Poco después, Lorenz salió a la calle, el sol comenzaba a bajar y las sombras se extendían elásticas sobre las aristas de la ciudad. En sus bordes, la luz anaranjada crecía envuelta en una fina pátina. El frío obligaba a cubrirse con una recia capa de paño sobre los hombros. Los padres de Matthias, Penrod y Frieda, tremendamente supersticiosos, habían observado el vuelo de las garzas en su migración al sur y los augurios no eran buenos. Habían sobrevolado la ciudad por el lado oriental y eso suponía un invierno largo y agotador.
Lorenz caminaba por las calles húmedas sin prisa, perdido siempre entre el discurrir de sus pensamientos. Cuando empujó la pequeña puerta de madera de la librería de Johann Buchmann, se adentró en un mundo diferente. Era el mundo abierto de lo posible, de la imaginación hecha realidad por medio de la escritura. En el interior se sentía comprendido y escuchado. Fuera de ese lugar, su vida se espesaba en los errores del pasado. Allí, en cambio, el silencio recorría cada espacio y los movimientos se amortiguaban por encima del papel que parecía cubrirlo todo: las paredes estaban formadas por filas de libros que no dejaban ver qué había detrás. Lorenz pasó el dedo índice de su mano izquierda por los lomos de una de las estanterías cercanas. Era un gesto habitual que nadie notaba y que a él le proporcionaba un vínculo físico con el mundo de la imaginación.
A pesar de ser domingo y tarde ya, el librero no estaba solo. Buchmann, al fondo de la estancia, miró por encima del hombro de su interlocutor. Parecía un individuo rico, a juzgar por su vestimenta. Hizo un gesto casi imperceptible a Lorenz con los ojos, indicándole que lo había visto. El librero era un individuo de sonrisa fácil y gesto amable. Tenía el pelo canoso y casi siempre coronado por una especie de birrete verde que Lorenz jamás le había visto quitarse. En sus ojos, el destello de la inteligencia dejaba un rastro inaprensible. Al hablar, su boca rectilínea se plegaba por las comisuras en dos pequeñas arrugas. Tenía en la piel de sus mejillas unos surcos paralelos que nacían al final de los párpados. Su temperamento era afable y comedido de igual manera en la conversación que en la mesa: enjuto, tenía una prosodia suave y bien marcada, nada agresiva, pese a que acostumbraba a decir verdades a quien las merecía. Por ello, no era el librero con más clientes de Colonia, pero sí el que los tenía más fieles. En su prominente nariz, una huella transversal denotaba que había llevado puestos los anteojos. Eso significaba que había estado enfrascado en la lectura hasta hacía bien poco, con toda probabilidad hasta la interrupción abrupta del cliente. La consulta seguramente se alargaría; más teniendo en cuenta la prolijidad verbal de Johann.
Lorenz lo apreciaba porque en los últimos tiempos había supuesto uno de los baluartes que apaciguaba su ansiedad. La muerte de Ebba cinco años atrás lo había convertido en un individuo solitario y torturado. En Johann había encontrado, sin embargo, un resquicio al que aferrarse. La lectura, antaño un ejercicio mecánico, era ahora una puerta a partir de la cual abrirse al mundo.
Una vez a la semana, Lorenz accedía a aquel espacio sagrado y buscaba y rebuscaba cualquier cosa que le transmitiese algo. El librero siempre tenía algún comentario sobre lo que seleccionaba. Cualquier cosa avalada por Johann era buena para él.
A menudo, la vida del libro superaba en singularidad a la historia que contenía en su interior, y el librero no tenía nunca inconveniente en detenerse largamente para explicársela. Recordaba con agrado una Divina Comedia que había salido de Italia a bordo de una caravana de actores. Huían de su país buscando el refugio de las montañas. Se habían perdido en una tormenta y, desorientados en mitad de los Alpes, siguieron el curso de un río pensando que se trataba del Ródano, porque los lugareños pronunciaban su nombre de modo parecido. Ya en Estrasburgo descubrieron con espanto que ese río tan caudaloso era el Rin y que, en vez de hacia el sur para volver a entrar a Italia por mar, estaban yendo hacia las inhóspitas tierras del norte. Tuvieron que malvender sus pertenencias para poder retroceder y, además, regalar a los habitantes de los diferentes pueblos por los que pasaban con su repertorio más sacro para conseguir algo de comida.
También tenía una edición comentada de los cuentos moralizantes del conde Lucanor, que había extraviado un insólito viajero ataviado con ropajes ricos y ajenos a aquellas tierras. Parecía provenir de muy al sur, de más allá de las remotas regiones de Castilla, donde había sido escrito aquel libro. La piel del viajero era tostada como la malta y por debajo de la boca tenía cuatro pelos mal distribuidos. Su lengua era totalmente incomprensible, plagada de sonidos guturales ajenos a su idioma, explicaba Johann. «Aunque bien es verdad —matizó— que la nuestra tampoco es un habla delicada y musical como, tal vez, el italiano».
