El gran caudal de agua que arrastraba el Rin suavizaba el duro invierno continental del interior de Alemania. Con todo, a mediados de noviembre el frío era ya un compañero diario y la estación por llegar se cernía sobre la ciudad como un enemigo acechante. Los mantos de paño, las capuchas de lana, los gorros de diferente condición y las prendas de abrigo en general eran imprescindibles para todos. Las horas de luz empezaban a escasear y las noches se pasaban al abrigo de las chimeneas en el interior de las adustas casas.
Como las bajas temperaturas no dejaban mucho que hacer en la calle, Erika llevaba desde el último domingo de octubre impartiendo lecciones de lectura al pequeño Matthias al calor del hogar. Y había pasado medio mes desde entonces. Ni siquiera el trabajo junto a su padre había hecho que abandonara esa nueva tarea que le llevaba unas cuantas horas a la semana. En esa mañana fría, el viento hacía chocar con insistencia las contraventanas de una casa vecina. Cuando Erika abrió la puerta y salió a la calle, una pequeña nube de cenizas se alzó de la chimenea y quedó flotando en la estancia vacía, meciéndose en el aire.
Erika golpeó con sus nudillos la portezuela de madera de la familia Smid, dispuesta a esperar a que su joven amigo saliera corriendo a recibirla. Pero cuando la entrada de la estrecha fachada se abrió, apareció Frieda, la madre, limpiándose las manos en el delantal. Un intenso olor a cebolla la acompañaba. Con los pómulos marcados y cercos de cansancio alrededor de sus ojos, Frieda se esforzó por dibujar una sonrisa. Invitó a Erika a que pasara al interior de la modesta vivienda.
—Pasa, bonita, pasa, que hace mucho frío.
—Gracias, Frieda —respondió Erika agradecida.
Llevaba varios días lloviendo casi sin cesar y, aunque ese había sido una excepción, el corto paseo le había dejado los pies empapados y ateridos por el frío.
—Estoy preparando la comida, pero Matthias me ha dicho que hoy vuelve a comer con vosotros. Ya le he explicado que no debe convertirse en una carga —dijo la mujer.
—No, Frieda, por favor. Mi padre insiste en que venga. Le gustan las preguntas que siempre le hace. Además, Matthias y yo tenemos que aplicarnos. —Erika guiñó un ojo al niño, que vigilaba la escena apoyado en una pata de la mesa, tímido. Sonrió y se fue corriendo hacia dentro.
Justo en ese momento, Penrod Smid llegaba a casa. Con las manos y la cara todavía salpicadas de arcilla, se mostraba alegre y hablador.
—Vaya por Dios, si es la bella Erika que viene a regalarnos con su presencia…
—Hola, Herr Smid. ¿Habéis ido a trabajar también hoy? —respondió Erika a su saludo.
—Sí, pequeña. Cuando se tiene que acabar un encargo para un comerciante con prisas no existen los domingos.
—¡Ya estoy! —interrumpió Matthias, volviendo de la parte de atrás. Su cuerpo se veía abultado por el manto que cubría su túnica y llevaba la cabeza tapada con un gorro de lana gastado. De su diminuta mano colgaba un hatillo de paño.
—¿Qué llevas ahí? —le preguntó Erika curiosa.
—No es nada —respondió Frieda—. Solo un pequeño obsequio, una capucha de lana para que proteja a Lorenz de este frío tan traicionero.
—Gracias, pero no teníais por qué… —respondió Erika, cogiendo el hatillo que Matthias le tendía.
—Es solo una capucha, Erika. Tu padre y tú os portáis muy bien con nosotros —insistió la madre del chiquillo.
El rostro de Frieda denotaba un agradecimiento sincero. Erika estuvo tentada de abrazarse a ella y sentir que su familia era más grande, que su padre y ella no estaban del todo solos. Pero Matthias ya andaba impaciente por salir:
—Bueno, ¿qué? ¿Nos vamos? —preguntó el pequeño.
—Ya va, Matthias, ya va. Pórtate bien, porque si no, Erika y Lorenz no querrán que vayas más a verlos… —Y le acarició con cariño, mientras sonreía.
