El sol se había alejado hacía algunas horas dejando su rastro de sangre por Occidente. El mes de noviembre llegaba a su fin y los días eran cortos y fríos. De vez en cuando, el tañer de unas campanas llamando a la oración rasgaba la monotonía y definía las horas. La vida se escurría como arena por entre los dedos de Lorenz, enfrascado cada noche en casa, logrando nuevos avances en su camino.
Sentado en el taburete, operaba con voluntad y tesón las pequeñas piezas que salpicaban la madera mellada. Tenía esa mesa moldeada igual que su espacio del obrador y su hija se enfadaba por ello y lo obligaba a recogerla cada día. El tablero desgastado se mantenía como mesa para comer porque no podían sumar un nuevo gasto a la economía familiar.
Antes de la cena, con el crepitar de la madera sonando de fondo, Lorenz trabajaba el metal. Los sellos refulgían como cualquier otro anillo que hiciera durante el día, pero los metales que por la noche empleaba eran de una calidad mucho peor. No eran nobles, entre otras cosas porque no se utilizaban con el mismo fin estético y de prestigio; ahora buscaba un objetivo más utilitario. Mediante esos sellos, Lorenz había hecho grandes avances en ese afán suyo por lograr una escritura artificial. Recordaba los inicios y todavía ahora se mesaba el cabello al pensar en las primeras estampaciones que había realizado, casi por casualidad y en caracteres de tipo latino, más sencillo. Había avanzado en las posibilidades que los sellos le daban, creándolos con otras letras, ya de caligrafía gótica. Después había contemplado con horror cómo, al pasarlas al papel, solo los caracteres romanos simétricos ofrecían la marca esperada. Al fin descubrió que el grabado que los anillos debían contener no era otro que la imagen especular de la letra que quería representar. Su talento —algunos lo llamaban defecto siniestro— para escribir de esa manera lo ayudó muchísimo.
Pese a todos los avances, ya llevaba demasiado tiempo encallado en algo que se le antojaba simple. El problema se había planteado al querer preparar tiras de varias letras y construir las primeras palabras. En su labor, no terminaba de obtener la forma de mantener las letras equidistantes y perfectamente alineadas. Había intentado diversos procedimientos, como poner guías de metal sobre la página o trazar en ella unas pautas al carboncillo que luego se pudiesen eliminar con masa de pan. Pero esos inventos no acababan de serle útiles: o frenaban el trabajo y convertían la escritura en algo más lento que el simple hecho de escribir, o la página se ensuciaba y no había manera de volver a dejarla limpia. Ambos valores eran igual de importantes, pues el objetivo último consistía en lograr un producto de un acabado igual o superior al realizado a mano. Y más rápido, mucho más rápido.
Dejó de lado los metales y se dedicó a tallar con atención un burdo madero, hasta que consiguió un cilindro casi perfecto cuya longitud cortó a la medida de la palma de una mano. Probó a introducir uno de los anillos y comprobó que el diámetro del vástago todavía era demasiado grande e irregular. Una vez rebajado lo volvió a probar. Solo entonces lo lijó y lo pulió hasta dejarlo a su gusto. Fue introduciendo anillos como si de un dedo artificial se tratara. Gracias a su experiencia con los metales, los anillos pronto encajaron perfectamente. Cuando todos estuvieron colocados y bien orientados, dejó el conjunto sobre la mesa y se retiró en busca de papel. Se colocó sobre la parte del tablero que estaba liso todavía y con ayuda de un pequeño pincel entintó las letras de los sellos a conciencia, sin prisa. Al hacerlo, descubrió que los anillos bailaban. Buscó una camisa vieja, rompió dos retales y los ató en cada extremo, dejando los anillos apretados equidistantes de sus bordes respectivos. Y entonces estampó las letras contra el papel. Una vez más. Y otra vez. Y otra.
Hasta que la palabra se desvaneció por el universo amarillento y perfecto de la hoja. Escrita en mayúsculas, multiplicada y repartida por cada espacio, completa y estable, estridente o desgastada, cubriéndolo todo, una sola palabra mil y una veces repetida:
EUREKA
Todo estaba en silencio en la casa. Los platos todavía húmedos descansaban sobre la repisa de piedra, al lado de la chimenea, y los pocos restos de la cena se resistían a discurrir por la atarjea hacia el exterior. El fuego languidecía rojizo al aliento de las corrientes de aire que ascendían por la chimenea después de abrazar los dos grandes troncos que Erika había puesto antes de retirarse a su alcoba.
