La nieve había caído con insistencia sobre la ciudad durante la noche. En la mañana de aquel primer viernes de diciembre, el barro empezaba a mezclarse con el manto blanco por las huellas de los carros, de los animales, de las personas que lo pisaban. Wilhelm Pabst, el dueño de la tenería más importante de Colonia y reputado comerciante del sector, cojeaba secundado por dos esbirros. Uno de ellos sostenía las riendas de cuero y tiraba a su vez de las mulas que remoloneaban arrastrando la carreta. El viento cortaba la piel con el frío y la humedad.
El potentado mantenía un porte orgulloso pese a las heridas. Tenía un ojo velado por la hinchazón y en la nariz le sobresalían dos jirones escarlatas de tela apelmazada por la sangre. Pero, aun así, mantenía su barbilla alta. Esperaba ser recibido por el cabildo de los gremios, que se reunía temprano aquella mañana. Después de todo, podía haber sido peor. Expondría su denuncia el mismo día en que habían ocurrido los hechos. En caso contrario, hubiera tenido que convocar de oficio al cabildo, esperar entre uno y tres días a que los miembros accediesen a reunirse y plantear sus peticiones cuando ya todos hubiesen recibido de oídas una versión que no sería la suya. Que el alcalde no estaba de su parte era un secreto a voces y no rechazaba la eventualidad de que intentase minar su reputación.
Sus dos sirvientes, también maltrechos, no cesaban de murmurar entre ellos un poco más atrás, dirigiéndole miradas asustadizas por lo que pudiera pasar a partir de ese momento. Se tenían el uno al otro para apoyarse, para compartir sus cuitas. Él, en cambio, no podía purgar su profunda inquietud de ninguna manera; tendría que responder por lo sucedido. A esa hora debería estar ya en las puertas del ayuntamiento para pagar los impuestos al recaudador municipal, Rolf Rysen, hombre temido y denostado por quienes habían tenido tratos con él en la ciudad. Su severidad era bien conocida.
Pero, para llegar hasta él, quedaba tiempo. Primero debía exponer su caso ante el cabildo. Se dirigió a la puerta del Arbeitshaus. La casa del trabajo obraba a modo de punto de encuentro de los distintos gremios. Como no disponía de personal de servicio, fue el propio representante de los curtidores quien, sorprendido por el carácter de urgencia de la petición de su agremiado, los invitó a pasar a la estancia principal. Uno de los sirvientes ató las riendas de las mulas a un aro clavado en la pared de piedra y después entraron.
De pie ante el estrado semicircular donde se sentaban los siete miembros del cabildo, empezó la vista improvisada. Ninguno de ellos esperaba aquella situación. La explicación embrollada y nerviosa de Wilhelm Pabst los obligaba a ser cautos. Cuando el potentado hubo concluido, comenzaron las preguntas. Esperaban un fallo, un error, una duda que les confirmara o no la veracidad de lo explicado. Las miradas de recelo simultaneaban entre los diferentes integrantes de aquel sumario improvisado.
—Wilhelm, calmaos, por favor.
El comerciante se limpió las comisuras de los labios, resecos por los nervios. Intentó detener el temblor de los brazos y recomponer el gesto. Sabía que estaba siendo examinado, pero era un hombre avezado en los negocios. Tragó saliva y cogió aire. Al hacerlo, una mueca de dolor delató el golpe en las costillas. No podía respirar profundamente.
—He sido saqueado —dijo al fin con voz inflamada, escupiendo las palabras.
—Herr Pabst, ¿tendríais a bien volver a explicarnos de manera un tanto menos atropellada las circunstancias de tan lamentable suceso? —preguntó un hombre de ricos ropajes, uno de los maestros carpinteros más viejos de los gremios.
Wilhelm Pabst aspiró hasta que notó de nuevo el dolor y se serenó. Necesitaba resultar convincente.
—Me dirigía al ayuntamiento para hacer hoy efectivo el pago de los impuestos acumulados en mis últimas transacciones a través de los límites de la ciudad. ¡Ochenta florines de oro! Y hoy cumplía el plazo. Todo lo demás lo tengo invertido. Ya sabéis, este año el invierno está apretando… El caso es que no puedo disponer de capital hasta la semana que viene, cuando concluyen los tratos con los clientes del sur. Entonces podré pagar. —A los presentes les sorprendió la elevada suma pronunciada, a pesar de estar acostumbrados a todo tipo de transacciones. Wilhelm Pabst lo intuyó—. ¡Por Dios bendito! Algunos prefieren armar un montón de hombres para proteger su dinero en tan cortos trayectos. Yo prefiero no llamar la atención y acompañarme de unos pocos de confianza. Hasta hoy nunca me vi asaltado. ¡Soy un buen ciudadano! ¡Un humilde comerciante!
—Está bien, Wilhelm, tranquilizaos. Volved a explicar las circunstancias, esta vez más despacio —indicó otro de los miembros.
