Capítulo 12

Una vez Nikolas hubo montado sobre Goliath, tomó el arco que Raynard le entregaba destensado.

—Recuerda engrasar la cuerda una vez la hayas colocado. De lo contrario, se podría llegar a romper. Va en esta bolsa con un poco de sebo. La meto en tu alforja.

—Gracias, Raynard. ¿Y las flechas? —preguntó Nikolas, mirando a derecha e izquierda.

Raynard pasó bajo el cuello del animal y dio una palmada sobre la otra alforja, que colgaba de la grupa del corcel.

—Aquí están, todas pulidas, nuevas y perfectas, capaces de atravesar un roble como si fuera manteca.

—No pienso cazar robles, mi buen caballero —replicó con sorna y azuzó a su caballo negro.

El cielo todavía estaba oscuro. Parecía de un color opaco que no dejaba intuir la presencia de estrella alguna. El día amanecería nublado. Raynard observó por unos instantes el galope furioso del corcel, mezclándose poco a poco con la noche. Instintivamente pensó que, cuanto mejor le fuera a Nikolas, mejor le podría ir a él. Le esperaba al copista una dura jornada de caza en los terrenos del castillo de Heller, en la campiña que rodeaba Colonia. Su amigo, satisfecho, consideró que estaba preparado.

A pesar de mostrar buen humor frente a Raynard, por dentro estaba nervioso. Nikolas sabía que asistir a una cacería con toda la nobleza del lugar no era como poner buena cara ante una fiesta cualquiera. En las cacerías se forjaban negocios al abrigo de las habilidades de cada cual. El mejor cazador no entablaba más relaciones que los demás, pero un error grave en la caza ponía al protagonista en boca de todos. Por eso se había preparado a conciencia.

A la mayoría de ellos ya los conocía. Eran famosos en la ciudad porque no ocultaban su dominio. Nikolas estaba accediendo a su círculo de poder no como mero comparsa sino como un igual. Se daba cuenta del recorrido realizado desde sus difíciles inicios. Las trabas que le habían puesto al principio casi lo obligaron a desistir, pero había demostrado su carácter. Y parecía que los poderosos iban aceptándolo en su entorno. Aun con todo, tenía sus prevenciones: cualquier paso en falso podía suponer caer en desgracia y el esfuerzo de años se esfumaría en un instante de torpeza. Lo había visto con sus propios ojos.

Conocía a Heller desde tiempo atrás, cuando comenzó a destacar en el entorno gremial. Congeniaron rápidamente, pese a la diferencia de caracteres. Heller era impulsivo y Nikolas meditabundo, pero ambos compartían opinión con respecto al mundo de los gremios: estos servían muy bien para mantener una posición, para evitar toda competencia y para dejarse arrastrar por una vida gris y conformista. Tenían la misma resistencia al cambio que los nobles más rancios. Con el correr de los años, el poder de algunos artesanos aumentaba, pero solo lo utilizaban en beneficio propio. Siempre querían más, convertirse incluso en uno de esos nobles para acceder al dominio político. Heller y Nikolas deseaban un cambio drástico de mentalidad, pero sus métodos distaban de asemejarse.

La tendencia que Nikolas había observado en otras partes del mundo era la de una monarquía poderosa y centralizada, que lograra imponerse sobre los caprichos del poder feudal local. Esa tendencia reclamaba unos impuestos iguales para todos que facilitaran el intercambio comercial. La realidad del Sacro Imperio era bien diferente. El vasto territorio se componía de un conglomerado de estados desiguales en tamaño y poder. El emperador constituía únicamente un símbolo. Así que, en Colonia, ciudad libre, dueña de su propia legislación y ejército, lo que tocaba era pelear por un trozo del pastel. Mientras Heller destinaba sus esfuerzos a esa lucha de apariencias, Nikolas prefería la sombra. No tenía prisa, ni la ambición de ser protagonista. Se conformaba con el dinero y con la perspectiva de contemplar el gran espectáculo del mundo desde un cómodo, seguro y placentero rincón.

Una vez cruzado el río, divisó los terrenos boscosos de la baronía de Heller al sur de la ciudad. Se llevó la mano hacia su pequeño sombrero engalanado con plumas, como correspondía a una cacería, y aceleró el paso de Goliath. Los ladridos de los perros acompañaban el ascenso del sol, una esfera de luz blanca tras las densas nubes.

