Capítulo 13

Lorenz escogió el mesón que estaba próximo a la librería para tomarse un vaso de hidromiel antes de visitar a su amigo Johann. Había sido una dura jornada en el obrador y necesitaba relajarse. Trabajaba en un precioso joyero y por una parte estaba satisfecho… pero, por otra, Ernest le endilgaba diferentes tareas que entorpecían su labor y la entrega se retrasaba cada vez más. Era muy probable que fuera exactamente lo que su suegro deseaba; así podría exigir un pago más elevado a causa del tiempo invertido en el bello encargo.

El Faisán Dorado estaba repleto. Con las mesas dispuestas en hilera, los parroquianos se repartían en los amplios bancos de madera frente a ellas. Las jarras rebosantes de cerveza se alzaban y chocaban y llegaban a las bocas que las recibían golosas. En aquel mesón se cruzaban hombres de orígenes muy variados, desde simples aprendices a burgueses prósperos. También acudían a él algunos ancianos solitarios. Seguros de que su vida no iba a durar, se deshacían, en ese o en otro mesón, de las pocas pertenencias que les quedaban. A cambio de algunas monedas, el mesonero les permitía ocupar una de sus habitaciones hasta que los sorprendiera la muerte o se les acabara el dinero.

Lorenz dio otro pequeño sorbo a su vaso mientras ojeaba unos pliegos de papel; los extremos de estos se retorcían, ansiosos por volver a enroscarse en la funda de piel de la que habían salido. En ellos, las líneas de caracteres formaban dos columnas en un equilibrio casi perfecto. Los márgenes variaban en algunos espacios, pero tenían todo el aspecto de páginas escritas.

Entre el jolgorio alcohólico que llenaba el establecimiento, una voz destacó sobre las demás. Poco a poco, todas fueron apagándose hasta converger en un silencio tenso. Lorenz acabó también por dejar lo que estaba haciendo.

—¡Sois todos unos inútiles!

Coronado por una boina granate, quien había aullado ese insulto dejaba a la vista el jubón del mismo color y la camisa blanca. Su chaqueta a juego reposaba sobre uno de los bancos. Sin duda, se trataba de un hombre acaudalado. Aun así, y pese a que su aspecto era elegante, su comportamiento correspondía al de alguien rudo y sin modales.

Lorenz reparó en la forma angulosa de su rostro. Pensó que aquellas facciones que parecían perfilar el hocico de un caballo le sonaban de algo. Un fantasma llegado de su pasado se aparecía para recordarle su fracaso como aprendiz de copista justo en el momento en que más avances estaba logrando. Aquel había sido el joven que desvelara su zurdera en aquella prueba ahora tan lejana. Consiguió no darle más importancia de la que tenía: una simple casualidad, dos vidas que se vuelven a cruzar al cabo de los años en el universo finito de la gran ciudad de Colonia.

El alborotador lanzó un discurso atropellado. Al dirigirse hacia alguien, lo hacía con el brazo estirado, señalando. Tropezó con la pata de un banco y se trastabilló:

—Ninguno sabe lo que es un trabajo de verdad. ¡Holgazanes!… —masculló con rabia—. No sois nadie para decirme lo que tengo que hacer.

Un hombre vestido con gusto y que se comportaba con dignidad le lanzó un consejo. O una orden.

—Deberíais marcharos, Herr Gebel —exigió sereno—. Nadie desea seguir escuchando vuestros insultos. Primero ha sido el pobre Meyer —dijo señalando con una de sus manos al mesonero, que seguía la conversación tras la puerta de la cocina—, a quien habéis empujado solo porque la cerveza no llegaba hasta el borde. Después la habéis tomado con Alfred, gritando a los cuatro vientos que ser comerciante no es oficio digno. Creo que ya ha sido suficiente.

El agitador se volvió y se mantuvo en silencio antes de responder:

—Y, si no, ¿qué vas a hacer?

En ese instante, otra voz surgió entre el gentío para decir lo mismo. Parecía que la opinión anterior era compartida por la mayoría:

—¡Vete, Helmuth! Siempre haces lo mismo. Nos insultas y al día siguiente vuelves como si no hubiera pasado nada.

Nuevas voces reforzaron el mensaje y comenzaron a burlarse del hombre que antes los había denigrado a ellos:

—¡Sí, lárgate! Estaremos más tranquilos sin ti.

—¡Miserable!

Las ofensas se sucedieron rápidamente pero no consiguieron acallar al pendenciero:

—¡Envidia que tenéis! Soy respetado en mi trabajo y responsable de muchas personas. Y con estas manos… —Alzó ambas, poniendo las palmas de cara a él y observándolas como mareado, con la mirada perdida—. Yo hago arte con estas manos.

