Capítulo 4

Una pieza diminuta de metal se movía entre las hábiles manos de Lorenz. Su forma ovalada y el aro de su envés le daban la apariencia de una joya inacabada. Quizá un anillo. O mejor, un sello. A su lado reposaba, ya roto, el pequeño molde de arena del que había salido. En él estaban marcados el canal principal y los bebederos por los que el bronce fundido había corrido. Lorenz detallaba con un martillo y un fino cincel la superficie plana, retirando las impurezas. Finalmente, con una caña mojada en polvo de piedra pómez, limó cada rincón de la pequeña pieza. Sobre el campo de esa matriz podía distinguirse una única y perfecta figura: la letra «T».

El tablón de madera sobre el que trabajaba en la sala de su humilde casa estaba repleto de piezas similares. Cambiaba en todos ellos la matriz elaborada. Bajo la tenue y amarillenta luz que ofrecía la vela junto a la que el orfebre operaba, podían distinguirse la mayor parte de las letras del abecedario, todas ellas manchadas de cera roja. Sobre una lámina de papel bailaban desordenadas las huellas de vocales y consonantes resaltando en rojo sobre el fondo amarillento.

El sonido inesperado de la puerta causó un sobresalto a Lorenz. Acababa de abrirse dejando entrar una ráfaga de viento frío. La luminosidad de fuera le cegó y, cuando la puerta se cerró, dos sombras fueron avanzando hasta hacerse reconocibles. Erika llevaba de la mano al pequeño Matthias.

—¿Te hemos asustado?

La muchacha sonreía dulce mientras se acercaba a donde se hallaba su padre. Este, con la expresión todavía alterada, saludó a los recién llegados sin levantarse dando un beso en la mejilla de la joven Erika y revolviendo el pelo a su pequeño amigo Matthias.

—¡Qué frío hace fuera y qué bien se está aquí!

Erika se quitó la capa de color gris ceniciento que cubría su túnica granate, y la dejó encima de una de las sillas. Matthias se acercó a Lorenz.

—¿Qué hacíais, Herr Block? —preguntó el chiquillo con voz fuerte. La piel rosácea contrastaba con su aspecto lánguido y apocado, extraño en un niño de su edad. Los ojos vivaces resaltaban en la cara delgada. Justo debajo de su barbilla roma quedaba todavía el manto de lana descolorida subido hasta el cuello.

—Solo sellos —contestó Lorenz, quitando importancia a su labor.

—Matthias cenará con nosotros. Su padre sigue en el taller y su madre… tiene demasiado trabajo con todos esos chiquillos.

Lorenz asintió.

—Voy a preparar la cena. Y, vosotros, recoged todo eso —ordenó Erika, señalando el desorden que llenaba la única mesa de la estancia.

Lorenz respondió obediente:

—Ahora mismo. —Y guiñó un ojo hacia el pequeño Matthias.

La muchacha se dirigió a la chimenea que había en la sala. En ella, la leña ya casi había dejado de crujir. Atizó el fuego para avivarlo y luego lanzó unos troncos, primero pequeños y luego, ya prendidos estos, alguno más pesado. Descolgó la ennegrecida marmita de la cadena sobre el fuego y la llenó de agua del tonel. Después, temblorosa por el peso, volvió a colocarla en su sitio. Enseguida la olla comenzó a recibir el calor de la hoguera.

La vivienda tenía una estrecha fachada que le otorgaba una forma alargada hacia el patio trasero. La entrada se abría a un único espacio en el que al final se situaba la chimenea. El suelo de tierra prensada estaba ligeramente humedecido. Sobre él se podían identificar las huellas de los movimientos de los escasos muebles; la mesa, alguna silla, un baúl…

El vapor del agua hirviendo comenzaba a esparcirse por toda la planta baja, empañando los cristales. Disponía en el piso superior de una alcoba lo suficientemente grande como para albergar dos camastros y un arcón. Erika se subió a una pequeña alza que la ayudaba a sobrepasar en altura a la olla y cogió varios puñados de harina de un saco que reposaba a sus pies. Tiñó de blanco el agua del puchero que gorgoteaba impaciente. Con una cuchara larga de madera comenzó a remover la pasta que ya había empezado a cuajar. Cuando dejó el mango apoyado en la marmita, se apartó su larga melena castaña de la cara y se pasó los dedos por detrás de las orejas. Se volvió y observó a su padre y al chiquillo.

—¿Y qué tienen los sellos dibujados? —preguntó Matthias a Lorenz, que recogía con sumo cuidado las herramientas de su trabajo.

—Son letras.

—¿Letras?

—Sí, mira. —Lorenz volvió a sentarse y cogiendo al pequeño entre sus brazos lo sentó en su regazo.

Acercó uno de los sellos al rostro curioso del niño y comenzó a explicarle con calma:

—Esta es la letra «M». La misma que tiene tu nombre, Matthias.

Los ojos azules del pequeño se abrieron sorprendidos.

—¿Eme? —repitió.

Lorenz confirmó con una sonrisa.

—¿Por qué no le dices a Erika que te enseñe a leer? Ella sabe hacerlo muy bien. Y también escribir.

Erika, atareada en el extremo opuesto de la pequeña sala, respondió a la pregunta:

—Papá, me paso los días ayudándote. ¿Cuándo voy a enseñarle?

Lorenz cabeceó pensativo antes de responder:

—Mira, Matthias, parece que se niega a hacerlo.