Sosteniendo las correas, la servidumbre temblaba por la fuerza de los tirones de los fieros perros. Todos los presentes iban vestidos con colores estridentes y en la lejanía parecían salpicaduras de tintura en el prado. Formaban una larga fila frente al bosque tupido que comenzaba delante. En cuanto estuvo cerca, frenó el paso para poder saludar con cortesía. Buscó a Heller entre la gente. Al fin lo halló, subido a su caballo y henchido de satisfacción. Daba órdenes a los sirvientes y a los campesinos, a los que se obligaba a participar en las cacerías dejando sus labores. Nikolas se mantuvo a cierta distancia mientras aprovechaba para saludar a algún que otro conocido.

—¡Nikolas! —llamó Heller.

Se apeó del caballo y se acercó. Heller no se bajó del suyo.

—Me complace que hayáis venido, Nikolas.

—El complacido soy yo, por vuestra generosa invitación —respondió, mirando hacia arriba.

Heller sonrió. Se agachó para decirle algo bajando la voz:

—Qué formales nos hemos vuelto, ¿verdad?

Nikolas frunció el ceño irónico.

—Siempre he sido formal, que yo recuerde. —Tras una breve pausa, añadió—: Y discreto.

Nikolas subió a su cabalgadura de nuevo. De reojo vio que al alcalde le costaba encajar su comentario. Pero creía tener crédito suficiente como para poder permitirse el lujo de decirle algunas cosas a la cara sin temer por la integridad de su garganta. Siempre que fueran en privado y lo suficientemente ambiguas. Heller llamó a uno de los sirvientes para que se acercase.

—¿Qué armas tenéis? —preguntó a Nikolas.

—Arco y daga.

—De acuerdo. Seguid a este hombre, os llevará hasta vuestro grupo. ¿Sois buen tirador?

Nikolas se encogió de hombros.

—Mi pulso es firme. Espero tener un buen día.

—Seguro que lo tendréis. Bien, id con él; luego nos reuniremos.

El palafrenero agarró el bocado de Goliath y comenzó a marchar.

—¡Rogad a Dios para que tengamos suerte y podamos vernos sanos y salvos en el banquete! —le dijo Heller mientras se alejaba de buen humor.

Nikolas no dejó de sentir una cierta prevención. Muchos accidentes acontecían en las partidas de caza y no era capaz de adivinar si aquello había sido una advertencia. Con Heller nunca se sabía. Se dejó llevar por el suave paso del corcel conducido por el sirviente.

Una vez realizada la misa, cada grupo se dirigió hacia su lugar. Nikolas tenía en el suyo, entre otros hombres, a un barón y a todo un duque acompañado de su hijo adolescente, un engreído de dieciséis años pertrechado como si fuera a la guerra. Cuando vio las pocas armas de Nikolas, comentó sarcástico que él no iba a cazar liebres.

—Sin duda, mi buen señor, puesto que se espantarían al oíros.

El muchacho se quedó perplejo unos instantes sin comprender la respuesta del copista y se sonrojó cuando escuchó la sonora carcajada de su padre.

—Veremos al final de la jornada quién se tiene que tragar sus palabras —masculló el joven. Espoleó a su montura y se alejó unos metros del grupo, hasta colocarse en primera posición.

El viento les soplaba de cara, evitando que las presas pudieran olerlos. Los ladridos de los perros se iban intensificando a medida que se acercaban al bosque. Entre los sirvientes, uno de ellos hizo sonar un olifante, que rebotó por la pradera al ser contestado por los diferentes grupos.

Se oyeron gritos de aviso: eran varios ciervos los que habían entrado en la zona. A la llamada del cuerno, los grupos fueron estrechando el cerco. Solo los cervatillos quedarían libres de la condena a muerte, y eso si no recibían alguna saeta equivocada, algo habitual en una cacería donde todos deseaban capturar alguna pieza, fuera la que fuera.