Todas esas anécdotas no dejaban de componer un panorama cultural diferente del escolástico en que se había educado Lorenz. En aquellos siglos oscuros, la única manera de aprender a leer y escribir era a través de la Iglesia. Casi todo el conocimiento estaba en sus manos y en las de los nobles. Pero, poco a poco, eso iba cambiando, en parte gracias a gente como Johann. Bien asesorado por este, Lorenz recorrió la historia del libro, del nacimiento de una tradición y un carácter que habitaba cada rincón de la Odisea a las ficciones mitológicas recogidas por Ovidio. O la Eneida, la creación legendaria de todo un imperio.
Poco a poco, Lorenz fue decantándose hacia la lectura en su propia lengua. Ya los escritores del siglo anterior habían empezado a abandonar el latín como medio exclusivo de transmisión del saber. Adoptaban el alemán como vehículo de comunicación, buscando la instauración de un universo propio como habían hecho con una lengua que no era la suya. Los tópicos utilizados eran ingenuos y simples, y también comunes a las diferentes manifestaciones en otras lenguas vernáculas del resto de Europa: el ansia por vivir se mezclaba con el recuerdo constante de la muerte que acechaba incansable tras cada nueva epidemia, cada nueva guerra, cada nueva hambruna.
Cuando leía, Lorenz prefería encontrarse con esas preocupaciones más cercanas que las de quienes habían escrito hacía siglos y nada tenían en común con él. De la mano de Johann, las lecturas iban dejando un poso crítico en su conciencia. De una concepción del mundo que pasaba por las ideas impuestas mediante la tradición, comenzó, maltratado él mismo por la vida, a comprender la pequeñez del hombre ante el destino. Todos se igualaban en ese momento último ante la Dama de la guadaña y nadie, por rico y poderoso que fuera, podía asegurarse un final dichoso. Desconfiaba por tanto de las versiones que corrían sobre Dios y desconfiaba mucho más de quienes imponían esas diferentes versiones, sobre todo si de ello obtenían beneficios económicos.
—¿Has encontrado algo esta vez, amigo?
Volvió sorprendido la vista de la estantería. La voz del librero lo había sacado de sus ensoñaciones.
—Sigo buscando, Johann.
—Eso está bien. Jamás desistas —dijo con una sonrisa en los labios—. Siento no haber podido atenderte antes. Ya sabes, los negocios son los negocios.
—No te preocupes. Nunca me aburro en tu tienda. Venía a por papel.
—¿Has agotado el que compraste la última vez?
—Sí, lo acabo rápido. Erika también lo utiliza —justificó Lorenz.
—Está bien. Pero antes, ven conmigo. Tengo algo para ti.
Lorenz apenas demostró sorpresa. Siempre tenía algo para él; normalmente libros. Johann lo arrastró al interior, sosteniendo un candil entre sus manos. A medida que avanzaban, la luz amarillenta crecía con ellos e iluminaba nuevas paredes atestadas de volúmenes. Al final de un extenso corredor alcanzaron unas escaleras de caracol que ascendían alrededor de una gran viga vertical. Todo era de madera. Ya en el piso superior, una luz tenue y amortiguada se colaba por la rendija que quedaba debajo de una puerta cerrada. El candil todavía era necesario. Lorenz se mantenía un tanto retraído por el misterio de haber sido invitado al terreno íntimo de la vivienda.
Al abrir la puerta, la luz los cegó hasta el punto de cubrirse ambos la cara con las manos. El sol estaba cerca de desaparecer. Pero antes de que eso ocurriera, el disco anaranjado enviaba su luz en haces oblicuos que traspasaban la ventana y llegaban hasta la mesa. Allí, las letras doradas de la vitela multiplicaban la fuerza de los rayos y la rebotaban a los ojos extasiados de Lorenz. Fue solo un momento, hasta que el sol se hundió en el horizonte. Johann alzó el libro, imbuidos aún del instante asombroso.
—Es un libro que quiero que leas. No hay ningún otro, que se sepa. Todos se perdieron por una u otra causa. A mí me ha llegado por muy extraños caminos, quizá un día te los explique. —Lorenz no tenía ninguna duda de que así sería—. No lo tengo todavía a la venta porque es muy raro. Seguramente me lo quitarán de las manos y, pese a lo simple de su edición, por un muy buen precio.
—¿Y por qué despierta tanto interés para ti? ¿Cuál es su rareza? —preguntó Lorenz intrigado. Intentaba centrar su atención en el libro, pero de lo que estaba realmente encantado era de entrar en el área privada de Johann. Hasta entonces no lo había hecho y para él significaba una gran muestra de confianza.
