Capítulo 5

Al abrir la pequeña puerta de madera, el nauseabundo olor a orines ascendió hasta sus pulmones. La calle estaba desierta y tenía un aspecto descorazonador. Los salientes de los edificios impedían que llegara la luz del sol y la mantenían siempre en penumbra, solitaria. Pero eso no le importaba a Nikolas. Más bien al contrario, prefería que esa entrada no fuera un lugar de paso. Protegido entre sus manos, llevaba un paquete rectangular envuelto en un paño del mismo color marrón que la túnica. Cerró tras de sí la puerta con cuidado, se embozó el rostro y se asomó a la calle transversal. La cruzó rápido para evitar ser visto. También esta era estrecha, aunque no tanto. Atravesó varios callejones y solo cuando llegó a una plaza, fuera ya del laberinto, descubrió su rostro y relajó su paso.

Se acercó a una caballeriza donde solía disponer siempre de una montura. El dueño lo tenía por buen cliente. Le habían reservado un hermoso alazán. Sin apenas mediar palabra, se subió al caballo y se dirigió rápido hacia el palacio episcopal. Dieter von Morse lo esperaba. Azuzó al animal para que sudase y, cuando llegara, diera la impresión de venir de más lejos. Le gustaba ser cuidadoso con sus secretos.

El relinchar sonoro de un caballo extrajo al arzobispo de sus pensamientos. Se sentía a gusto en Colonia, la prometedora grandiosidad de su catedral lo reconfortaba en su cargo, pese a las reticencias de los habitantes hacia su dignidad. Todos temían su poder y su influencia en la justicia y eso le gustaba. Se levantó de su asiento de forma perezosa y se acercó a la ventana. Abajo, en el patio, Nikolas Fischer cedía las riendas de su montura a un mozo. El arzobispo enarcó ligeramente las cejas, tomó aire y salió del gabinete justo en el momento en que llegaba un sirviente para anunciarle al reputado copista.

—Hazle pasar a la biblioteca. Y tráenos cerveza.

El sirviente asintió, volviéndose raudo a cumplir las órdenes. No había comenzado a bajar las escaleras cuando escuchó de nuevo la voz del arzobispo que añadía:

—Pero no de la mejor, no vayamos a pecar de presuntuosos.

Los pasos breves de Dieter von Morse se deslizaban sobre las espesas alfombras que cubrían el suelo de mármol. Se sentó en un sillón tras una gran mesa de madera noble. El butacón, semejante a un trono, estaba más alto de lo normal. Con ello conseguía que quien se sentara enfrente se viera obligado a alzar un poco la cabeza. En los salones del arzobispo esos pequeños detalles se multiplicaban para dejar claro al visitante cuál era la posición de cada uno. Entrecerró los ojos y se mantuvo erguido en su asiento mientras esperaba. Nikolas Fischer no tardó en aparecer precedido de un sirviente que anunció su entrada con voz estentórea. Von Morse disimuló un gesto de fastidio: anotó mentalmente que debía regañar a su criado por la exagerada forma de presentarle a una visita. No toleraba quedar como un fatuo vanidoso. Su magnificencia debía surgir sin artificios. Por algo era Dieter von Morse, arzobispo de Colonia, archicanciller de Italia y príncipe elector del Sacro Imperio Romano Germánico.

Nikolas entró en la biblioteca descubriéndose la cabeza. El arzobispo le tendió una mano blanda y viscosa.

—Excelentísimo y reverendísimo arzobispo… —comenzó a saludar Nikolas. Se arrodilló para besar el anillo de tan alta dignidad eclesiástica, una especie de diana roja en la mano tendida.

—Está bien, está bien. Ya hay confianza suficiente entre nosotros para que podamos evitar ciertos formalismos. Tomad asiento, Nikolas. Contadme, ¿habéis hecho algún viaje recientemente?

Antes de contestar, Nikolas fue interrumpido por otro lacayo. Llevó hasta ellos dos jarras y un pequeño barril con incrustaciones de piedras preciosas y una canilla en su base para escanciar. El arzobispo le indicó con gestos dónde debía dejarlo. Después le ordenó marchar en el acto. En cuanto la puerta se cerró, comenzó Nikolas:

—Sin duda estáis bien informado. He estado en Venecia, de donde precisamente os traigo este regalo, si tenéis a bien hacerme el honor…

El arzobispo tomó con sus delicadas manos el paquete que le acercó Nikolas y lo colocó con mimo sobre la mesa.