Nikolas fue colocando pacientemente varias flechas en la mano izquierda, con la que también empuñaba el arco ya perfectamente tenso. Las saetas formaban un racimo con la punta hacia abajo. Seguía al detalle las instrucciones de Raynard. El joven heredero, por su parte, se mantenía con gracia sobre el caballo sin sostener las riendas y lograba conducirlo tan solo con la presión de las rodillas. Sujetaba el arco con una flecha ya dispuesta, a la espera de la víctima. Parecía impaciente por matar. Se había colocado la aljaba a la espalda y las flechas rebotaban con el trote del caballo. Los perros ya habían salido a la carrera, seguidos por los ojeadores. En cuestión de poco tiempo, verían pasar algún ciervo. Miró de soslayo a Nikolas.

—¿Acaso pensáis lanzar todas esas flechas de golpe, mi experto arquero? —le espetó burlón.

—Las tomo así por carecer de la destreza necesaria para sacarlas con rapidez de la aljaba, cualidad que sin duda vos poseéis —contestó humilde Nikolas.

El joven sonrió ufano, satisfecho con la respuesta del copista.

Un grito los avisó:

—¡Ahí llega!

Un magnífico ejemplar de ciervo saltó por encima de unos matorrales y se encontró con el grupo. Espantado, intentó el cambio de dirección, pero la presencia de los perros y los campesinos le cortó el paso y lo empujó hacia los cazadores. El joven duque lanzó la flecha con brío, clavándola en el cuarto trasero del animal, que trastabilló sin caerse. Embravecido por el acierto, continuó lanzando saetas una tras otra mientras lo acosaba con el caballo, aunque no lograba repetir diana. Sin hacer caso de las indicaciones que le gritaban, siguió justo detrás del ciervo que, todavía con fuerzas suficientes, se adentraba en el bosque. Iba hacia otro de los grupos. De no detenerse, podría verse en la línea de tiro de los cazadores.

Nikolas hizo que Goliath rompiera a galopar. Buscaba ponerse a la altura del ciervo o, al menos, poder tenerlo durante unos instantes de costado. En esa posición sería capaz de asestarle varias flechas con facilidad y acabar así con la carrera suicida del animal y del adolescente. El duque, preocupado por su hijo, lo seguía de cerca.

—¡Detente! ¡Deja esa pieza, vas a recibir la flecha de otro! —advertía a gritos. Pero la distancia o la tozudez impedían al joven escuchar. Nikolas logró ponerse a la altura del ciervo. Debía encontrar un lugar donde detenerse. Dio un último acelerón hasta un recodo del estrecho sendero y frenó en seco a su caballo. Solo tenía unos instantes para acertar.

Su mano derecha tomaba las flechas con la rapidez de un rayo. No había tiempo para pensar ni para apuntar con finura. Tenía que lanzar el máximo posible para confiar en que varias de ellas impactaran y acabaran con la vida del animal. El duque lo miró asombrado. En un abrir y cerrar de ojos lanzó las ocho flechas que llevaba colocadas en su mano. Unas pocas consiguieron morder la carne del ciervo, que dobló las patas delanteras y cayó de bruces. Todavía con vida, levantaba la testa agitando su poderosa cornamenta, mientras berreaba de dolor. El joven detuvo su corcel y saltó de él enfurecido.

—¡Maldita sea, escriba! ¡Le has llenado de agujeros con tanta flecha! Ya casi lo tenía a mi alcance. ¡Has estropeado su piel!

El duque, molesto por el comportamiento de su hijo, ordenó:

—Haz el favor de usar tu daga y acabar con el sufrimiento de ese animal.

El muchacho clavó su daga con un golpe enrabietado, tras lo cual volvió a subir a su caballo entre maldiciones. El duque se acercó a Nikolas y con cierto pesar en el rostro se disculpó:

—Perdonad la arrogancia de mi hijo. Él no se ha dado cuenta, pero gracias a vuestras flechas se ha evitado un peligro mayor.

—No os apuréis, duque. Con su edad hay que ser arrojado y valiente, ya tendrá tiempo de dejarse alcanzar por la prudencia.

El duque sonrió reconocido.

—Contemplo con agrado cómo de vuestra boca salen siempre palabras mesuradas. Estoy convencido, Herr Fischer, que debe ser un placer hacer negocios con vos. —En su mirada se reflejaba una mezcla de picardía y de ansiedad por la respuesta.

Nikolas, sereno y relajado, realizó una pequeña inclinación y le complació:

—Sois sin duda demasiado amable conmigo, duque. Por eso me veo llevado a corresponderos ofreciendo mi pobre talento para lo que necesitéis. Contad conmigo y con mi trabajo allá donde lo requiráis.

