Capítulo 9

Aquella misma noche, un individuo con una especie de turbante de color naranja avanzaba por las calles medio vacías. A esas horas eran pocos los transeúntes que quedaban por llegar a sus casas o a las posadas vecinas. Tras una leve lluvia, el cielo se había despejado y la noche era plácida y fría; las calles todavía relumbraban, húmedas, y muchas de ellas, compuestas de tierra y guijarros, reflejaban en sus charcos las estrellas. Eso lo animó. Después de días viajando en la inestable cubierta de un barco le agradaba sentir bajo sus pies la tierra firme. Uno de los pliegues del pañuelo caía hasta su boca para resguardarla del frío. Bajo el turbante empezaba una piel casi del mismo tono. Su cuerpo era delgado e iba cubierto de anchos ropajes, de gran calidad sin llegar a ser ostentosos. Tendría unos cuarenta años, pero las arrugas en la frente, en los pómulos bajo los ojos oblicuos y las que circundaban el corte profundo y recto de los labios hacían pensar que había vivido mucho.

Evitando las calles más concurridas, dejó durante un buen rato que fueran sus pies los que decidieran el camino mientras sus pensamientos vagaban libremente. Volvió a la realidad tras escuchar el habitual «¡Agua va!». Dio un salto y se arrimó a la pared para evitar que las aguas residuales le cayeran encima. Al hacerlo, tropezó con un muchacho.

—Discúlpame, buen mozo. ¿Te he hecho daño? —preguntó, tomándolo del brazo.

El chiquillo, nervioso, contestó que no. Su expresión puso en alerta al individuo, que no quiso soltarle a pesar de los forcejeos.

—¡Soltadme! ¡Me hacéis daño en el brazo! —se quejó el pequeño.

Un viandante recriminó al adulto desde una cierta distancia:

—¿Qué le hacéis al chiquillo, hombre de Dios?

El hombre, impasible, levantó su otra mano con el índice estirado.

—No hago otra cosa, señor —comenzó a explicar—, que evitar que este muchacho se meta en más líos. Porque eso es lo que sucedería si lo suelto. ¿Verdad, mi joven amigo?

El hombre se acercó mirando con el ceño fruncido.

—Pues como no os expliquéis mejor…

El desconocido tiró del brazo del chiquillo y le dirigió una mirada implacable. Con voz pausada y dura, dijo:

—Lo entenderéis mejor cuando este pillastre me devuelva la bolsa que me ha robado hábilmente de entre mis ropas.

El niño abrió los ojos y forcejeó aún más.

—¿Qué decís, señor? ¡Yo no he robado nada!

La mano libre del hombre del turbante realizó un rapidísimo movimiento y extrajo una bolsa de cuero del bolsillo de la túnica del chico. La mantuvo a la vista del hombre y siguió hablando:

—¿Esta bolsa con mis iniciales de dónde sale, bribón? ¿Acaso te llamas Yago Kaufmann como un servidor?

El rostro del rapaz se sonrojó de vergüenza e ira. Dio un último estirón y logró zafarse de su captor. Se lanzó a correr dedicándole un gesto de burla. Yago guardó la bolsa entre risas.

—¿Os reís cuando ha tratado de robaros? —le preguntó asombrado el hombre—. ¡Yo le daba una buena paliza!

—Ah, noble señor —le contestó—, no me ofende que un necesitado, y más si se trata de un niño, quiera robarme, ya que tan solo busca mejorar su condición. Me ofende que un rico quiera hacerlo por pura avaricia, pues no necesita para nada lo que pueda tener yo.

—¡Más hombres como vos serían necesarios rigiendo nuestros destinos! Pero me temo que esa forma de pensar no sea la común en quienes nos gobiernan.

Yago, con ojos divertidos, rogó silencio con un gesto. Bajó la voz y replicó:

—No seáis desagradecido, vecino, y tened cuidado con lo que opináis. Si vais diciendo cosas así, os ponéis en grave peligro; el poder tiene la bendición de Dios, que está en todas partes. Solo así se entiende que sea tan difícil, cuando no imposible, escapar de un recaudador de impuestos.