Se quedó ausente unos instantes antes de recuperar la consciencia y continuar increpando y ofendiendo, insultando y humillando:

—¿Sabes tú hacer arte? —le preguntó a otro, que continuaba sentado, ajeno a las disputas y concentrado en su cuenco de sopa.

Su aspecto era humilde. Llevaba puesto un mandil de cuero sobre la túnica de saco de la que asomaban unos brazos robustos. Olía a pescado y a sudor rancio. Alzó la cabeza en dirección a su interlocutor y frunció el ceño. El otro insistió:

—Te he preguntado que si sabes hacer arte.

El fornido individuo dejó el cuenco sobre la mesa y se puso en pie. Frente a él, su contrincante no le llegaba ni al hombro. El griterío cesó de golpe.

—Si crees que me voy a poner a temblar, estás muy equivocado —respondió el de la cara de caballo.

—No hace falta.

Y, sin esperar réplica, el estibador lanzó un puñetazo que impactó en el rostro del alborotador. La boina voló hasta un extremo del mesón.

Se oyó un murmullo, una especie de resoplido de alivio.

De la entrada de la cocina surgió la voz trémula del propietario:

—No, por favor. Llévalo fuera.

Meyer, el mesonero, suplicaba que no comenzara una nueva pelea en el interior de su establecimiento. No era la primera vez que sucedía y volver a arreglarlo todo le resultaba muy costoso. Con la cabeza casi completamente pelada y los ojos muy abiertos, Meyer tenía el aspecto de un gusano a punto de volver a su hoyo.

El provocador, desde el suelo, comenzó a gritar de nuevo, anestesiado quizá por el alcohol ingerido:

—¡Bestia! ¡Te arrepentirás de esto! ¡No sabes quién soy!

El estibador agarró al personaje por el pelo y lo arrastró hasta la puerta del mesón entre aullidos. Allí, le dio una patada y le hizo caer sobre el suelo mojado. Una mano salió por la puerta y lanzó la boina, que rodó por el fango hasta su propietario.

Dentro, todo se calmó. El ruido empezó de nuevo, primero como un murmullo. Poco a poco adquirió la alegría y el jolgorio anteriores. El recuerdo se fue diluyendo entre anécdotas y conversaciones al abrigo del alcohol y del calor de la gente.

Lorenz continuó bebiendo en silencio. Se sintió recompensado en cierta medida por la frustración pasada que le había provocado aquel individuo. Cuando acabó su hidromiel, se marchó.

—Buenas tardes, Johann.

El orfebre cruzó la puerta de la librería con el tubo de piel entre las manos. Johann se hallaba encorvado sobre un libro abierto.

—Cómo me alegra verte —expresó el librero.

Lorenz respondió con una sonrisa. Había vuelto a cruzar el umbral de un mundo enigmático y cambiante, el de la librería. Se dejó llevar por el espíritu de aquel lugar empapelado en libros que relataban historias lejanas sobre gente admirable.

Johann bajó la mirada rodeada de arrugas hacia las manos de Lorenz, que ese día no cargaban con un libro exactamente.

—¿Qué llevas ahí? —le preguntó.

Parecía haber olvidado el objeto que había acarreado por la ciudad durante todo el día. En el mesón se había sentido como un mero espectador que asistía a la representación de una historia. Ahora, alguien se dirigía a él.

—Ah, sí —reaccionó—. Algo que quería enseñarte y regalarte en agradecimiento por todos los libros que me prestas.

—Oh, amigo mío. Menuda sorpresa. Ilústrame con tu sabiduría.

Lorenz sonrió de nuevo. Johann parecía hablar por boca de algún personaje de sus lecturas, el viejo sabio que aconseja al héroe en las epopeyas.

—Espero que te guste. —Pareció dudar el orfebre.

Abrió con sumo cuidado la funda. Sacó las hojas de papel enroscadas y se las mostró a Johann:

—He aquí la razón por la que últimamente he necesitado tanto papel. Creo que voy por el camino correcto, Johann. He hallado una manera de copiar letras en la que no interviene el pulso ni la mano del hombre.

Johann cogió las páginas y las planchó sobre la mesa. Luego, sus ojos resiguieron nerviosos, en silencio, las líneas. Cuando hubo terminado la primera página, la pasó al final y ojeó la segunda, y la tercera, y la cuarta… Todas ellas pertenecían al libro que le había prestado, Siesta de primavera. Después alzó la vista y miró a Lorenz. Sus ojos parecían vislumbrar algo más allá de lo que estaba contemplando. Más allá de las letras escritas, del papel y de las palabras. Algo atemporal e inefable. Algo que durase siglos.

