La ciudad se resistía con terquedad al frío. La mayoría de los ciudadanos pasaban su jornada en los hornos, talleres y obradores. Amasaban y cocían el pan, torneaban el barro, domaban y pulían la madera, golpeaban el hierro sobre los yunques. Aun así, apenas podían ver la luz del sol; los días eran cada vez más cortos.
Una vez finalizadas las tareas que tenía encomendadas, Ilse se dispuso a preparar el dormitorio de Nikolas. El jardín adyacente daba a la habitación a través de una gran ventana con una columna central y una lacería tupida y bella en la luz de los arcos. Del patio lograba entrar el suave ruido de la fuente alegrando el espíritu. Se entretuvo en disponer a su gusto los cojines sobre la cama con dosel. Guardó los sobrantes en uno de los dos grandes arcones contra la pared. Cuando lo cerró, entró Elisabeth para ayudarla.
—Puedo hacerlo sola —dijo Ilse. Y se detuvo por un instante—. Es más, deseo hacerlo sola. Sal, por favor.
Elisabeth no se mostró sorprendida. Conocía la habitual sequedad de Ilse con las demás mujeres, especialmente cuando Nikolas no estaba. Sí le dolió un poco el tono autoritario que provenía de una igual. A pesar de ello, salió de la estancia sin replicar.
Tras la cena, Ilse se colocó junto al copista y se mostró locuaz y solícita. Otras cuatro mujeres se sentaron hasta completar el grupo, y las conversaciones animaron al maestro y le pusieron al corriente de las últimas habladurías. Cuando Nikolas se alejaba en sus pensamientos, Ilse lo rescataba mediante alguna pregunta que solo ella pudiera hacer:
—Querido Nikolas, ¿alguna nueva obra interesante en el taller? ¿Algún trabajo con el que te haya sorprendido el gran Helmuth? —preguntó Ilse con evidente ironía.
—No concedes a Helmuth el rango de persona —negó Nikolas.
—¿Le concedo más bien el de caballo? —rio Ilse.
—A pesar de su aspecto mezquino, o quizá gracias a él, Helmuth sabe hacer muy bien su trabajo —sentenció Nikolas—. En todos los obradores de la ciudad existe un Helmuth capaz de aunar un cierto talento en el oficio y una gran dosis de control y disciplina. Sin esos personajes, los obradores serían sin duda más felices… y menos rentables.
—Pero ¿son todos tan feos? —Ilse acompañó la pregunta con un rápido pestañeo, como si con ello se esforzase en comprender.
Todas las mujeres se rieron de la ocurrencia de Ilse. Nikolas sonrió con evidente placer. Ese tipo de comentarios le relajaba y le ayudaba en gran medida a considerar su trabajo como parte de su vida y no al revés. Se sentía como un profesor que intentara adiestrar a sus alumnas en el difícil arte de la vida. Por ello, acogía los comentarios con benevolencia.
—¡Ay, mis dulces amigas! —suspiró—. Confiad en mí para no caer en las garras de alguno de esos desabridos encargados que fustigan a los aprendices, azuzan a los oficiales y lamen la mano que los alimenta.
Y, con esta frase, Nikolas dio por concluida la tertulia, aunque no la velada. Se levantó y se dirigió hacia Ava de una manera que pareció casual. Ava era una hermosa mujer madura, quizá la más entrada en carnes de las presentes. Al llegar a su altura se agachó y le susurró algo al oído. Luego desapareció hacia sus aposentos. Quedó un rastro blando en el ambiente, el recuerdo de los bisbiseos de su voz y los pasos descalzos flotando sobre los tapices orientales.
Dentro del aposento, Ava atendió con una sonrisa enigmática el encargo de llevar a la cama un ánfora de licor aromático templado. Salió de nuevo al distribuidor donde todas esperaban y con expresión neutra se acercó a Ilse:
—Nikolas quiere que entres.
Ilse se sintió sobrecogida. Al menos por esa noche sería la elegida.