—De sobra sabéis que las muestras de afecto son siempre bienvenidas. Podéis engalanar esta humilde biblioteca de nuestra Santa Iglesia con tantísimos ejemplares como consideréis oportuno, faltaría más. ¿De qué se trata en esta ocasión, Nikolas?

—Es un ejemplar del libro de viajes de Marco Polo, arzobispo.

Dieter von Morse enarcó una ceja mientras separaba la fina tela que envolvía el regalo.

—¿Creéis vos que el príncipe elector de Colonia y archicanciller de Italia no dispone de ejemplares de este libro, Nikolas? —preguntó con evidente tono irónico mientras con el rabillo del ojo señalaba la biblioteca.

Nikolas sonrió.

—Fijaos bien en este ejemplar, excelentísimo.

El arzobispo tomó el volumen ya desenvuelto, abrió la tapa desgastada y leyó en voz alta el título:

El libro del millón de costeras de Oriente… —Entornó los ojos—. Una edición tan antigua… ¿Es acaso…?

Nikolas asintió con evidente gesto de satisfacción.

—Lo es, excelentísimo, lo es: la primera copia del libro de viajes de Marco Polo, escrito en provenzal y dado por perdido hace años, el afamado Il Milione.

El arzobispo no ocultó su asombro.

—¿Cómo…? —Sonrió—. No sé para qué pregunto, no me diréis cómo lo habéis conseguido, ¿verdad? Bien, bien, entiendo que no queráis revelar vuestras fuentes.

El arzobispo tiró de una cuerda de tela que colgaba en la pared, a su espalda.

—Me haré acompañar de alguien que conozca el provenzal. No en vano se dice —prosiguió— que lo importante no es tener el conocimiento, sino el nombre de quien dispone de él.

De nuevo entró un lacayo en la estancia.

—Llévate esta cerveza y tráenos el vino que mandó el duque. —Y dirigiéndose a Nikolas—: Es excelente, ya lo veréis. Por cierto, Nikolas. —Se puso de pie—. Disculpad mi indiscreción, pero… Me gustaría saber vuestra a buen seguro aguda y discretísima opinión sobre nuestro nuevo alcalde.

—¿Sobre el bürgermeister? ¿Qué puede decir este humilde servidor de vos y de Dios sino mostrarse dispuesto a colaborar con aquel que fue elegido?

Von Morse dibujó una sonrisa incrédula.

—Veo que tenéis siempre la respuesta adecuada, incluso demasiado adecuada, Herr Fischer. Me refiero a lo que se cuenta por ahí.

Nikolas escuchaba atento. El arzobispo, al ver que no obtenía respuesta, dio muestras de empezar a impacientarse.

—Sí, ya sabéis… eso de que fue Heller quien encargó apartar a su rival.

El arzobispo clavó su mirada en el rostro de Nikolas. El copista se sintió observado por una víbora a punto de lanzarse al ataque. La llegada del criado con el vino le proporcionó unos instantes de meditación. Cuando el lacayo hubo salido, Nikolas se apresuró a conceder una respuesta que no lo comprometiese en demasía.

—Ya sabéis que el vulgo se muestra siempre inclinado a las habladurías, no ya con mala intención, sino como mero entretenimiento. El lamentable accidente que sufrió el conde al caer al río durante la noche desata la imaginación popular.

—No lo he oído solo en boca del populacho, sino de gentes nobles devotas de Nuestro Señor —replicó el arzobispo con cierta irritación.

Nikolas carraspeó. Estaba pisando terreno resbaladizo, no podía tensar demasiado la cuerda. Antes de hablar, volvió a intervenir el arzobispo.

—Mirad, Nikolas, voy a seros sincero. —Se sentó de nuevo y estiró las manos sobre el escritorio como si fueran las garras de un depredador—. Nunca oculté que el conde era mi favorito. Un hombre profundamente cristiano, de alma caritativa, que siempre se mostró generoso con la Iglesia. Un ejemplo de piedad.