—¿Tienes idea de lo que esto significa? —preguntó al fin.

Lorenz lo miró dubitativo, no se sentía capaz de discernir si pretendía criticarle o alabarle. Le estaba presentando a su amigo una idea novedosa, algo que él había considerado un avance, pero quizá no lo recibía bien. Justo en el momento de mencionarlo, se dio cuenta de las posibles dudas: ¿cómo cambiaría eso un libro cualquiera?, ¿cómo afectaría ese proceso al objeto en sí, a la manera de elaborarlo, a su forma externa, al modo de venderlo? Ahora, Johann prácticamente no poseía dos libros iguales.

Pero antes de conceder su veredicto, la expresión del librero comenzó a tomar forma. Su boca esbozó una sonrisa mientras los demás rasgos de su cara, los ojos, los pómulos, las orejas… se tensaban hacia arriba, como si alguien estuviera tirando de ellos.

—Esto, Lorenz, es… maravilloso —exclamó, alzando al aire las hojas escritas.

A pesar de que en la calle soplaba un aire gélido, Johann enrojeció de la emoción como si un golpe de calor le hubiera alcanzado solo a él. Parecía realmente entusiasmado.

Lorenz relajó el gesto. Empezó una humilde explicación sobre su labor.

—Bueno, apenas es más que una idea —justificó el orfebre—. Llevo tiempo dándole vueltas y voy logrando avances, pero son lentos. De momento he conseguido esto. Está hecho palabra a palabra.

—Ya era hora de que alguien se interesara por algo así. Hay máquinas que horadan el campo, golpean la lana, muelen el grano… Y en cambio no hay máquinas que reproduzcan los libros. Te animo a que sigas, Lorenz. Fervientemente. Y no estoy solo en mis ánimos.

El inventor lo miró extrañado.

—Sí. Tengo amigos a quienes tus avances les harán mucha ilusión —continuó el librero—. Te los presentaré pronto, ya verás. Son gente interesante, ávidos lectores. Les encantará conocerte…

Johann alzó la mirada al techo de madera de la librería, como si de ese modo pudiera vislumbrar el futuro. Al instante volvió a Lorenz con el mismo entusiasmo:

—Y, dime, ¿cómo te surgió la idea?

Con sinceridad, Lorenz empezó por hablar de su zurdera. Y acabó con su reciente trabajo con las filas de sellos ensartadas en un vástago.

—Pero los avances son muy lentos porque el día es corto y debo emplear demasiado material —justificó Lorenz—. No siempre puedo comprar todo lo que necesito. Ya sabes que a Erika y a mí no nos sobra el dinero. El objetivo es hacer de un mismo libro muchas copias en poco tiempo. Así, libros como el que me dejaste dejarían de ser únicos.

Johann soltó una carcajada antes de anunciar:

—¡Mírate! ¡Parece que me esté escuchando a mí mismo!

Los dos amigos rieron complacidos.

—Espera. Permíteme felicitarte como es debido.

El librero desapareció al final del pasillo diluyéndose entre las sombras. Al rato volvió a aparecer con una bota de cuero y dos vasos. Los posó sobre el tablero de madera y comenzó a verter el líquido transparente. Ambos brindaron en el aire:

—¡Por tu sorprendente experimento!

—¡Por que lo veas algún día culminado! —respondió Lorenz animoso.

Después de los primeros tragos, Johann observó a Lorenz como si fuera la primera vez. O como si acabara de descubrir algo nuevo en él. Poco a poco, su mirada se fue afilando.

—Querido amigo —dijo al fin con tono solemne—. Creo que sé cómo puedes conseguir algunas monedas por esto. —Señaló las hojas escritas, dispersas sobre el tablero.

Lorenz se mantuvo en silencio. Era algo que hacía por vocación, así que no entendía muy bien por qué alguien iba a pagar ningún dinero por unas simples pruebas. Aquello había comenzado como una manera de suplir su falta de habilidad; ya había otros que se dedicaban a ello.

—Antes debo confirmarlo, pero casi puedo asegurarte que en breve podrías recibir tu primer encargo —continuó el librero.

Lorenz sintió cómo en su estómago nacía un hormigueo, al principio leve, casi imperceptible, pero cada vez más vehemente. Una sensación que no acertaba a definir. Se sentía ligero y volátil, como un ave o un fluido. El hormigueo se densificó en la boca del estómago y lo inundó de alegría. Junto a él, también creció una especie de quemazón por el peso intangible de las expectativas creadas.