Capítulo 8

Las mañanas en la residencia de Herr Fischer eran silenciosas. La rutina había tatuado en los sirvientes el gusto y la voluntad del amo como un recordatorio imborrable. Durante el alba, el silencio era el único compañero de los siervos en su trabajo. Cualquier sonido se amortiguaba con delicadeza oriental hasta que el amo despertaba de su letargo y se alargaba, a veces, con el desayuno e incluso después de este, hasta su marcha. El ruido de las tareas del hogar le exasperaba, pero le molestaba todavía más convivir con esa sensación de servidumbre, de gente que le pertenecía y obedecía —aunque no fuera del todo cierto porque la esclavitud era algo mal visto y sancionado por la Iglesia— por un salario. Nikolas Fischer detestaba la sumisión ciega, a pesar de que todo ese personal fuera necesario para ocuparse de su hogar. Había cuantiosas escaleras que barrer en el palacete, la fuente del jardín interior se obstruía con frecuencia, montañas de ropa se ensuciaban a diario y el polvo invadía los rincones en una casa tan grande, tan abierta. Su distribución era del agrado del maestro, pero muy distinta a cualquier otra adaptada al clima hosco de Renania.

Esa mañana no era una excepción; lo único que Nikolas deseaba escuchar era el silencio. Tras el desayuno, debía practicar su puntería con el arco compuesto. Pronto compartiría una jornada de caza con el alcalde Heller Overstolz y no quería quedar en ridículo. Raynard Hendrik era su maestro y lo más parecido a un amigo que Nikolas Fischer podía tener.

Raynard fue en su día un reconocido caballero a quien las circunstancias habían hecho caer en desgracia. A causa de la enfermedad de su esposa, faltó a la llamada a armas de su señor y fue castigado severamente por ello. La enfermedad le causó además algunas deudas que lo obligaron a prescindir de su caballo y de su armadura. De poco sirvió, puesto que al final su mujer acabó muriendo. El alcohol empezó siendo un bálsamo y acabó convirtiéndose en la razón de sus días. A punto de perder hasta su honra, conoció a Nikolas. Aquel día, cuando Raynard lo vio montado en su ejemplar de caballo andalusí, el excombatiente alabó la ligereza del animal, tan grácil y distinto a la marcada robustez de los ejemplares alemanes. Movido por el alcohol habló más de la cuenta y acabó por contarle su historia. Nikolas decidió entonces regalarle el caballo. De alguna manera, tenía la certeza de que ese obsequio le aseguraba un aliado en un futuro siempre voluble.

—Tengo cita con el alcalde Heller dentro de unos días, Raynard. Necesito que compruebes mi tiro y te asegures de que no defraude las expectativas del político —anunció Nikolas arco en mano frente a la diana situada en el magnífico patio del palacio.

El patio central, ajardinado y rodeado de columnas que daban acceso a las distintas salas, recordaba a los palacios nazaríes. Nikolas había mandado construirlo de esta manera, participando activamente en las decisiones tomadas para su edificación. Una sucesión de estilizadas columnas recorría todo el perímetro, dando la sensación de refugio. Los arcos sostenían los dos pisos de altura del palacio. A lo largo del pasillo que quedaba, destacaban el artesonado de oscura madera bajo el tejado a dos aguas, los balcones estrechos de verja de hierro y las ventanas con cancela en la parte inferior.

Bordeando el claustro en el suelo, una transición de guijarro suelto hacía las veces de camino y se dirigía hacia el centro desde las cuatro esquinas y desde la mitad, como dos cruces negándose el uno al otro y marcando los parterres del exuberante jardín. Cumplía con la idea musulmana de lo que debía ser el paraíso, con una preciosa fuente situada justo en el centro. Por el borde de los caminos en cruz, una acequia de piedra conducía el agua hacia los extremos y la llevaba hasta las diferentes alas de la casa.

Pero la presencia constante del agua no era el único elemento que recordaba a la arquitectura arábiga en el palacio. La unión de las columnas estaba hecha mediante paños calados que permitían el paso de la luz. Los arcos eran de herradura en su mayoría y los techos contenían artesonados de lacería, típicos de la arquitectura mudéjar. La inspiración de al-Ándalus en aquel lugar era evidente en todos sus rincones.

