared, ambos con las manos enlazadas en la espalda, mirando al suelo y a su interlocutor alternativamente.

—Parece que la parroquia ha aumentado en los últimos días… —comentó Johann.

No quería entrar demasiado rápido en el asunto que le había llevado hasta allí. Siempre apreciaba una buena conversación y el padre Martin Wahrheit era uno de los mejores en tal menester, sobre todo cuando se trataba de cuestiones teológicas.

—Solemos tener un exceso de visitas en esta época —reconoció el párroco—. Así que alargamos con agua la sopa boba que empezamos a repartir gracias a las limosnas de Navidad. Pero solo nos queda alimento para hoy y mañana. Ya verás cómo pasado no queda ni rastro de todos estos peregrinos. Son gente en tránsito, acostumbrados a vagar de celebración en celebración para contentarse, al menos por unos días, con un lugar donde dormir y una ración de comida caliente en el estómago.

—Pero ¿se aprovechan entonces de las festividades litúrgicas? —preguntó Johann, malicioso.

—Digamos que es su única oportunidad de seguir vivos. Otros simplemente necesitan de esa caridad para poder peregrinar a los santos lugares. Sienten sobre sus espaldas el peso de una gran culpa y la única manera de expiarla es mediante el peregrinaje. Las bulas no están al alcance de cualquier bolsa.

—Solo las de los poderosos. La Iglesia se enriquece mediante el uso de este sistema…

—Lo reconozco y, aunque no esté de acuerdo en su uso, en estos tiempos difíciles supone el único ingreso extraordinario que recibimos —concedió el padre Martin—. No nosotros; nuestra feligresía es pobre y está muy sujeta a las cosechas; ya ves el estado ruinoso de nuestro templo. Pero sí las grandes congregaciones, que aguzan el ingenio cuando sus posibilidades se ven limitadas por la codicia y el expolio sistemático de los bienes comunes. A nuestra parroquia, las bulas y las indulgencias nos llegan a un elevado precio y debemos venderlas casi por lo mismo, de lo contrario no repartiríamos ninguna. Y, aun así, apenas llegan a la calle. Nadie tiene dinero por aquí.

—¿Solo se pueden vender esas que os llegan? —preguntó el librero.

—No, no. Pero es que son las oficiales y, claro… —El padre Wahrheit articuló un silencio—. Por otra parte, el único que sabe escribir en toda la parroquia soy yo. Y no tengo tiempo que perder en andar redactando indulgencias, para luego encima enemistarme con la oficialidad. O que mis feligreses no las puedan comprar, como pasa ahora. Otros problemas nos acucian hoy en día en lugares como este.

—Y que lo digas. El diablo acecha detrás de cada esquina… —soltó Johann sentencioso.

—No creo que sea el diablo, o quizá sí. Tal vez sea el diablo el que se dedique año tras año a especular con el precio del cereal, produciendo escasez y permitiendo a los que tienen buenas bodegas donde almacenarlo seco no sacarlo al mercado hasta que los precios se triplican. Quizá tenga la culpa el diablo de que, a veces, el que venden no esté tan seco como debiera y se pudra: el año pasado la población de la parroquia se redujo a la mitad. Y, durante varios meses, muchos niños nacieron prematuros o muertos. Sin contar, claro, el número indefinido de abortos, que los maridos casi siempre achacan al adulterio de sus esposas y que engendran todavía más violencia. El panorama es desolador.

—¿Y dices que eso pasa año tras año? —preguntó incrédulo Johann.

—Bueno, digamos que, en los años en que las cosechas han sido peores, se agudiza. Hay muchos amputados, imagino que por causa de esa misma estúpida enfermedad. La del pan de San Antón, la llaman. Es estacional; dura tres o cuatro meses. Luego están los borrachos que han perdido ya la razón, que vagan por las calles anunciando el apocalipsis que ven cada noche en sus delirios, los huérfanos que no tienen más remedio que dedicarse al pillaje y que cada vez se vuelven peores, todo el día viviendo en la calle… O las madres solteras y viudas que se lanzan a la prostitución en busca de un mendrugo de pan. Muchas de ellas, incluso, ejercen aquí dentro de la iglesia sin respetar ni siquiera la casa de Dios. Normalmente las echamos, pero no damos abasto entre mi diácono y yo. —Negó con la cabeza el cura, resignado—. Y cuando más actúan es durante las celebraciones. Los dos estamos oficiando y la clientela abarrota las estancias y capillas laterales más alejadas del altar. Al tener la entrada lateral, el coro —indicó Martin Wahrheit una construcción de madera labrada que pendía en equilibrio de la pared— queda fuera de nuestra vista. A veces se forman hasta colas.

El padre señaló hacia arriba con un gesto amargo. Allí se alzaba una balaustrada de madera que se iniciaba en mampostería en los extremos, como si la pretensión hubiese sido hacerla de piedra y, en último término, se hubiera optado por el otro material más barato. Seguramente la iglesia había vivido tiempos mejores, a tenor de lo que relataba el capellán.