Cuando Erika y Matthias se hubieron marchado, Frieda cogió el brazo de su esposo y le dio un beso en la mejilla. Sin darse cuenta, dejó que sus pensamientos tomaran forma:
—Esa niña es una joya. No sé qué hubiera hecho Lorenz sin ella.
Penrod la imitó:
—Ni nosotros. ¿Dónde están los pequeños?
—Están durmiendo. Así que baja la voz.
—Lee lo que acabo de escribir.
—Es muy difícil, ocupa dos filas enteras. —Resopló Matthias con la hoja de papel que Erika le plantó delante.
—No te quejes. Ya sabes cómo suena cada letra. Solo tienes que esforzarte un poco.
Habían pasado varias horas desde que terminaran de comer y continuaban leyendo, pegados al hogar para mantenerse calientes. Matthias se esforzaba por unir las letras en sílabas, pero no le acababan de salir en un solo golpe de voz. Cuando las repetía se daba cuenta de que era una palabra conocida y entonces sí; entonces la palabra surgía nueva y perfecta. En tan solo un par de semanas había logrado aprenderse el nombre de todas las letras.
Aun así, el proceso resultaba más pesado de lo que su joven mente podía suponer. Justo ese día comenzaba ya a balbucir alguna frase entera, pero todavía lo leído le era algo críptico. Aunque ciertas palabras se le resistían más de la cuenta, la tenacidad del pequeño, unida al orgullo de ser el primero en su familia en aprender a leer, hacían que no se cansase de volver al principio, de equivocarse una y otra vez, de repetir lo leído casi hasta la exasperación.
Erika se retiró a la cocina tras repasar todo el material que ella misma había preparado la noche anterior. Le acompañaba el golpeteo rítmico de la voz de Matthias repitiendo sílabas, cada vez un poco mejor. De nuevo, el niño acabó la cuartilla:
—E-l ca-bal-e-rro cor-ri-ó rá-pi-do —insistió Matthias.
Levantó la cabeza orgulloso y repitió la frase:
—El caballero Corrió rápido.
Erika se acercó hasta él y le puso la mano sobre el hombro, comprensiva. Le señaló sobre el papel:
—No, Matthias. ¿Ves que esto es una palabra? No se puede separar. No se ríe el caballero, sino que corre: el caballero corrió rápido.
No se cansaba de enseñar al pequeño. Y siempre encontraba tiempo para ayudar a su padre. Mientras Matthias continuaba leyendo, tan serio y concentrado que a Erika le movió a la sonrisa, dirigió la mirada hacia su progenitor, en apariencia ausente de lo que ella y Matthias hacían.
Pero no lo estaba. Al volverse ella a sus quehaceres, Lorenz la observó orgulloso. A veces se le olvidaba que su hija todavía era una niña. Siempre estaba ocupada limpiando la casa, preparando la comida, llevando el agua limpia, lavando y zurciendo la ropa. Cuando él lo necesitaba, lo ayudaba en sus proyectos. Ahora estaba enseñando también a leer a Matthias. No era tarea fácil motivar a un niño a la lectura, pero Erika lo estaba haciendo bien. Casi sin darse cuenta se vio a sí mismo con la edad de su hija. Las cosas eran muy distintas por aquel entonces, al menos en su familia.
Su padre había sido orfebre igual que él. Hans Block era el maestro de un taller de clientes importantes y todos lo respetaban llamándolo artista. El pequeño Lorenz lo admiraba con devoción y se quedaba hipnotizado con su maestría, con los leves golpes sobre el metal precioso. Pero antes de convertirse en aprendiz, su padre le tenía reservada una sorpresa.