—Posees un pulso muy calmo, Nikolas. No tendrás ningún problema en dejar asombrado al alcalde. Tengo entendido que su mano no es tan hábil como su capacidad para contar monedas y escoger esposa.

Nikolas soltó una carcajada.

—Todo depende de los intereses que le muevan a uno.

Con el arco firmemente sujeto, Nikolas colocó la flecha y estiró de la cuerda con facilidad. Cuando consideró satisfactoria la tensión, acercó la cara, guiñó el ojo izquierdo y se dispuso a disparar a la diana. Sin apenas temblor, soltó los dedos con suma delicadeza. La flecha salió a toda velocidad y el arco se balanceó en su mano. Quedó perfectamente clavada casi en el centro.

—Perfecto, Nikolas. Poco requieres de mi ayuda. Tu serenidad te otorga las garantías que necesitas.

—Gracias, Raynard. Eres muy amable.

Tras varias series de saetas disparadas con notable acierto, hicieron una pausa. Nikolas recuperó la conversación:

—Sin embargo, sí que te necesito. Para mis próximos viajes he pensado en ti.

—Te lo agradezco mucho, pero…

Nikolas le interrumpió. No le gustaba dejar sus pensamientos a medias.

—Esta habilidad tuya para localizar gente diestra es difícil de encontrar.

Las alabanzas se amontonaban en la boca de Nikolas. Llamó a su mayordomo y le entregó el arco. Con un brazo posado sobre el hombro del instructor para reforzar sus palabras de elogio, comenzó la marcha.

—Por no hablar de tu indiscutible sentido de la urbanidad y de tu estrategia para protegerme a mí y a mi equipaje de posibles saqueos. Todas ellas son capacidades que me serían muy útiles y, de verdad, Raynard, te agradecería que lo consideraras.

La mirada fría de Nikolas se clavó en el rostro de Raynard cuando llegaron a la entrada de la residencia. El silencio abrazó al instructor, sinuoso y resbaladizo. Parecía que sus pensamientos pudieran oírse.

—De acuerdo —respondió—. Me encantará acompañarte, Nikolas.

El rostro del copista cambió su expresión al instante. La frialdad dio paso a una amplia sonrisa de agradecimiento.

Ya de noche Nikolas Fischer volvía a su lugar de reposo. Durante las horas de luz había trabajado duro en el obrador y también en la ciudad. Mantener los contactos de un negocio de las dimensiones del suyo era una tarea desagradable en ocasiones. Al principio, su taller había despertado el recelo entre las diferentes autoridades. Sin embargo, con los años, Nikolas había logrado introducirse en una red solidaria de favores recíprocos, en la que todos salían beneficiados. La Iglesia pronto había descubierto que el nuevo obrador laico era un aliado y que los caminos de ambos discurrían paralelos, nunca enfrentados.

Con tal norte, Nikolas continuaba sosteniendo posiciones con las que a veces no comulgaba pero que le servían para conseguir objetivos. Ese mismo día había hecho una visita muy especial a una influyente familia de patricios, los Stygger. Se trataba de un linaje antiguo que tenía capital invertido en distintos sectores del comercio, sobre todo el aduanero. Era ésa razón suficiente para que Nikolas se enfundara sus mejores galas y asistiera a la fiesta de compromiso de una de las hijas. Sabía lo que le esperaba: agravios y burlas, rumores y anuncios envueltos entre la más exquisita educación.

Para Nikolas, el secreto consistía en no destacar. Era como atravesar el Rin: no se puede salir del río por el otro lado exactamente a la misma altura. Hay que dejarse llevar por la corriente y asumir que se alcanzará la orilla más abajo. Si se gastan demasiadas fuerzas en luchar, no hay avances. Durante la fiesta, el copista había sonreído cuando tocaba, había encomiado jubones y vestidos —de hombres y mujeres— y alabado el gusto. Finalmente, había concluido la visita sin comprometerse en firme a nada. En definitiva, había respondido como se esperaba de él.