Todos estaban al tanto de la cantidad ingente de intercambios comerciales y de los impuestos que generaban. Los pequeños hurtos eran algo habitual: pordioseros que asaltaban las bolsas, mozalbetes de hábiles dedos, mujeres de la calle que también se dedicaban a sisar, peregrinos que lo habían perdido todo en el camino, algún rufián de poca monta que se amparaba en las sombras… Pero nunca habían sido testigos de un robo de tal escala a plena luz del día en mitad de la ciudad. Esperaban que no se repitiese, puesto que, en las ciudades, ese tipo de noticias eran doblemente funestas: empujaban a los inversores locales a ser miedosos y desalentaban los negocios que venían de fuera.
—Nos estaban esperando. Seguro. Eran más de media docena. No eran vulgares delincuentes. —Wilhelm Pabst clavó su mirada en el suelo.
—¿Cómo…? —Los capitostes de los gremios se miraron entre ellos.
—Seguro. Fueron directos a por mí y me arrancaron la bolsa. No estaban esperando al primero que pasara… Me esperaban a mí. Y eran muy extraños. No vestían más prenda que un hábito raído, con un simple cinturón de cuerda en la cintura. —El curtidor deambulaba de punta a punta del estrado y su mirada caía sobre los presentes como un lazo. Estaba fuera de sí—. Iban descalzos. Ellos pueden confirmarlo —dijo, señalando a sus hombres, que se mantenían quietos y expectantes.
—Está bien. Continuad.
—Llevaban las capuchas caladas hasta los ojos. No pude ver sus caras. Se acercaron rápido. Sin correr, pero muy rápido. Nos arrastraron como si no pesáramos y nos lanzaron contra el suelo. Íbamos camino del ayuntamiento. Al pasar cerca de la catedral, surgieron como sombras. Nos llevaron hasta la penumbra de un callejón y allí nos golpearon. Lo justo para que quedásemos desorientados y en silencio. No había nadie en la calle. Cuando me despejé totalmente, me palpé y mi bolsa ya no estaba. Solo pude verlos desaparecer tan rápido como habían llegado, sus mantos revueltos por el viento… —La impotencia le hizo torcer el gesto, reviviendo el dolor y la humillación. Apretaba con fuerza las manos.
—Había algo extraño en ellos… —dijo temblando uno de los sirvientes sin que nadie le hubiera preguntado—. Tenían la piel… muy blanca. Demasiado. Como si ya estuvieran muertos. Y en cambio poseían una fuerza descomunal. No nos dieron tiempo a reaccionar.
Los oyentes quedaron un tanto abrumados por esta última intervención del sirviente. Los miembros del cabildo cruzaron de nuevo sus miradas.
—¿Oísteis algún nombre, algún lugar que mencionaran al alejarse?
—Nada. Ni una palabra —respondió con altivez pasajera el comerciante. Luego prosiguió con la narración de los hechos—. Dos de ellos me arrancaron la capa y comenzaron de inmediato a hurgar por todos mis bolsillos. Yo los sentía cerca, pero no podía moverme. El golpe había sido certero. —Paró un segundo para coger aire—. Por un momento debí de revolverme algo con las pocas fuerzas que me quedaban y sentí una tremenda presión contra mi cara. Parecía que la cabeza me iba a estallar. Lo siguiente fueron sus pasos alejándose. Había ocultado la bolsa en una faja ajustada a mi cintura. ¡Qué gesto tan inútil por mi parte! —Agachó la cabeza y negó con rabia; mantenía los puños apretados y la mandíbula temblaba bajo la presión. La voz le nació rota en la siguiente frase—: No dispongo de recursos para reunir hoy de nuevo esa cantidad. Necesito que se encuentre a los ladrones, pero ante todo pido apoyo para solicitar una prórroga al recaudador. En caso contrario… perderé mi licencia. ¡Podría ser procesado por fraude!
En el estrado alternaba el silencio con los bisbiseos entre los prohombres de los gremios. Les era difícil comprender lo sucedido ya que nunca antes se había dado una situación similar. El más joven de ellos se atrevió a abundar en la sospecha común:
—Lamento de antemano la pregunta, Herr Pabst, pero… ¿tenéis testigos de que en la bolsa fueron guardadas las ochenta monedas?
—¡Mis hombres atestiguarán para confirmar lo que les he contado! —gritó con los nervios exaltados.
Las miradas contenían un deje de incredulidad. La palabra de los sirvientes valía menos que nada puesto que comían cada día a su mesa. El comerciante fue incapaz de ocultar más tiempo su exasperación ante los que componían el cabildo. Estiró su cuerpo cuan largo era y se puso la mano sobre el ojo hinchado antes de afirmar:
—¡No toleraré que mi palabra sea puesta en entredicho! He sido robado y me han causado un gran perjuicio impidiéndome saldar mi deuda con la municipalidad. El futuro de mi negocio está en peligro. ¡Exijo que una representación del Arbeitshaus me acompañe inmediatamente a declarar el suceso ante el recaudador Rysen!