Después de toda una vida codeándose con gente rica y poderosa, no le cabía duda de que, de entre ellos, pocos eran los que no comprendían los signos que representaban las lenguas, mientras que, entre sus aprendices y la gente más pobre y humilde, la lectura y la escritura eran más bien extrañas. Siendo él un crío, su padre pensó que el conocimiento era el bien más preciado que podía legarle. Lorenz desconocía cuáles habían sido las influencias, pero su padre pudo conseguir que acabaran aceptándolo en un seminario con la firme promesa de proporcionar un alma más a la congregación en el futuro. En consecuencia, el hijo aprendió a escribir con habilidad y a leer rápidamente, amén de otros aprendizajes de dudosa utilidad para un hombre común de su época. Por contra, la promesa de su padre hacia los frailes se rompió, en parte por la irresoluta vocación del hijo del orfebre, y en parte por la codiciosa dote con la que el seminario pretendía abordar la siguiente etapa del joven estudiante.
Lorenz salió de la comunidad como había llegado: sin hacer demasiado ruido. Siempre fue tímido y de aspecto apocado. Comenzó entonces a ejercer de aprendiz de su padre, y eso hizo durante algún tiempo, hasta que un día se enteró de algo: estaba a punto de abrirse en Colonia un obrador de copistas al mando de un laico, el primero en aquel momento. Pronto comenzarían las pruebas a las que deberían someterse todos los interesados en trabajar en él. La escritura era una pasión que había acompañado a Lorenz mucho antes que los metales y a esas alturas, después de su breve aunque intenso paso por el seminario, estaba seguro de ser capaz de dominarla.
Pensó que no debía de haber demasiada gente con tal habilidad en la ciudad, pero al llegar al lugar, una especie de vieja basílica, se sorprendió. La cola de individuos esperando hacer la misma prueba que él le pareció infinita. Los comentarios que llenaban las conversaciones citaban a grandes maestros y trayectorias inmejorables. Todos se le antojaron hombres más preparados que él. Aun así, el joven Lorenz esperó su turno, paciente y ansioso al mismo tiempo.
En el momento en el que Lorenz puso un pie en aquel edificio suntuoso supo que no quería estar en ningún otro sitio. A pesar del aspecto sagrado del recinto de piedra desnuda y grandes vidrieras transparentes, el olor no era a incienso: desprendía esencia de tinta y pergamino, olía a cera y a polvo, a biblioteca antigua y a sabiduría. Y al fin llegó su turno:
—Nombre.
—Lorenz Block.
—Edad.
—Doce.
—Sentaos, Herr Block.
Mientras aquel joven de aspecto agresivo lo abrumaba con instrucciones, no podía dejar de pensar que su rostro huesudo se parecía al de un caballo.
—Deberéis copiar en el pergamino la primera columna de esta página. Ahí tenéis un cálamo y tinta.
Lorenz estaba nervioso, no podía evitarlo. Todo su futuro dependía de ese único momento. Miró a su alrededor. Decenas de rivales copiaban con atención.
—¿A qué estáis esperando? No tenemos todo el día.
Casi sin pensar, cogió el cálamo con la mano izquierda y, mojando su extremo en la tinta, se dispuso a comenzar la escritura. La voz discordante y escandalizada del encargado volvió a sobresaltarle:
—¿Qué estáis haciendo? ¿Acaso intentáis escribir con la siniestra?
Los demás aspirantes abandonaron su tarea y giraron sus cabezas para descubrir cuál era la fuente de tal alboroto.
—No, disculpad, iba a pasar el cálamo a mi mano diestra. ¿Veis?
El joven Lorenz, rojo por la vergüenza, se esforzó en parecer creíble. Era un error que no se podía permitir. Siempre tenía tendencia a hacer las cosas con la mano izquierda, pese a que había aprendido a realizarlas también con la derecha, como era preceptivo. Cerró los ojos, aspiró con fuerza y comenzó su labor.
—Os estáis torciendo —anunció el de rostro caballuno.
Trató de mejorar la linealidad de su texto, pero aquel personaje ejercía sobre él demasiada presión:
—Los caracteres no son tan redondos como debieran.
Lorenz enderezó la espalda con el objetivo de relajarse aunque fuese un ápice. Sin embargo, el gesto le hizo perder la postura en la que había estado copiando y con ello la inclinación de su mano. El cálamo resbaló sobre el papel. Contempló su error con incredulidad.