Ambos hombres se despidieron entre risas y retomaron bajo el cielo estrellado sus respectivos caminos. Yago Kaufmann, definitivamente de buen humor, aceleró el paso para alcanzar cuanto antes su destino. Cuando dobló la calle, se embozó y se aseguró de que nadie lo seguía. Con la cara cubierta hasta la barbilla por el vistoso pañuelo naranja, avanzó con andar calmo, resguardado por los aleros de los pisos superiores. Se paró ante un zaguán de entrada y dos golpes secos pero suaves se proyectaron hacia el interior del establecimiento. Al abrirse la puerta, desapareció como engullido.

—Sé bienvenido, amigo mío.

—Sé bien hallado.

Una vez cerrada la puerta, avanzaron casi a tientas por el espacio. Cuando llegaron al estrechamiento del pasillo, una luz les iluminó la cara. Johann Buchmann recogió el candil de aceite que reposaba sobre una columna de libros y, por fin, se volvió hacia su invitado.

—Buenas noches, Yago. Esperaba con anhelo tu presencia. Sabes que siempre gozo de nuestras conversaciones —alabó el librero.

—Yo también, Johann. ¿Ha venido mucha gente hoy? Siento la tardanza, pero compromisos ineludibles me han tenido secuestrado hasta hace bien poco —se disculpó el recién llegado.

—Somos los de siempre, ya sabes. Solo Stan Weigand se suma a los de la última vez. Ya vino hace un tiempo, pero coincidió con que tú estabas en uno de tus viajes.

—¿No es ese el crítico de todo? Experto en… naturaleza.

—Sigue la estela de Alberto Magno, sí. Nuestras reuniones se abren a todas las opiniones —sentenció el librero.

—Muy cierto, Johann, muy cierto.

—Subamos. Nos esperan.

El anfitrión caminó hasta el fondo del pasillo. Yago Kaufmann se recogió la túnica para evitar que rozara el suelo al subir las escaleras. Cuando llegaron arriba, la mesa estaba rodeada por seis personas que habrían formado un círculo perfecto de no haber estado este incompleto. Las dos sillas vacías fueron ocupadas por Johann y Yago y entonces el círculo se cerró. Sobre la mesa, multitud de libros dejaban el espacio justo para las velas que iluminaban la estancia y proporcionaban a los ojos de todos un brillo amarillento y vivaz.

Auspiciados por el generoso catálogo de Johann Buchmann, el grupo de amigos se había reunido en su casa. Los unía una ambición común: la difusión cultural. Sabían de la existencia de otras realidades, de diferentes confesiones religiosas, de nuevos descubrimientos que desafiaban leyes tácitas aceptadas sin reflexión desde tiempo inmemorial. Todos ellos eran estudiosos y expertos en diversos aspectos del conocimiento humano y deseaban que sus avances no fuesen perseguidos sistemáticamente, puestos en duda en virtud de unas creencias que ellos achacaban a la superstición. A las reuniones asistían astrónomos, alquimistas, naturalistas, lingüistas y sabios de distinta índole cuyas disciplinas no eran reconocidas en ningún sitio. Había profesores de universidad que debían esconder su sapiencia para no ser desposeídos de sus cargos. De todos ellos, los únicos que no eran expertos en nada y a la vez sabían un poco de todo eran Yago y Johann.

Yago era comerciante. Le gustaba esa denominación aunque la gente siempre se obstinara en otorgarle un apellido: «Comerciante de qué», le preguntaban. Y él, con su eterna sonrisa, contestaba con un escueto «Comerciante. Solo comerciante». Provenía de una antigua estirpe de tratantes de ganado que había llegado a Colonia hacía ya tres generaciones. Sin perder los contactos con las tierras del este de donde procedían, se asentaron en la capital de Renania. Yago se había dedicado a ensanchar, con buen criterio, los dominios comerciales de sus antepasados, diversificando y adaptándose a los nuevos tiempos. Pero seguía negándose a dejar de llevar personalmente las riendas de sus negocios, pese a la peligrosidad de la vida en el camino. En sus continuos viajes, había conocido realidades muy diferentes y con su afilado ingenio ponía el contrapunto real a las teorías de aquellos intelectuales. Era también un gran bibliófilo que guardaba con mimo en sus aposentos innumerables libros de todos los rincones del mundo. Algunos se los cedía gustoso a Johann. Otros se los quedaba a sabiendas de su peligrosidad, como tesoros por descubrir en los que aletargaba las inacabables veladas del invierno. No había para él mayor placer que una tarde de lectura con el ruido de fondo de la lluvia sobre el Rin. Él fue quien consiguió aquel ejemplar de Siesta de primavera. Había oído hablar de un antecedente español en la judería de Toledo. Dos individuos dialogaban sobre ello en una fonda aledaña a la antigua escuela de traductores de la ciudad y su existencia fue confirmada después por un sabio de apariencia semítica a quien muchos veneraban. Todos se asombraban de lo banal de la disputa que en el texto se presentaba y lo complejo de su interpretación simbólica.