Nikolas recordó la fama que tenía el conde por su afición a las jovencitas y su tendencia obsesiva a castigar físicamente a sus sirvientes por errores mínimos. Se tragó el sarcasmo con la ayuda de un sorbo de vino.

El arzobispo continuó con su discurso:

—No tengo nada en contra de Heller. A pesar de mi sangre y mi linaje —Nikolas pensó que era habitual en Von Morse recordar el abolengo de su apellido, cuando no todos sus cargos y títulos—, soy capaz de aceptar e incluso admirar a aquellos que logran hacerse un hueco en la sociedad a base de tesón e ingenio. Otra cosa es que no pueda evitar cierta… desconfianza ante la ostentación de la ambición. Y ya visteis vos la algarabía que Heller organizó cuando asumió el cargo. Es normal, hay que entenderlo, pero coincidiréis conmigo en que presumir es de mal gusto.

—Por supuesto, arzobispo. Y un pecado, aunque desconozco si es merecedor de una estancia eterna en el infierno o basta con una temporada en el purgatorio.

Dieter von Morse curvó sus labios lentamente en un rictus que parecía mostrar disgusto pero que acabó convirtiéndose en una extraña sonrisa.

—¡Vos y vuestra deliciosa ironía! —Rio—. Caramba, Nikolas, he de agradeceros vuestra capacidad de sacarle punta a cualquier tema. Aprovechadlo para definir, según vuestro criterio, a nuestro nuevo alcalde.

Como un buen perro de caza que no abandona nunca a su presa, el arzobispo no pensaba permitir que Nikolas saliera de aquella estancia sin mostrar sus cartas. El insigne escriba, dando a entender que se tomaba en serio la pregunta, dejó la copa sobre la bandeja de plata y se reclinó hacia atrás en el respaldo. Reposó las manos en el regazo y solo entonces comenzó a hablar.

—Qué duda cabe, excelentísimo, que Heller ha demostrado ser un hombre con ambición, dotado de una mente práctica y un eficaz talento para decir siempre lo que el otro quiere escuchar. Esa capacidad, visto lo visto, abre más puertas de las que la decencia debería permitir. Dado su origen como maestro de obras, puede ser útil a esta ciudad, a vos, excelencia, y a su Majestad Imperial como intermediario con los gremios y comerciantes, los cuales ganan cada vez mayor peso dentro de urbes como Colonia.

—Ajá… —Dieter von Morse apartó la mirada y se quedó pensativo durante unos instantes. Nikolas repasó mentalmente las palabras que acababa de pronunciar asegurándose de que no contuvieran nada impropio. Von Morse se levantó de su asiento y, con las manos a la espalda, se dirigió hacia la ventana.

—Mis temores vienen por ese lado, Nikolas. Sin duda sabréis que pronto el trono del Imperio cambiará de manos y pasará a la dinastía de los Habsburgo. De ello me congratulo, puesto que son fervientes católicos, pero también me pone en alerta ya que son famosos por su tolerancia con los poderes locales. Y Heller es un caballo al que hay que atar corto.

—No acabo de entender vuestras cuitas, excelencia. Vos sois príncipe de todo el arzobispado de Colonia, con grandes poderes en la ciudad. Para muchos temas, Heller depende de vos en última instancia.

El Sacro Imperio Romano Germánico era un conglomerado de múltiples territorios, cada uno dominado por su correspondiente líder. La tradición establecida obligaba a que el emperador fuera elegido de entre las tribus más importantes. Pero en ocasiones las disputas acababan en sangrientas guerras. Para terminar con ellas y aglutinar en uno solo el sistema tradicional con un Estado moderno, centralizado y autoritario, el emperador Carlos IV elaboró en 1356 la Bula de Oro, donde, entre otros asuntos, fijó un modo de elección. Estableció que serían siete los príncipes electores, cuatro seculares y tres religiosos, entre ellos el arzobispo de Colonia. En 1435 gobernaba en el Imperio la dinastía de los Luxemburgo, pero todo parecía indicar que un acuerdo de esta familia con los Habsburgo determinaría, ante la previsible falta de descendencia, el relevo en la sucesión al trono. El siguiente emperador sería Habsburgo. Con esos condicionantes, la elección se reducía a un mero trámite de confirmación.

El arzobispo volvió a su asiento.