Entre las conversaciones intrascendentes, había conseguido un triunfo: los libros llevaban ya tiempo cruzando las fronteras, y el Rin podía ser un itinerario fácil de subida y de bajada, navegable durante muchos kilómetros; las aduanas eran filtros pero no barreras y los contactos adecuados permitían superarlos. El obrador de copistas ya no dependía solo de la Universidad de Colonia. Los diferentes núcleos culturales a lo largo del río esperaban sus entregas. Y Gunter Stygger se había comprometido a facilitarle los envíos.

Pero la fiesta había concluido. El día había acabado con un nuevo éxito y, de vuelta en el hogar, Nikolas se permitía disfrutar de sus propios secretos. Si un día se llegara a conocer su modo de vida, se le prohibiría el acceso a esos festejos y sus gentes. Quién sabía si las consecuencias habrían ido más lejos. No eran buenos tiempos para la tolerancia.

Sentado en una de las salas llenas de lujos de su precioso palacio andalusí, Nikolas se deleitaba con el vino de sus bodegas a altas horas de la noche. Se recreaba imaginando la expresión de todos aquellos personajes afectados de la tarde al descubrir sus aficiones. Se llevarían las delicadas manos a las bocas escandalizadas y con hipocresía sancionarían sus costumbres sin pararse a reflexionar.

El estilo árabe también se percibía en la estancia principal. Un mural de azulejos repleto de cenefas simétricas cubría la pared, iluminada por la tenue luz que desprendía la lámpara de bronce en forma de vaso. Los cojines de seda roja y las alfombras de Persia finamente tejidas completaban el contexto oriental de la estancia. En mitad de la habitación, un pebetero sobre una mesa baja de mármol turco expandía el vapor de una esencia a base de aloe.

Junto a Nikolas, una joven de larga cabellera rubia descansaba tumbada sobre los cojines. Tenía una mirada insondable, de un azul profundo como un mar luminoso que contrastaba con la palidez de su rostro. El vestido de gasa verde casi dejaba a la vista las formas de su delicado cuerpo, al que se pegaba como una tela elástica. Las pulseras de plata bailaban ruidosas con cada gesto.

—¿Has acabado las miniaturas del último encargo? —preguntó Nikolas con un trozo de ciervo estofado entre los dedos.

—Mañana las terminaré —respondió ella con la vista posada en el techo.

—No tardes mucho más —ordenó Nikolas sin prestarle demasiada atención.

Ilse Holz desvió su mirada hacia la figura de Nikolas y se quedó observándola durante un momento sin decir nada. Después alzó una de sus manos y le acarició la mejilla, que empezaba a raspar. Tras unos instantes, dijo:

—Sabes que nunca te he fallado.

—Y espero que siga siendo así. —Nikolas le ofreció una sonrisa casi imperceptible.

—¿Acaso lo dudas, querido?

Ilse mantuvo su mano sobre el rostro de Nikolas. Ahora se había desplazado a la nuca rubia y suave, y la estaba masajeando. Él no rehuía el contacto. Con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos cerrados, emitía algo parecido a un ronroneo. Al poco tiempo, abrió los ojos y continuó con el hilo de la conversación:

—Cualquiera puede defraudarte.

Ilse retiró suavemente su mano de la cabeza de Nikolas. Pensó que jamás confiaría en nadie que no fuese él.

La puerta de la estancia se abrió permitiendo el paso a una doncella voluptuosa y morena. Llevaba la melena recogida en un moño que le coronaba la cabeza. Su vestido era similar al de Ilse, pero en seda, y sus formas se acentuaban bajo el color naranja brillante de la tela; las sensuales caderas se movían arriba y abajo al caminar. Portaba en sus manos una jarra rebosante de vino que dejó en la mesa junto al resto de la comida. Sin alzar la mirada del suelo, se disponía a abandonar la estancia cuando Nikolas la interrumpió:

—Ven, Elisabeth. Siéntate con nosotros.

Entonces sí que elevó la mirada hacia Nikolas y se sentó a su lado. Ilse dirigió sus ojos inquietos a la recién llegada, los entornó y continuó en la misma posición.

—¿Dónde están las demás? —preguntó Nikolas a Elisabeth.

—Ahora vienen, están acabando de preparar las viandas. —Sus ojos verdes se posaron en el plato de carne jugosa.