Una vez dentro, alcanzó el lecho donde reposaba Nikolas y pasó los brazos alrededor de su cuello como preludio de un beso apasionado. El deseo entre ambos se encendió más todavía. Sin separarse, se movieron lentamente hacia los cojines dispuestos sobre la cama. Ilse inclinó su rostro y Nikolas la siguió. Los dos quedaron de rodillas, frente a frente. Se separaron un momento para contemplarse en toda su dimensión. Cuando los ropajes cayeron al suelo, la voz de él rompió el rumor que entraba de la fuente:
—Llevo todo el día esperando este momento.
—Nikolas… —susurró ella a su oído a través de una maraña de cabello rubio.
Un relámpago de pasión inundó al artesano. Acercó anhelante sus labios a los exuberantes pechos de la joven. Los lamió con empeño mientras recorría con las yemas de los dedos la fina y blanca piel que de sobra conocía. Y el deseo aumentaba y cuajaba el placer en pequeños jadeos.
Cuando Ilse no pudo ya resistir más la desazón en el vientre, se tendió mansamente sobre las almohadas y separó las piernas.
Al entrar Ava, ni Nikolas ni Ilse detuvieron sus caricias. La recién llegada cerró la puerta con sigilo y se adentró hacia los cojines. Tras alzar del suelo el ánfora que antes había dejado, observó el vapor que ascendía en pequeñas volutas repartiendo aroma de cerezas. Se inclinó entonces junto a Nikolas y escanció licor en uno de los vasos para enfriarlo. Dirigió una mirada a Ilse, estirada, retorciéndose y acariciándose el sexo.
—El néctar de los dioses a la temperatura del paraíso —dijo el copista al tiempo que vertía un hilo de la ambrosía sobre la flor abierta de Ilse. Y luego se acercó y empezó a libar mientras ella se dejaba hacer, entregada.
Ava se despojó de su vaporosa túnica y, completamente desnuda, se acercó a su amo, le abrazó la cintura y comenzó a acariciarle el miembro que casi había alcanzado ya su máximo vigor.
Con su sabia mano, Ava fue conduciendo a Nikolas sobre Ilse. El gemido de ambos indicó que él ya estaba dentro. Los empellones se sucedieron cada vez más rápidos. La fuerza con la que Nikolas empujaba crecía alentada por el deseo. Ilse pronto recibió el furor del orgasmo. Cuando el clímax declinó, expulsó fuera de sí a Nikolas. Era el turno de Ava, que lo esperaba hincada sobre las rodillas y los codos, la cabeza apoyada en la almohada. Nikolas se aferraba a sus generosas caderas para afianzar cada embestida, mientras observaba el cuerpo de Ilse descansando, exhausta, con los ojos entornados aún por el placer. Y entonces los empujones se hicieron más violentos, hasta convertirse en espasmos descontrolados. Nikolas cayó rendido sobre la espalda de Ava, mientras acariciaba a Ilse con suavidad.
Con el burbujeo del agua y las respiraciones profundas de Nikolas y Ava de fondo, Ilse cerró los ojos. Se sentía exhausta y saciada, colmada en su ansiedad. Tan cerca de su protector en ese momento, le asaltaron recuerdos de un tiempo lejano que jamás podría dejar atrás. Ilse rememoró cómo había conocido a Nikolas, su maestro y amante. Todavía se sorprendía creyendo a veces que nada de lo ocurrido diez años atrás había tenido lugar: ella, apenas una niña, y él un hombre maduro de mirada inteligente y pose orgullosa.
