Capítulo 3

El día comenzaba a declinar en la ciudad. Nikolas Fischer cruzó la calle que todavía mostraba vestigios del movimiento festivo de la mañana. Recién desembarcado de su último viaje, había llegado con el tiempo justo para asistir al banquete de celebración del nuevo alcalde. Se sentía orgulloso de haber visto incluido su nombre entre los invitados. Satisfecho, pensó que el suave crepúsculo de octubre bien encajaba con la calma mental que sentía cada vez que se dirigía a su obrador de escribas, su santuario. A sus casi cincuenta años, poseía el mayor obrador laico de Colonia.

El edificio había pretendido en sus orígenes ser uno más de los que en Colonia estaban al servicio de la religión. Solo su planta de nave rectangular con ábside al fondo recordaba el origen de basílica que nunca llegó a sacralizarse. El proyecto cayó en desgracia o se acabó el dinero, según infirió él cuando bastantes años después lo recuperó a medio construir y abandonado.

—Herr Gebel. —Pese a las veinte personas que allí laboraban, el silencio reinante no exigía levantar la voz para comunicar la llegada a su segundo.

—Herr Fischer. Sed bienvenido.

La figura del responsable había aparecido veloz al lado del propietario del obrador. Con parsimonia, Nikolas se liberó de la capa y del tocado magenta. Depositó con cuidado las telas en el brazo de su segundo y se sentó de inmediato en su lugar. Siguiendo su costumbre, debía revisar el trabajo del día.

A pesar de la temperatura, la frente de Helmuth Gebel comenzó a perlarse de diminutas gotas. Su mirada extraviada de por sí se perdió entre las columnas. Chasqueando los dedos, hizo un gesto seco al más cercano de los jóvenes copistas. El amanuense se levantó al instante. Ocultó una mueca de resignación y se dispuso a encender los centenares de candelas y cirios repartidos por toda la estancia. Sustituían estos a la luz natural durante las madrugadas y atardeceres. También en los días lánguidos y plomizos, tan comunes en aquella zona aun sin estar en invierno.

Los copistas se distribuían en grupos de tres formando un semicírculo alrededor de cada uno de los seis ventanales de la nave. Los grandes cristales emplomados cedían ante la entrada abundante de luz cuando la había. La orientación norte-sur del edificio permitía la llegada de la luminosidad del sol durante gran parte del año. El área central se destinaba a las mesas donde se acumulaba el material con minuciosidad. Nikolas Fischer había comprado el edificio hacía ya largos años, cuando volvió del extranjero y se decidió por una carrera alternativa a la que había ejercido su padre. Se dedicaría a un menester que hasta entonces realizaban casi únicamente los monasterios. Creyó el joven Fischer que la demanda de libros era mayor que la oferta. Y acertó.

La Universidad de Colonia había iniciado su andadura en 1388, y desde el primer momento existió la necesidad de copiar manuscritos para el uso de profesores y estudiantes. Así comenzaron los primeros pedidos para el obrador, que poco a poco fue haciéndose un hueco en un panorama dominado por los grandes talleres eclesiásticos. Al ser pionero en la conversión del oficio en negocio, Nikolas enseguida ideó el modo de aumentar la producción: desencuadernaban con cuidado el original, repartían las hojas entre los copistas y lograban reunir en pocas semanas las distintas páginas copiadas en tantos ejemplares como hubiera solicitado el comprador. Cuantos más ejemplares, mayor debía ser el equipo de escribas que se dedicaba a ello.

Inició la revisión por el copista que tenía más cerca. Nikolas no dejaba nada al azar, ni en su negocio ni en su vida. El hombrecillo era un oficial más bien enjuto, de cano y escaso pelo, que le saludó en silencio con un respetuoso movimiento de cabeza. Se conocían desde hacía muchos años y para el maestro representaba un oficial de gran eficiencia y validez. Uno de los primeros en entrar en el obrador. Nikolas tomó las páginas que había acumulado en el facistol de secado de su mesa y comenzó a reseguir línea a línea el trabajo. No se dio prisa alguna, pues el repaso exigía calma.

Finalmente, concedió una respuesta para tranquilidad de todos los presentes, que no dejaban de prestar atención a la mesa cabecera.

—Cornelius, gracias una vez más por tu esmerada labor —dijo con voz seria—. Saluda a tu familia de mi parte y hazlos partícipes del orgullo que en este obrador se tiene por tu trabajo. —Elevó entonces un punto el tono para que se le escuchara desde cualquiera de las mesas—: Es un gran trabajo con un excelente resultado.