La cena había transcurrido tranquila. Erika reconoció en su padre esa mirada obnubilada de los días en que una idea le rondaba la cabeza. Casi no habían hablado. Ella había iniciado un monólogo sobre su mañana en el mercado; cómo cada día costaba más encontrar leña y había que ir más lejos; cómo había tenido que hacer dos viajes al pozo, porque, casi llegando a casa, una de las cuerdas que sostenían los cubos al madero se había roto. Por suerte, los dos cubos cayeron planos y, aparte del susto, no se habían desarmado. Ya había notado que su padre no la escuchaba, así que empezó a explicar cosas que la atenazaban más adentro, que le nacían apegadas a las vísceras y enmarañaban esa entrada a la adolescencia que estaba viviendo. Normalmente las evitaba para no preocupar a su padre, pero ese día sabía que no lo herirían, que ni siquiera lo alcanzarían.
Erika no era una muchacha indolente y perezosa que tuviese miedo al trabajo duro. Por eso sus quejas eran más bien domésticas. Revelaban una insatisfacción mansa y leve pero que llenaba sus días. Que a veces se sentía sola, que pasaba días enteros sin hablar con nadie, que solo Matthias ponía atención en lo que ella decía, que los avances del pequeño en la lectura eran grandes pero que podrían ser mayores con un poco de ayuda… Cuando dijo la palabra «lectura» su padre se removió de súbito en su silla y la miró como si volviese desde muy lejos, del lugar en que se encontraba. Fue un momento pero la llenó de ternura. Atendió a la explicación y se volvió a ir como había irrumpido, fugaz e imprevisible. La cuchara llegaba a su boca inexpresiva con cadencia de rueda de molino.
Cuando acabaron de cenar, Erika observó a su padre retirar los platos de la mesa de uno en uno. Después, volvió a extender sus artilugios y sus cachivaches y retomó la actividad anterior. Un brillo especial refulgía en sus ojos mientras cincelaba y pulía, bruñía o remataba alguna pieza. Erika se retiró a su alcoba con una extraña mezcla de alegría y desazón. Tenía la sensación de que su padre a veces la ignoraba y estaba más pendiente de sus propios asuntos que del bienestar de ambos, pero también sabía que era esa misma actividad la que le mantenía ocupada la cabeza y le obligaba a no pensar en el pasado. Antes de subir, Erika se acercó a su padre y le dio un beso en la mejilla.
Como cada noche, él dejó lo que tenía entre manos, volviendo de ese lugar remoto para encontrarse frente a frente con su hija. Le devolvió el beso con ternura y la observó retirarse hacia las escaleras y desaparecer. Al quedarse solo, pensó de nuevo en Ebba, su difunta esposa, y en cuánto había crecido Erika. Cada día que pasaba se parecía más a ella.
No tardó en regresar a su tarea. Quería terminar un sistema más efectivo de fijado de los anillos esa misma noche. Había pensado en que algo engarzase las piezas, que permitiese insertarlas una detrás de otra sin que se movieran. Durante la cena le había dado vueltas y creía haber hallado la solución, solo debía aplicarlo evitando que se notase después en el papel. Gracias a la escasa dureza del bronce empleado en los anillos, muy rico en estaño, podría conseguirlo con ayuda de una pequeña lima.
Poco a poco, el sueño había ido apoderándose de Lorenz. Con los brazos apoyados sobre la mesa de trabajo y la frente sobre ellos, dormía intranquilo. Extraños gestos se reflejaban en su cara y los movimientos bruscos que realizaba hacían pensar en un sueño lacerante. Un chasquido de la madera le hizo levantar la cabeza súbitamente. Restos de sudor le resbalaban por las sienes pese al frío reinante. Se quedó mirando las brasas que humeaban ya sin llama. Había tenido el mismo sueño que se repetía a menudo como un eco en su cerebro. Se levantó con la vela casi acabada que esparcía una luz vaporosa y estremecida. Llegó hasta el hueco de la chimenea y la dejó encima del vasar. Cogió los últimos troncos que quedaban y armó una nueva lumbre. En sus ojos, las llamas crecían reflejadas y su pensamiento volvió al sueño reciente.