Una vez acabadas las salutaciones, fue Yago quien continuó la sesión hablando de los pormenores del libro:

—No queráis saber cuán grande fue mi sorpresa al descubrir una versión del libro en nuestro idioma.

—¿Una versión? ¿Cómo lo sabes, si solo conoces la opinión de un judío y no has tenido acceso al texto original? —arguyó Ulbrecht Harde, el especialista en textos clásicos allí presente.

—Tienes razón, como siempre, Ulbrecht —concedió Yago—. Sin embargo, todo coincide: la temática, los personajes… Hasta la simbología puede responder a un mismo objetivo.

—Pero también sería posible que fuese una reinterpretación del mismo motivo… —arguyó otro, que prefería la originalidad germana a la importación del conocimiento.

—Sí, quizá sí. Lo que es seguro es que pertenecen a una misma tradición, y es más importante averiguar su entronque que no disputar sobre si fue primero el huevo o la gallina. —Intentó Yago deslindar lo importante de lo fútil.

—Quizá entonces sea el momento de contemplar el libro. ¿Cuál de estos es, Johann? —preguntó Harde, con ansiedad.

—Siento desilusionaros, caballeros, pero ese libro lo he prestado a un amigo, futuro contertulio nuestro. Espero que sepáis perdonarme —se disculpó Johann, desolado.

En ese momento intervino Stan Weigand. Siempre vestía de negro y todos, no solo Yago, conocían su carácter duro y sentencioso. La bondad de la naturaleza, de la cual era estudioso, no parecía haber hecho mella en su carácter. Aunque en el fondo todos sus alumnos lo consideraban justo, hubieran preferido no tenerlo como profesor en la Universidad de Colonia.

—¿Cuál es el motivo por el que consideras más importante su opinión que la nuestra? Y otra pregunta: ¿por qué estás tan seguro de que se convertirá en nuestro nuevo compañero de avatares?

—En cuanto a la primera pregunta —comenzó Johann—, no considero su opinión más importante, pero creo que es una persona de una sensibilidad e inteligencia superiores y por tal motivo deseo que asista a estas reuniones con asiduidad. Y creo que con esto respondo también a la segunda cuestión, Stan.

—Pero en tal caso podíamos haber dejado para otro día la cuestión sobre este libro —repuso el estudioso.

—Desde el principio, nos hemos reunido con cierta periodicidad sin estar condicionados por los descubrimientos de algunos de nosotros, o las nuevas adquisiciones culturales. Por tanto, avancemos —recomendó Yago, echando una mano al librero, que parecía no haber convencido al severo estudioso—. En mis últimos viajes me he llevado grandes sorpresas. Creo que nuestra catedral se quedará pequeña cuando logremos concluirla, si es que nuestros ojos pueden llegar a verlo algún día.

—¿A qué te refieres, Yago? Será una de las más grandes de Europa, desde sus torres se divisarán varias leguas a la redonda y se dirá de ellas que rozan el cielo con su grandeza. ¿No te parece suficiente como ofrenda a Nuestro Señor? ¿Eres acaso tú uno de esos partidarios de Babel?

—Oh, apreciado padre Wahrheit, temo haberte disgustado. Seguramente no me he explicado bien.

—Quizá sea eso.

—En Florencia, las construcciones públicas están dejando de servir a Dios para servir al hombre. Dios ya no es la medida de todas las cosas. Nosotros nos reunimos para poner de relieve una carencia: nuestra sociedad es inculta, no goza de acceso al conocimiento y, más que tener fe, sus miembros temen, se arrastran con miedo, sufren. En el norte de Italia eso está cambiando: las plazas crecen para permitir observar mientras se pasea, en las iglesias se aumentan los pórticos para facilitar la conversación, las basílicas crecen a lo ancho y rebajan su altura a las dimensiones humanas.