El duque pareció encantado ante la respuesta. Ambos hombres regresaron a su puesto dejando que los campesinos se hicieran cargo del ciervo. Departían amablemente sobre diferentes aspectos de la caza: el peligro del fuego cruzado, la insolencia de los sirvientes, la falta de categoría de ciertas personas, la importancia del linaje… Nikolas ya había sacado partido de la reunión y todavía quedaba día por delante.

En un prado en medio del bosque se habían ubicado las hogueras para solaz de todos. Mientras unos siervos descuartizaban las piezas, otros las ensartaban en largos palos y las ponían al fuego sin parar de darles vueltas. Los invitados asistían al espectáculo y se recreaban con abundante vino del Rin. Sobre la fresca hierba, cerca de las hogueras, había enlazados varios tableros formando una larga mesa, y, encima de ella, mantelería de hilo y cubertería de plata. La apariencia lo era todo para el bürgermeister. Armado con una copa, Heller se acercó a Nikolas, que se hallaba de pie observando en silencio. Recibió las felicitaciones del alcalde por su actuación en la cacería. Y Nikolas aprovechó para reclamar un brindis por el anfitrión.

—Espero que todos me acompañéis en mi celebración por la generosidad y el acierto de nuestro bürgermeister —pronunció con voz potente.

Los vítores acompañaron el entrechocar de las copas de plata. Heller agradeció sonriente las felicitaciones e indicó con un gesto que siguieran comiendo. Entonces continuó su diálogo con Nikolas.

—He visto que hablabais largo y tendido con el duque. ¿Significa eso que la cacería ha sido de vuestro agrado? —preguntó irónico.

—Admito que hay una gran abundancia de piezas; algunos ejemplares realmente magníficos —contestó al tiempo que alzaba su copa.

—Me complace que os hayáis divertido.

El alcalde se alejó con paso desganado. Sus dos pequeños ojos se clavaban en las personas dispersas por el prado y no perdían detalle alguno. Nikolas permaneció de pie junto a la mesa y disfrutó del buen vino a pequeños sorbos. Los sucesivos manjares iban llegando sin tiempo a que desaparecieran los anteriores. La mayoría de los platos eran impropios de una comida campestre, pero a Nikolas poco le importaba. No había ido allí a comer ni a beber. Mientras deambulaba por entre los grupos, captó una conversación que le pareció interesante:

—Ricas pieles las que lleváis —dijo un individuo con un sombrero de caza demasiado pequeño para ser útil.

—Me abrumáis, barón. Son de Pabst, el curtidor —contestó el otro con voz aflautada.

—¿De Pabst? Mucho me temo que vais a tener que cambiar de proveedor.

—¿A qué os referís? Confecciona mis pieles desde que nací. Nunca tuve queja.

—He oído que nuestro anfitrión lo considera el instigador de ciertas críticas hacia su persona. Parece que su caída es cuestión de tiempo.

—Malos tiempos para la insurrección. ¿Un poco más de faisán?

—Gracias, conde. —Tras aceptar la carne, continuó con el tema que les ocupaba—. Se rumorea que Heller está molesto porque Pabst ha ido ganando poder hasta monopolizar el comercio de pieles en Colonia. ¡Oh, este faisán es completamente delicioso!

—¿Habéis probado el vino? No cabe duda del buen gusto del alcalde —dijo el conde, alzando la voz y su copa en dirección a Heller. Luego, más bajo—: Pese a su origen.

Nikolas se volvió y metió su brazo por entre las espaldas de los dos nobles, que se miraron sorprendidos. Chocó su copa con las suyas.

—Brindo por el vino del Rin, señores. —Y guiñó un ojo a ambos. Ellos articularon una breve inclinación de cabeza como respuesta.

Se alejó de allí y se unió al grupo más numeroso y más animado: el alcalde ejercía de moderador en una disputa sobre la pieza más grande del día. Nikolas pensó en el favor que estaba considerando hacerle al alcalde y cómo se lo tomaría. Quizá lo asumiese como algo azaroso caído del cielo, o quizá se mostrase agradecido hacia el desinteresado benefactor. Esa sería su apuesta. En esta ocasión, quien había caído en desgracia era Wilhelm Pabst.