En su aldea natal, la familia Holz estaba acostumbrada a luchar contra el hambre y la enfermedad. El año anterior, un rebrote de peste había esquilmado cerca de la mitad de la población. Las puertas de las casas se habían cerrado a cal y canto y el pueblo entero estaba condenado a la incomunicación con el resto del mundo. Los habitantes sabían que estaban solos. Todavía recordaba Ilse el espectáculo horrible de la muerte, conviviendo con él uno y otro día, sintiendo su aliento pestilente y tibio en la nuca, pensando por la noche que quizá el día pasado había sido el último. Cuando todo finalizó, nadie hablaba de ello. Los recuerdos se enterraron en la misma fosa común que los últimos cadáveres. Pero en el padre de Ilse la frustración acabó aflorando en forma de violencia. Tenía un odio inexplicable hacia todo aquel que había sobrevivido, como si los vivos hubiesen de pagar por los muertos. Como el hijo mayor, arrebatado en la flor de la vida. Ilse era a menudo la depositaria de todo ese odio. Hasta que una noche no pudo aguantar más. En la cama, magullada y casi sin fuerzas, se levantó a tientas y decidió acabar con todo. No le importaban las consecuencias.
La casa estaba formada por una única estancia que hacía las veces de cocina, salón y dormitorio. El hermano pequeño que le quedaba y su madre dormían apaciblemente en un camastro al lado del de su padre, ajenos a todo. El suyo estaba un poco más alejado. Ilse se quedó contemplándolos un momento en la oscuridad. Luego se volvió y avanzó cojeando hasta la chimenea para coger el pesado atizador de hierro. No dudó ni por un instante. El primer golpe sonó hueco. La vista se le tiñó de rojo en mitad de la penumbra. Sabía que había acertado. El segundo y el tercero sonaron húmedos, porosos. Como si en vez de a su padre hubiera golpeado sobre una esponja de mar seca que todavía guardaba en su recuerdo el lugar al que perteneció. Volvió a la chimenea y apoyó el atizador manchado de sangre contra la pared. El silencio era pesado, inerte. Recogió el hatillo de ropa que tenía preparado y salió de allí. Nunca más volvió a saber de su familia. Tenía catorce años.
Después de varios días sin comer más que lo que mendigaba en los caminos, los ojos se le habían agrandado. El hambre se reflejaba en ellos. Decidió que remontaría el gran río hacia la ciudad, hacia Colonia.
Nikolas viajaba por el Rin de vuelta a casa desde Düsseldorf. Pasada la gran curva de los campos de Monheim, la barcaza en la que navegaba embarrancó cerca de la orilla a causa de una vía de agua. La navegación ya se había iniciado cuando se declaró la filtración y el patrón insistió en que aguantaría hasta la siguiente parada. Pero mucho antes de llegar a Leverkusen el agua les llegaba a los tobillos. Tan pronto la embarcación se posó en el lecho del río, Nikolas descendió sobre su caballo. Siguiendo el camino que bordeaba el río, a lo lejos divisó un caminante que iba en su misma dirección. Cuando se acercó lo suficiente el ruido de los cascos alertó al peatón. Se agachó sin volverse para recoger una rama con el fin, sin duda, de disponer de alguna protección.
—Disculpadme, mein Herr, ¿seríais tan amable de indicarme alguna posada donde desayunar decentemente?
La figura retrocedió un paso y se volvió hacia él. A pesar del tizne que manchaba las mejillas, la nariz y la frente, Nikolas pudo distinguir perfectamente el bello rostro de una muchacha. Sus ojos claros contrastaban en esos rasgos mancillados. Por los lados de la capucha de la desgastada capa asomaban unos mechones rubios.
—¡Oh! De nuevo os pido disculpas. Os había confundido con un hombre.
—No soy de aquí, pero he visto casas a menos de media legua en esa dirección —contestó al final la chica. Ilustró su respuesta manteniendo en alto su improvisado cayado para señalar hacia el este.
Nikolas concentró su atención en la punta de la rama. Ella también acabó mirándola a fin de localizar lo que el hombre buscaba. No acababa de entender qué le resultaba tan curioso a aquel viajero.
—Vuelve a hacerlo, por favor.
—¿El qué?
—Vuelve a señalar.