—¿Y dejan de ser ofrendas al Señor? —preguntó el párroco.

—No pueden dejar de serlo puesto que ese es su único sentido. Pero la perspectiva cambia. Ya no son espacios fríos y oscuros, sino que buscan una utilidad. Igual que en la pintura. Vi en Florencia un retablo en el que los hombres están en el centro de la representación. Sus hechos son el motivo del cuadro, y no su deuda con Dios. Ya no están postrados. Además, surgen nuevas técnicas, como los puntos de fuga de la perspectiva y el difuminado de los cielos para dar idea de distancia. Todavía los hay que amontonan a los personajes unos encima de otros en primer plano, pero por suerte no son todos como hace unos años. El hombre, pues, empieza a ser la medida de todas las cosas.

—Está bien, Yago, esa es nuestra lucha. Pero ¿dónde queda Dios en todo este proceso? —preguntó el teólogo.

—Que quede resguardado en nuestros corazones, como hacemos nosotros en estas tertulias —respondió el comerciante.

Una sonrisa afloró al rostro del padre Martin Wahrheit. Era el único ordenado que asistía a aquellas reuniones y muchas veces se creía en el deber de defender a Dios. Aunque no hiciese falta ni él estuviese del todo de acuerdo con la visión ortodoxa. Además, de los diálogos siempre surgía algo bueno. Llevaba una sotana negra y larga hasta los pies. Su cara estaba compendiada en los ojos negros, a veces vivarachos y a veces tristes. Bajo la boca, una barbilla contundente y puntiaguda apuntaba al suelo.

—Eres muy osado, Yago. A veces comparto ideas parecidas desde mi púlpito, querido amigo, pero más sutilmente. Nuestra sociedad no está preparada para ello. No veo la relación entre cambiar la perspectiva del arte y cambiar la vida diaria de nuestros conciudadanos.

—A veces, los pequeños gestos son los que nos reivindican. El hecho de llamar conciudadanos al resto de habitantes de la ciudad da idea de vuestra filiación. Y ese es el fin último de nuestras reuniones: conceder importancia a la palabra. Por qué una y no la otra. La toma de decisiones que representa mostrarse a los demás, la importancia del arte… ¿Qué somos? ¿Por qué nos preocupamos de lo que nos preocupamos? En el fondo, siempre hablamos de lo mismo, padre. Los tiempos cambian, las preocupaciones del hombre no.

—Estupendo discurso, Yago. Me has convencido.

—¡Pero qué te explico yo a ti! ¡Si eres Martin Wahrheit, el cura de los pobres! Ambos tenemos el mismo pálpito, solo que tú hablas desde el contacto desnudo con la realidad. Por eso te concedo el derecho al pataleo. A veces, la visión de una cara hambrienta confirma la banalidad del arte.

—Sobre todo si ese arte sirve para adornar las iglesias a las que acuden esos hambrientos. Y esos fantoches sagrados, con sus sombreros y sus ropajes…

Una sonrisa recorrió la congregación como una ola con su blanca espuma. Conocían la animadversión del cura Martin Wahrheit respecto a las instancias más elevadas de la Iglesia, aunque solo unos pocos sabían el motivo auténtico. Todos suponían que era un reflejo del contacto con la realidad, pero esa era únicamente una verdad a medias.

Entre risas y discusiones, momentos serios y otros deslumbrantes, la tertulia se fue diluyendo en la madrugada. No se reunían para cambiar el mundo. Ellos ya vivían en un mundo diferente, habitado por los libros y el saber, sin más dioses que el progreso y la búsqueda. Ya no consideraban que Dios fuese el centro del universo, sino que el centro del universo era el hombre y su capacidad para cambiarlo. A todas luces se hallaban en el inicio del viaje y pisaban un terreno inexplorado que se iba conformando a medida que era hollado. Muchos caerían en ese tránsito, pero a cada caída, un nuevo mártir iluminaba la ruta a los que mamaban sus teorías. Era difícil abrir brecha aunque poco a poco, golpe a golpe, algo estaba cambiando.