—Nikolas, vos conocéis mis altas responsabilidades políticas. Y que me debo también a la Santa Madre Iglesia. En primer lugar, está mi deber de servir a Dios, Nuestro Señor. —Elevó la mirada al alto techo de madera polícroma—. Y en segundo lugar están nuestro Santísimo Padre y Su Majestad Imperial. No puedo separar a ambos porque los dos forman el poder perfecto. —Juntó sus manos entrelazando los dedos—: El poder espiritual y el poder terrenal. Y mi residencia no está en Colonia, como bien sabéis. Antes el conde y yo estábamos en la misma sintonía. Ahora es una incógnita. No digo que Heller sea un advenedizo… ¡Dios me libre! Digamos que aún no hemos aquilatado posturas. Nikolas, este Imperio necesita de un poder central, ¡un poder fuerte!

Sus manos apretaban con fuerza. Los labios desaparecieron blanquecinos ante la presión que ejercían sus mandíbulas. Continuó con voz más grave, más pausada:

—Somos la esperanza de Occidente, su bastión, su fortaleza… ¿Os imagináis, Nikolas, a nuestro Imperio dividido?

Nikolas asintió lentamente, circunspecto.

—Entiendo, arzobispo, eso sería muy peligroso…

Los ojos de Von Morse soltaron chispas. Su rostro se iluminó.

—¡Exacto! Y los herejes están ahí, al acecho. ¡Podría ser la decadencia del cristianismo, de la civilización! ¡No podemos tolerarlo!

Soltó un puñetazo colérico sobre la mesa. El ruido del golpe hizo que se sobresaltara y se diese cuenta de que estaba perdiendo la compostura. Se acarició la mano nervioso y serenó su expresión.

—Vos, Nikolas, sois también un hombre práctico. Y lleno de talento, sin duda.

—Me halagáis en exceso, excelencia… —agradeció Nikolas.

—No, no, no exagero y es bueno que lo sepáis. Pero hay algo que también aprecio en vos.

Guardó silencio unos segundos, disfrutando al ver a Nikolas expectante. Se levantó de nuevo y empezó a pasear distraídamente por la estancia.

—¿Sabéis qué es?

—Ardo en deseos de conocerlo.

—Tenéis claro quién está arriba, cuál es vuestra posición. Eso, mi querido Nikolas, es fundamental. Estas tierras necesitan de la tradición, del orden, del respeto a Dios y a su voluntad, no la avidez del dinero y la usura.

Dieter von Morse se colocó a la espalda de Nikolas, que fue sintiendo una difusa sensación de desamparo. El copista notó la presión de los dedos del arzobispo sobre sus hombros, cinco lombrices revolviéndose en tierra húmeda y compacta. El cuerpo abultado y blando del religioso tapaba en parte la luz de la ventana, proyectando su sombra como una amenaza. El peso de todo un imperio llenó la estancia. Nikolas no supo qué decir. Se mostró dócil y manso.

—Confío en que sabréis informarme de todo lo que consideréis preciso. Vuestra actividad y talento os hacen mantener contactos con gentes de nuestra ciudad y de otros territorios. No olvidéis que la recompensa espera a los justos. —Y, bajando la voz como para realizar una confesión, añadió—: De la misma manera que sobre los débiles de espíritu recae la venganza de Dios.

Nikolas tragó saliva.

—Temo que me otorgáis más capacidades de las que este humilde servidor de Dios tiene, excelencia. —Sonrió tímidamente—. Pero qué duda cabe que el bien del Imperio me hallará siempre disponible.

—Me satisface oíros, Nikolas, y he de decir que no albergaba dudas sobre vuestra fidelidad. —Le palmeó el hombro—. Os agradezco el regalo y la visita, pero no quisiera ser descortés y robaros más tiempo.

Nikolas se puso de pie. El arzobispo, escudado en una pose beatífica, lo acompañó hasta la salida de la estancia. Ya bajo el alto dintel de puertas batientes, el copista realizó una galante inclinación y comenzó a colocarse el tocado, dispuesto a salir. Cuando todavía no había terminado, el brazo del arzobispo se alzó un tanto. El anillo brillaba sobre la sonrisa falsamente amable de Von Morse. Nikolas tomó la mano fláccida del religioso y besó humilde la roja protuberancia en el dedo. En la boca de su estómago sintió nacer una náusea.