Tendida ahora en el lecho de ese hombre, Ilse Holz recordó sus sensaciones al volver a levantar la rama aquel lejano día. Esperaba al menos que la excentricidad le reportase alguna moneda. Nunca pensó que de aquel gesto inocente dependiera su futuro. Nikolas se relajó sobre su montura sin decir nada. Por dentro estaba sorprendido del pulso tan firme de la joven. Por su formación tenía un especial talento para detectar esos pequeños detalles.
Ilse hizo un rápido gesto con la cabeza y empezó a alejarse. En los caminos había aprendido a desconfiar de los viajeros solitarios.
—Espera, por favor.
Ella no hizo caso. Continuó alejándose.
—¡Por favor, espera! —repitió él—: ¿Estás buscando trabajo?
Ilse se detuvo.
—¿Dónde? —preguntó sin volver la cabeza.
—En Colonia. Ven, te explicaré las condiciones. —Tiró de las riendas hacia la izquierda y dirigió su caballo en dirección a donde ella le había señalado.
Sentados en la posada, Nikolas encargó un suculento desayuno a base de carne asada, pan y huevos. Ilse no estaba habituada a ver aquel derroche. Ni siquiera durante los mejores tiempos, antes de la peste.
—Puedes lavarte las manos ahí fuera. Necesito hacerte una prueba —advirtió Nikolas—. ¡Ah!, aprovecha también para limpiar esa mugre de tu cara. Poco sé de ti, pero si estoy en lo cierto y vienes de lejos, aquí no tienes nada que ocultar.
A medida que Ilse saciaba su apetito, la piel blanca de su cara adquiría un tono arrebolado. Nikolas, después del último trago de cerveza, hizo un poco de espacio en la mesa y desenrolló sobre ella un pedazo de tela. En el interior se alineaba una infinidad de pequeñas cañas de diferente tamaño distribuidas en unos diminutos bolsillos primorosamente cosidos. A continuación mezcló en uno de los vasos una pizca de polvos negros con la cerveza que había quedado en el fondo. Mojó la punta de una de las cañas e hizo una línea recta sobre un trozo de papel que extrajo de su alforja de cuero.
—Traza una línea como esta justo al lado. Exactamente igual.
Ilse apartó su plato, se limpió la boca con la manga de la túnica y cogió la caña del mismo modo que había visto hacer al desconocido. Su formalidad y sus maneras la habían convencido de que la prueba iba en serio. Trazó una recta exactamente paralela al modelo. Sin vacilar. Dejó la caña a un lado y se acercó de nuevo el plato.
Nikolas tomó un trapo para limpiar la caña de la grasa que habían dejado los dedos de la muchacha. No apartaba la vista de los dos trazos que resaltaban en el papel. Mojó nuevamente la punta en la tinta y escribió sin entretenerse unas pocas letras en perfecta caligrafía. Volvió a ofrecer la caña. La chica imitó todos sus movimientos incluido el de remangarse la manga. Emuló el grosor de los trazos a base de girar más o menos la cánula igual que acababa de observar en su examinador. No sabía qué significaba aquello, pero había entendido el concepto «exactamente igual».
Nikolas se quedó un rato pensativo e Ilse aprovechó para rebañar su plato. No sabía cuándo volvería a comer algo tan exquisito. Al cabo de unos minutos, él recogió todo el material, dejó unas monedas para el posadero y después habló:
—Te vienes conmigo, si lo deseas. Tendrás techo, comida y educación. A cambio reclamaré de ti más ejercicios como el que acabamos de probar. No me has dicho tu nombre. Puedes conservarlo si no tienes nada que temer de las autoridades. Cámbialo en caso contrario. Tú decides.
—Me llamo Ilse Holz. Y así seguirás llamándome mientras me trates bien.
Una sonrisa llegó a la cara de Ilse con el recuerdo de su propia respuesta. Habían pasado casi diez años y poco quedaba ya de aquella adolescente harapienta. Se volvió en el lecho y acarició la espalda desnuda de Nikolas.