—Está bien. Podéis dejarlo ya.
Cuando Lorenz alzó la cabeza, junto al vigilante se hallaba una persona que no había visto antes. De edad más avanzada aunque joven todavía, su porte le confería un aire distinguido; el tocado azul que cubría su cabeza dejaba al descubierto parte de una melena revuelta y rubia.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó el maestro copista a su ayudante.
—Nada, Herr Fischer. Un desastre. Quiere ocultarlo pero es siniestro.
Lorenz tuvo que hacer grandes esfuerzos por contenerse. Con la boca prieta y los ojos a punto de desbordarse en lágrimas, se puso en pie dispuesto a abandonar aquel lugar cuando la voz grave pero amable del hombre rubio quiso darle un último consejo:
—No pierdas el tiempo con algo que nada te aporta. Búscate una profesión honrada y olvídate de la escritura, muchacho. Jamás te servirá para ganarte el pan —dijo el maestro, sosteniendo su folio.
Lorenz no replicó. Se dio media vuelta y atravesó el umbral de aquel lugar que tanto lo había fascinado.
Aunque el disgusto fue grande, asumió sus limitaciones. Su mano hábil no podía ser utilizada, así que se resignó. Y comprendió que aquel hombre le había dado un buen consejo. Pero si bien no tenía habilidad para trabajar como copista, su voluntad no le permitía dejar de lado algo que ya se había convertido en una pasión. Pronto descubrió que con la zurda no solo era capaz de conseguir mejores resultados que con la derecha sino que además, si se lo proponía, podía llegar incluso a escribir con asombrosa perfección palabras y frases en forma especular.
Se conformó entonces con seguir de aprendiz en el taller de su padre. Allí, donde podía utilizar las dos manos, su habilidad era indiscutible. Pero sus padres murieron prematuramente antes de que él consiguiera llegar a maestro. Las deudas se llevaron a manos de otros miembros avaros del gremio el taller que le correspondía en herencia. Esta y otras circunstancias lo condujeron al puesto de oficial que todavía desempeñaba en el taller de Ernest Blum. A pesar de todo, la escritura jamás desapareció de su vida. Quizá su mano era incapaz de transformarla en un arte, pero estaba seguro de que había otras maneras de convivir con esa devoción.
—¿Padre? ¿Te encuentras bien? —La voz de Erika lo devolvió al presente.
—Sí… Sí. Estoy bien.
—¿Os habíais dormido con los ojos abiertos? —preguntó el chiquillo en voz baja.
Erika dio un codazo a Matthias.
—No me respondías —le dijo a su padre—. Pensaba que te habías quedado sordo.
Esbozando una leve sonrisa, Lorenz respondió ausente:
—No, solo recordaba algunas cosas.
—¿El qué? —insistió Matthias.
—Eres un fisgón. No puedes preguntar siempre todo lo que quieras. Es de mala educación —le reconvino Erika.
Matthias frunció la boca y bajó la mirada al suelo. Lorenz le cogió la barbilla y se la alzó al tiempo que le decía:
—Tranquilo. Puedes hacerme todas las preguntas que quieras. Solo me he acordado de cuando yo tenía la edad de Erika.
—¿También sabíais leer y escribir?
Lorenz asintió emocionado.
—¿Quién os enseñó? —Los ojos de Matthias permanecían muy abiertos, ansiosos por conocer.
Erika volvió a dar otro codazo al chiquillo al tiempo que anunciaba:
—Anda, Matthias. Tenemos que irnos. Les he dicho a tus padres que te llevaría a casa antes de la cena.
Lorenz volvió a dirigirse al niño con ternura:
—Otro día te lo cuento. Es una historia un poco larga.
Matthias cabeceó con gesto triste, decepcionado por llevarse a casa solo la promesa del relato. Le entusiasmaban los cuentos y siempre esperaba ansioso el final feliz. Erika le cogió de la mano y avanzaron hacia la puerta. Lorenz envidió la facilidad con la que ese chico se deshacía de sus pequeñas penas. Había prometido contarle su historia. Pronto descubriría que los finales no siempre eran felices.