—Ven, siéntate aquí.
Alrededor de la mesa, había colocadas multitud de sillas en perfecto orden. No se le conocía familia al librero, por tanto Lorenz no pudo sino pensar que era extraño que tuviese tantas sillas cuando se suponía que vivía solo. Al fondo, tras la chimenea y el caldero de agua, había otra mesa junto a la ventana, esta sí con una solitaria silla a su lado. En el alféizar, cierta cantidad de velas esperaban el momento de ser encendidas.
Johann, después de pasar diversas hojas con especial cariño, empezó a hablar. Su voz se tornó solemne y abandonó el tono irónico que siempre la acompañaba.
—Este libro es importante porque es único. ¿Ves los renglones? Son desiguales. Su autor no era un copista profesional. No hay un margen igual entre línea y línea. Las letras son irregulares e incluso las hay que cambian al repetirse.
—¿Quieres decir que el copista era un inepto?
—No, Lorenz. Quiero decir que quien copió esto lo hizo por voluntad propia, quizá para preservar un original único o quizá…
Lorenz se dilató en aventurar una nueva hipótesis. La propia emoción que denotaban las palabras del librero hacía pensar que lo que iba a decir era algo parecido a un descubrimiento.
—… pero no, no puede ser. Y, sin embargo, es lo único que se me ocurre: quizá quien lo escribió fue el propio autor, que redactaba su obra.
Lorenz tardó unos instantes en reaccionar. Pensaba, al escuchar las palabras de Johann, que entre la idea y el libro que se abría ante ellos solo habían existido la mano y la pluma como intermediarios, siempre guiadas por el intelecto del autor. Era lo más cerca que había estado nunca de la raíz de la escritura, y sin moverse de Colonia. Johann continuó con sus reflexiones.
—Hay momentos en que la línea se curva y las letras se aprietan, como si el texto hubiese salido fluido, fácil, y casi no cupiera en el papel. En otros, la letra aparece temblorosa. Es evidente que sus pensamientos ya estaban ordenados, porque si no habría tachones y enmiendas, pero, aun así, estamos muy cerca de una obra original en sí misma, sin intermediarios.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó finalmente Lorenz.
—Primero quiero que lo leas. Creo que sabrás hacer buen uso de él. Es un raro ejemplar y me gustaría comentarlo contigo, a ver qué te parece.
—Oh, no creo que yo deba…
—Ten, cógelo. Ahora ve a casa —ordenó Johann suavemente—. Seguro que has vuelto a dejar a Erika sola a cargo de todo. También tengo algo para ella. Son fábulas. Seguro que extrae alguna lección de cada una de ellas.
Lorenz recogió ambos libros y los guardó en su regazo como si fueran un tesoro. Ya no se atrevió a decir nada más, para no romper el extraño hechizo. Cuando llegaron de nuevo a la entrada de la librería, Johann recogió los pliegos de papel solicitados y se los entregó a Lorenz, que los guardó junto a los libros. Mientras hablaban, la noche se había adueñado ya de la ciudad. Antes de abrir la puerta, Johann se volvió y con la cara apergaminada por los años, cetrina bajo la luz del candil, lanzó una última advertencia:
—No te lo dije antes, pero ten cuidado, Lorenz. Los libros únicos siempre llevan inherente una maldición. Algunos los persiguen para eliminarlos definitivamente; otros para multiplicarlos. Ambos personajes son peligrosos, pero desconfía sobre todo de los primeros. Son nuestros enemigos. Contra los segundos no se puede luchar. —Tras una pausa, añadió—: Dale un beso a Erika de mi parte.
Lorenz salió a la calle cubriendo con sus manos el vientre y el costado. No corría, pero sus pasos eran rápidos. La noche de Colonia podía ser peligrosa. El sonido del cuero de sus borceguíes rasgando el suelo húmedo lo acompañó sin más sobresalto que el provocado por un gato nocturno persiguiendo a una rata. No se cruzó con nadie. La ciudad reposaba tranquila y se preparaba para afrontar un nuevo día. No era fácil la vida en aquel tiempo.
Justo cuando cerró la puerta de casa, un rayo hirió el cielo con su luz y el sonoro crepitar de la lluvia lo acompañó hasta la mesa de la estancia principal. Allí, Erika dormitaba recostada sobre una hoja de papel, con la pluma todavía en su mano. Se la retiró con tiento, le dio un beso en la frente y la recogió entre sus brazos con amor, sin despertarla. La llevó al camastro y le acarició el pelo hasta que dejó de removerse. De nuevo en el piso de abajo, cogió el libro que le acababa de confiar Johann y lo miró con atención. Por fuera no se distinguía ninguna marca. Solo en la primera página, tras los agradecimientos, encontró lo que podía ser el título o quizá tan solo el epígrafe de la primera parte.
Siesta de primavera.