En ese sueño Lorenz vagaba desnudo por una tierra desolada y fría. Llevaba los brazos apretados sobre sí mismo, y los frotaba con fuerza en busca del calor que no acababa de llegar. Un bosque umbrío aunque sereno y tranquilo se divisaba a lo lejos. Se dirigió a él como un refugio, pero cuanto más rápido lo hacía, más se alejaban los árboles. Al pasar el tiempo, la ansiedad por llegar crecía. Finalmente los alcanzaba en medio de grandes esfuerzos.
Nada más entrar en el bosque el espacio se volvía amenazador y oscuro. Al dirigir la vista atrás, no había rastro del páramo yermo por el que había accedido a la espesura. El calor se intensificaba y ya no solo provenía del esfuerzo realizado, sino que habría jurado que el bosque entero lo envolvía. Se hacía denso en torno a él, inquietante y claustrofóbico. Al fondo, una luz parecía indicarle la vía por la que escapar. Era una luz que no hería, una luminosidad cercana, hogareña.
Pero, al llegar a ella, la claridad se convertía en un incendio que se enardecía enrabiado como un animal salvaje. Lorenz, asustado, daba media vuelta. Y entonces el fuego comenzaba a perseguirlo. En la carrera los obstáculos se multiplicaban, cada vez tropezaba con más ramas bajas, más arbustos, más hojarasca extendida por el suelo como un manto que lo cubría todo. Sus pies resbalaban y se caía y el fuego avanzaba inapelable hacia él. El calor se tornaba una amenaza diáfana, inminente. Al final, haciendo uso de las fuerzas que le quedaban, llegaba extenuado de nuevo al claro baldío del principio, pero ahora ya no se divisaba ningún incendio; el fuego había desaparecido de improviso. A su espalda, el bosque tampoco estaba, quizá consumido por el desastre, aunque sus restos no se esparcieran por el suelo. Mirase donde mirase, un paisaje terroso y solitario, sin casas, sin plantas ni animales ni rastro alguno de vida. Y él solo, en mitad de nada, deseando haber sido abrazado por la lengua árida e incandescente de las llamas.
Siempre que tenía ese sueño se despertaba con la boca seca y la cabeza embotada. Los recuerdos de la tragedia pasada se erguían en su memoria y la figura de Ebba aparecía y lo miraba directa y triste, resignada ante su trágico destino y sin que pudiera hacer nada por librarla de él.
Con el regusto amargo de la pesadilla en la boca, apagó el cabo de la vela y subió a la alcoba. Se acercó a la habitación y asomó la cabeza por la cortina que dividía el espacio entre los dos camastros. Al mirar a Erika comprendía cuánto echaba de menos a Ebba. Se parecían como dos gotas de agua. Morena y cálida, Ebba había sido su soporte durante largos y felices años. Junto a ella, todo parecía eterno, una felicidad inacabable. Pero si algo había aprendido Lorenz con el correr de los años era que nada dura para siempre. Se acercó y arropó a su hija con las mantas para que el frío no mermase sus jóvenes fuerzas y le dio un beso, con cuidado de no despertarla. Sabía los desvelos que la muchacha le dedicaba, sin una queja, sin una pregunta, comprendiendo en todo momento sus impulsos y respetando sus inquietantes silencios. Pronto Erika se convertiría en toda una mujer y él no podría proporcionarle ninguna dote. Debía ser fuerte y asumir sus carencias.
Todavía siguió unos minutos más contemplando el sueño de Erika, hasta que se retiró con paso cuidadoso. Apartó las mantas de su cama. No sabía cuánto quedaba para que las campanas de la cercana iglesia de Santa Cecilia marcaran el toque de prima, al alba. Esa era la señal que le avisaba del momento de ir al trabajo. Se quitó los borceguíes recubiertos de lana y los dejó al lado del camastro. Sobre una escuálida silla colocó las calzas, el jubón y la túnica de paño grueso que lo cubrían.
Así, desnudo, se rascó la cabeza y se sentó sobre la áspera superficie del lecho, para estirarse. Cuando lo hizo, boca arriba, un dolor lo empujó a arrugar el rostro. Todavía descubierto, se giró hacia un costado. Una espantosa cicatriz se desveló en su espalda por debajo de los omoplatos. La piel allí parecía acartonada, como una mezcla de brea extendida para sellar una herida inexistente. El rastro inconfundible de una quemadura había dejado su huella. La herida parecía no estar cerrada del todo, a pesar de los años transcurridos desde que se la produjo. Todavía vivía torturado por aquel accidente fatal. Se cubrió con la manta y la cicatriz se escondió bajo la tela, esperando un nuevo momento propicio para emerger.