El amo cogió un trozo y lo introdujo en la boca de la joven. Ella lo esperaba con la boca abierta, ansiosa. Nikolas dilató la entrega, obligando a Elisabeth a sacar la lengua, buscando la tajada. Al final la recibió y la masticó con deleite, deteniéndose en cada mordisco. Repitió la acción de nuevo, un poco más cerca el uno del otro, las dos bocas a punto de besarse. Ambos notaban el vaho de sus respiraciones en las mejillas que se arrebolaban, en los ojos entrecerrados, en la nariz anhelante, en los labios humedecidos ya por la comida y el deseo, por la apremiante necesidad de entregarse a la lujuria.

Ilse observaba la escena desde su posición, un tanto retraída, esperando quizá el momento oportuno de participar.

Como en una danza mil veces ensayada, Nikolas vislumbró en la mesa baja la fuente preñada de uvas. Puso los dedos en la boca de Elisabeth, que los sorbió con premura, y poco a poco los fue retirando, lúbricos y sabios. Tomó una uva y se volvió hacia Ilse, que entreabrió la boca. Nikolas posó primero levemente la fruta como si quisiera que Ilse la besara y la sostuvo mientras la acariciaba con el terciopelo de sus labios. Fue apretando poco a poco hasta que cedieron y admitieron la uva. Al morderlo, el fruto estalló y llenó su boca del jugo magnífico.

Ilse se acercó a Nikolas y abriendo la boca le pasó a la suya el pellejo de uva junto con su esencia. Juguetearon con ella un rato hasta que uno de ellos la engulló. Después se besaron. La lengua de ella cercó sus labios humedeciéndolos poco a poco, antes de mezclarse con la de él. Ilse sabía hacerle gozar como nadie. Nunca lo reconocería pero, desde su llegada, la vida de Nikolas había adquirido una especie de barniz, una pequeña y finísima capa de algo similar a la felicidad. Las noches ya no eran la consecuencia lógica de los días, sino el tiempo del placer que tomaba conciencia de sí mismo. Desde la llegada de Ilse a aquella casa, no había vuelto a entrar ninguna doncella más. Ella era la más joven y, también, la más bella.

Llegado un punto, Nikolas se separó con suavidad antes de advertir:

—Todavía no, Ilse. —Y dio un sorbo a su copa de vino después de ofrecérsela a ella.

Ilse volvió a tumbarse al tiempo que susurraba. No se mostró condescendiente con sus apetencias. Sabía que le gustaba manejar los encuentros sexuales, pero también que le dijeran la verdad. Le gustaba sentir que estaba con un ser humano como él, con sus apetitos y sus deseos, con sus tabúes y sus anhelos, con un lado oscuro como el suyo, recóndito y misterioso.

—Cambias de opinión demasiado rápido, Nikolas.

—Ya sabes cómo funcionan las cosas —respondió él sin dejar de masticar.

—Sí, lo sé —respondió en un balbuceo.

Al instante volvió a abrirse la puerta de la estancia y otra joven con una cabellera rizada de color castaño pasó con una bandeja llena de postres de miel y frutos secos. Sin mentar palabra la colocó encima de la mesa y se dispuso a abandonar la habitación.

—No te vayas —dijo Nikolas, llenando la estancia con su voz. La joven volvió y se tendió en el suelo, al lado de Elisabeth.

El copista se dejó caer de espaldas hacia atrás, donde numerosos cojines amortiguaron su caída. Ilse se situó sobre las rodillas de él. Nadie iba a ocupar su lugar. Con las manos abrió la corta túnica que llevaba Nikolas, dejando al descubierto su pecho fornido y tenso a causa de las caricias que la recién llegada había empezado a hacerle. Ilse posó sus ojos de cristal azul en los de él y le preguntó:

—¿Todavía crees que puedo defraudarte?

Nikolas se abalanzó sobre ella ignorando a las demás. La atrajo hacia sí y la besó en el cuello, marcando con sus dientes los puntos que iba trazando. Ascendió hasta una de sus orejas, y se entretuvo bordeándola suavemente con la lengua. Cuando alcanzó su boca la abrazó fuerte mientras sus labios se unían. Esa fue su respuesta.