—¿Vamos arriba? —Fue una invitación más que una pregunta.

Pasaron de largo el coro y se acercaron a un pequeño dintel sin puerta. Lo traspasaron e iniciaron el ascenso por una estrecha escalera de caracol. Los escalones formaban triángulos alrededor de una columna. En cada uno de ellos medio pie quedaba fuera y la parte que entraba debía hacerse hueco entre el palomino reseco. Iniciaron el camino a tientas, en una oscuridad que se fue suavizando a medida que subían. Las paredes redondas daban la impresión de infinitud, desorientándolos. Los últimos peldaños se fueron abriendo poco a poco a la luz y, finalmente, los dos cuerpos emergieron al interior del campanario a través de una trampilla. El sol alumbraba entremezclado con las nubes. La luz entraba a dentelladas por los dos grandes arcos de medio punto que adornaban el campanario de la iglesia de San Miguel Arcángel. Una inmensa campana colgaba en el centro suspendida de un grueso madero combado por el peso. Desde tan cerca, la inminencia de su doblar se convertía en una amenaza temible: abajo el ruido ya resultaba doloroso para los oídos. A un lado, sobre una viga más pequeña, una campana extrañamente minúscula. Pese a su tamaño, su sonido era muy temido. El tañido a muerto se repartía por los rincones adonde no llegaba incluso el sonido de su hermana mayor.

Desde allí, la ciudad de Colonia se extendía por todos los confines. Sus más de cincuenta mil habitantes la convertían en una de las urbes más grandes de Europa. El río se perdía por unos campos todavía rojizos, sin rastro de vida. Las bardas que los dividían eran de un color blancuzco, casi gris: el tímido sol de todo el día no conseguía eliminar el hielo de la larga noche que en esas líneas se refugiaba. El omnipresente río recorría manso y lento toda la llanura, serpenteando impasible ante las cuitas de los hombres que habitaban en sus márgenes. El padre Martin Wahrheit rompió su silencio señalando hacia los límites de la ciudad, más allá de las murallas.

—¿Ves aquellos muros? Son de una mezcla de barro y paja.

—Sí. ¿Es el camposanto de vuestra parroquia?

—Lo es. El año pasado se nos quedó pequeño y tuvimos que derrumbar el muro por uno de sus extremos. Pero el aluvión de cadáveres fue tal que enseguida desistimos de cavar más tumbas. Aquellos cúmulos de tierra que ves, un poco más oscuros que el resto, son la huella imborrable de las fosas comunes. Las familias han puesto las pequeñas cruces que los coronan. En aquel de allí, el más alejado de la ciudad, hay treinta y dos cruces blancas. Y no todas las familias pusieron su cruz.

—Desolador —acertó a decir Johann.

En sus miradas esa palabra adquiría toda su dimensión. La penalidad en que vivían sus conciudadanos les hacía sentir un dolor sordo que nacía en las vísceras y se extendía por los músculos hasta llegar al cerebro convertido en una especie de murmullo. Como el gorgoteo del agua cayendo por los aleros de las casas y estrellándose contra el suelo.

—Pero supongo que no has venido solo para que te hable de las desgracias que nos rodean…

—También, Martin, también. —Johann se permitía prescindir del tratamiento de padre. En las alturas del campanario se hallaban a salvo de los oídos de los fieles y tampoco era necesario, estando los dos solos, un tratamiento tan formal—. Como bien sabes, nosotros promovemos la difusión de la cultura como un bien necesario, pero de momento nuestras acciones han sido muy limitadas: mucha palabrería y unos cuantos papeles volanderos denunciando injusticias que nadie ha sido capaz de leer salvo los que las cometían. Creo que ha llegado el momento de actuar y tú puedes ayudar a hacerlo.

—¿Yo? ¿Cómo? —dijo el padre Martin señalándose el pecho.

—Antes has hablado de las indulgencias que suponen un importante ingreso en las arcas del arzobispado. Creo que podríamos hacer que esos ingresos vinieran directamente a tu parroquia.

—Pero eso es imposible. Ya te he dicho que no tengo tiempo y no puedo pagar a ningún escriba para prepararlas. Las indulgencias son la manera de conseguir dinero, pero no hay dinero en la parroquia para hacerlas… ¡Preciosa ironía!

—Te presentaré a la persona capaz. Cuando comprendas el proceso, todo será más fácil. Confía en mí, Martin.

—Está bien. Preséntame a tan insigne benefactor.

—Escríbeme el texto que deben contener y dame una muestra original de alguna de las indulgencias —estableció Johann, seguro—. La persona vendrá a verte con el trabajo realizado. Y no te preocupes por el dinero: creo que podrá esperar a que vendas las primeras para empezar a cobrar. No te arrepentirás.

El padre Martin Wahrheit apoyó la mano en el hombro de su amigo y sonrió afable. Los rayos de sol, aunque faltos de calor, procuraban esperanza y consuelo ante todas las desdichas de las que habían hablado.

—Espero no tener que hacerlo algún día, Johann.