Lorenz sabía que su hija se rebelaría ante la afirmación. La había educado orgullosa y enérgica. Aunque a veces su timidez parecía dejarla inmovilizada, no era más que una sensación. Erika era fuerte y no se detenía cuando en verdad quería algo. Eso le proporcionaba una falsa impresión de seguridad que le gustaba. Se sentía arropado; confiaba en ella y sin su ayuda seguramente no habría podido salir adelante. Pero le costaba confesárselo. En su convivencia solitaria, eran pocas las oportunidades en que cada uno le expresaba al otro sus sentimientos. Para Lorenz nunca era el momento. Y los años iban pasando.

—¡Ni hablar! —replicó Erika, alzando la cuchara. Con el gesto, unas gachas saltaron del utensilio y cayeron en lo alto de su propia cabeza.

La visión de su amiga manchada con la cena hizo que Matthias la señalara entre carcajadas.

—¿Qué pasa? —preguntó Erika, llevándose la mano al pelo. Al instante comprendió lo sucedido—: ¿Por esto tantas risas?

Dando una nueva sacudida a la cuchara acertó a alcanzar la cara de Matthias con algunas gachas. Este, sin dejar de reír, las cogió con la mano y se las llevó a la boca.

—Están buenas.

Erika se rio maliciosa antes de responder:

—Pues aquí tengo una olla llena…

Lorenz observaba la situación sonriente. Al fin decidió cumplir con su papel de adulto y puso un poco de orden en aquella casa:

—Bueno, se acabó eso de tirar la comida. Mejor será que nos la comamos sentados a la mesa.

Cogió unos platos de barro cocido y se dirigió al lugar en el que estaba Erika.

—Ve a sentarte. Ya los lleno yo.

Ella torció el gesto.

—Papá, no pienso dejar de ayudarte.

Lorenz sonrió al tiempo que le ofrecía el primer plato ya lleno.

—Ya lo sé. Toma, llévalo a la mesa.

Erika recuperó la sonrisa y obedeció a su padre. Cuando los tres se hubieron sentado, la niña cruzó las manos. Matthias la imitó. Viendo que Lorenz no atendía a lo que estaba a punto de hacer, susurró buscándole con la mirada:

—Padre.

Se volvió y, entornando los ojos, cruzó también las manos y se dispuso a escuchar las palabras de su hija:

—Señor, bendice estos alimentos que recibimos de tu generosidad. Da pan a los que tienen hambre y hambre de Dios a los que tienen pan. Amén.

Matthias respondió a la oración sin apartar la mirada del plato de gachas que reposaba frente a él. Su familia era más humilde que los Block a pesar de que dedicaban las jornadas a trabajar en lo que podían. Aun así, casi todos los días lograba llevarse al estómago un plato rebosante de comida. A menudo, gracias a Erika. Era a ella, pues, a quien agradecía ese manjar. No sabía quién era Dios, pero en cualquier caso no era el que había preparado esas sabrosas gachas. Algo parecido pensaba Lorenz; se limitó a asentir en silencio a la plegaria de su hija.

Durante la cena, las preguntas curiosas de Matthias hallaron casi todas sus respuestas en la boca de Erika. Aunque solo doblaba su corta edad, se comportaba como si fuera su madre, haciéndose cargo de él la mayor parte del tiempo. Cuidaba de aquel chico igual que cuidaba de su padre. Lo asumía como una consecuencia natural en cualquier muchacha huérfana de madre.

Con todo recogido y ya solo en su camastro, Lorenz pasaba las páginas de una obra llamada El pobre Enrique. Acariciaba con cuidado el fino tacto de la vitela con la que estaba encuadernado. Sus dedos reseguían lentamente los versos que hablaban de la tragedia humana a través de la leyenda de la lepra. Su amigo Johann Buchmann le había hablado de ese libro. Creía el librero que cabía la posibilidad de que se viera reflejado en el caballero protagonista. Hasta ahora solo había leído la parte en la que se narraba cómo el pecado había llevado a Enrique la desgracia mediante la enfermedad. Aun así, Johann le aseguraba que al final viviría una renovación espiritual que paliaría en cierta medida su dolor. Había empleado la palabra «catarsis».

Lorenz tenía una hoja de papel justo al lado y, de vez en cuando, la alzaba para apoyarla en la página opuesta a la que estaba leyendo. Tras incorporarse, señalaba primero en el libro con el dedo índice de su mano izquierda una determinada palabra que parecía haber llamado su atención; después, con la derecha, la hoja de papel aparte, como comparándolas. Los caracteres eran los mismos, pero en su hoja danzaban como hormigas rojas que hubieran extraviado el camino.

Tras apartar la hoja a un lado y dejar el libro en el suelo, Lorenz apagó la vela de un fuerte soplido. Después se humedeció los dedos y presionó la mecha para asegurarse. Cerró los ojos tratando de encontrar el sueño reparador perdido hacía tiempo. En el exterior, el viento silbaba melodías tristes en los aleros. En contra de lo que muchos le habían repetido una y otra vez, había cosas que la fuerza de los años no conseguía arrancar. Separado por una cortina, en el otro camastro unos pasos más allá en la oscuridad, Erika dormía ajena a los pensamientos de su padre.

Esa noche, en las tinieblas de su alcoba, Lorenz encontró un único elemento que lo reconfortara; con la mano a tientas en el vacío, sus dedos buscaron el libro todavía abierto en el suelo. El contacto con el papel y la tinta que dibujaba las líneas del extenso poema de Hartmann von Aue lo hechizaron como si de un elixir se tratara. Y al final se durmió.