En el ayuntamiento, después de escuchar el relato de lo sucedido, Rolf Rysen se removió en su silla. La enorme sala estaba vacía de todo fasto; solo una mesa de trabajo rebosante de papeles, de documentos. El suelo era de madera desnuda. La dependencia tomaba el carácter frío y austero de un recaudador de impuestos. Rolf Rysen tenía el aspecto de una rata, aunque se caracterizaba por una pulcritud exacerbada. Vestía completamente de negro y en su frente se ordenaban unos pocos cabellos rubios casi blancos. El pelo que le faltaba en la cabeza parecía acumularlo en las cejas, terriblemente pobladas. Todo ello contribuía a acentuar su aspecto grotesco. Los ojos se le empequeñecieron aún más cuando ante él se situaron Wilhelm Pabst, el curtidor, y los tres cofrades que lo acompañaban como testigos. Después de escuchar los argumentos del denunciante, concluyó:
—Vuestro futuro está en juego, Herr Pabst, ¿lo sabéis?
—Hemos venido a apelar a vos por esa razón —justificó el comerciante.
El recaudador negó casi imperceptiblemente. Volvió a hablar en su tono contenido, casi inaudible:
—¿La piel muy blanca, decís? También yo tengo la piel muy blanca. Trabajo aquí metido todo el santo día sin apenas ver el sol. Y, por otra parte, la ciudad entera sabe de vuestras últimas hazañas comerciales. Se dice que incluso fletasteis vos mismo un barco repleto de cueros y pieles españolas. Muy arriesgado, ¿no es cierto?
—Precisamente. Algunas de esas mercancías aún no han sido vendidas. El beneficio por la transacción llegará en las próximas semanas.
—Eso no concierne al consistorio. Vuestro plazo expira hoy.
—Pero… Respetable Rysen, si no me concedéis una prórroga, perderé mi licencia y no podré vender ni un solo fardo. ¡Saldremos todos perjudicados!
—Herr Pabst, muchos son los que han intentado engañarme, pero pocos los que lo han conseguido… y, en cualquier caso, ninguno que no se haya arruinado en el intento. Vuestra historia es… ¿Cómo calificarla? —Hizo esperar la palabra detrás de su hocico, y la soltó después de una larga pausa—: Vuestra historia es inconcebible.
El curtidor vio de repente que sus esperanzas se deshacían. Buscó entre los presentes algún amigo, alguna mirada de apoyo, algo a lo que aferrarse. Los miembros del cabildo bajaron los ojos; no querían verse implicados en un caso del que también dudaban. El recaudador prosiguió:
—Lamento mucho lo que de verdad pueda contener vuestra desventura, y que conste que no es mi labor creer o no creer. Tengo órdenes estrictas del bürgermeister de no aplazar el pago de impuesto alguno para no desatender la correcta gestión de la gran ciudad de Colonia. Ya sabéis, todos los trabajos que necesitan las calles y los edificios públicos, satisfacer al arzobispo en sus visitas, competir con el resto de ciudades que pretenden ganarnos terreno en lo comercial… Vos lo conocéis bien, Herr Pabst, puesto que habéis sido, y espero que todavía seáis, un comerciante de renombre. Yo me debo a esta ciudad y esta ciudad depende de mi buen hacer, ¿comprendéis?
Wilhelm Pabst se sintió derrotado ante esos ojos pequeños que lo miraban desde una lejana indiferencia. Era uno de los más prósperos comerciantes de Colonia y, sin embargo, su poder estaba a punto de desvanecerse.
—De todas formas, permitidme hacer una consulta a su excelencia, pues es sabido que en alguna ocasión el poder es capaz de hacer excepciones. —Los presentes guardaron silencio ante la sorpresa. Con una sonrisa, Rysen se levantó y salió dando pequeños pasos por la puerta que quedaba a su espalda.
Volvió la esperanza. Evitando rememorar sus anteriores desavenencias con el alcalde, Pabst comenzó a pensar en las opciones que tenía: prestamistas, otros comerciantes amigos, algún banquero… Podía contactar con los Fugger, con los que ya había hecho tratos en otra ocasión. En cosa de pocos días dispondría de los florines, garantizándolos con las existencias de las que aún disponía en sus almacenes. Como no sería suficiente, avalaría otros créditos con las futuras ventas, sería más caro pero creía en sus posibilidades. Probablemente el nuevo alcalde se apiadaría de su caso como signo de benevolencia y buena voluntad.
Cuando el recaudador entró de nuevo en la sala, Wilhelm Pabst lo recibió con el ánimo algo recuperado.
—He tenido la suerte de poder preguntarle directamente a su excelencia el alcalde Overstolz por este extraño acontecimiento. Debo añadir que le ha sorprendido y que se preocupará, por supuesto, de mantener la seguridad en nuestras calles.
—¿Y cuál ha sido su respuesta, respetable Rysen? —preguntó el curtidor, expectante.
—Que no hay excepciones.