Helmuth lo siguió a la mesa contigua, mero comparsa en la labor de su jefe. En ella se hallaba trabajando un joven estudiante, Sven Vrunt, que en poco tiempo había conseguido un nivel aceptable. Se le había sentado entre dos oficiales para que puliera su técnica. Era un chico de pocas palabras. Nikolas cogió del atril correspondiente los escasos pliegos apilados y comenzó a ojearlos con la misma irritante calma. Al cabo, apartando la página de su vista y centrándola en la luz que había en el alféizar, el maestro emitió su juicio:

—A la hora de atacar tu habilidad, estimado Sven, tu juventud es hoy todavía una flecha clavada en tu torso. Me sentiría honrado si examinases esta hoja con tus oficiales y decidieras por ti mismo si debe ser o no repetida. Si fuera el caso, apreciaría que la nueva copia fuera hecha hoy mismo a fin de no comprometer la planificación elaborada por Herr Gebel. —Separó una de las hojas y colocó el resto en el lado del atril que destinaban al trabajo que podía considerarse listo para la posterior encuadernación.

El alumno aceptó la sugerencia sin manifestar decepción alguna:

—Gracias, maestro.

El original alejandrino que se estaba copiando en el grupo junto a la siguiente ventana reclamó menos tiempo la atención de Nikolas. El manuscrito, antiquísimo, carecía de florituras y contenía escritura uncial, mucho más simple y limpia que la tipografía moderna. Eso facilitaba que el trabajo de copia no hiciera sino mejorar el trazo. Era difícil que aquellos hombres erraran en su cometido. Asintió Nikolas y continuó su recorrido.

No cogió en este caso ningún papel. Se limitó a observar por encima del hombro de Marcus Oeste, el copista que trabajaba en el centro de ese semicírculo y el menos experto de los tres. Nikolas se mantuvo inmóvil durante varios minutos. El amanuense no interrumpió su labor, pues conocía la costumbre de Nikolas. No era la primera vez que el maestro en persona controlaba directamente su arte. Siguió esforzándose en mover el cálamo con gesto firme, bien apoyado el antebrazo en la superficie de la mesa. Cada vez que entintaba la cánula aprovechaba para mirar con detenimiento la página de la que estaba realizando la copia. Los detalles eran importantes en aquel obrador.

—Está haciendo notables progresos —se atrevió a intervenir Helmuth aun a riesgo de romper el momento de atención—. Me ocupo a menudo de controlar su trabajo.

No recibió respuesta. Eran los hechos y el examen improvisado los que debían corroborar el aprendizaje.

Al rato, Nikolas Fischer se subió los puños de la túnica y dejó a la vista sus antebrazos. Apenas se percibía el vello rubio que los cubría. Marcus Oeste dejó cuidadosamente el instrumento junto a otros en el gárgol encima de la mesa. Se levantó y cedió educado el asiento al maestro. Los otros dos copistas del grupo también depositaron sus cálamos en las ranuras y siguieron la lección como era costumbre.

Nikolas tomó el mismo cálamo que había estado empleando Marcus, miró la punta y luego alternó la mirada entre esta y los ojos de su alumno.

—Está algo roma… —admitió Marcus desde su posición junto a la mesa.

—Está algo roma —confirmó el maestro.

Procedió a darle a la punta la forma deseada. Después entintó, miró la página que debía copiar y sin titubeo en el pulso trazó la siguiente letra de la copia. El grosor y la rectitud perfectos.

—La punta, estimado Marcus, debe deslizarse sin apenas rascar el papel. Si te apoyas en las irregularidades de las fibras, la línea se quiebra involuntariamente. Cualquier duda, el más mínimo temblor, será percibido por quien lea el texto. Recuerda que el lector podría detestar tu copia a causa de las imperfecciones. Y lo más importante: recuerda que ese lector se multiplica por muchos a lo largo de los años. Algunos de los volúmenes que estamos copiando hoy tienen siglos de antigüedad. ¿Te atreves tú a imaginar cuántos lectores tendrá esta copia a lo largo de su vida útil?

Y siguió escribiendo con perfección y a gran velocidad. Cuando terminó la página la depositó en la ubicación del trabajo finalizado y se levantó, invitando a Marcus a seguir con buen ritmo.

La ronda debía continuar. El maestro rompió el silencio con su voz grave y sosegada:

—¿Puede alguien traerme un poco de agua? Estoy sediento.

El olor de la cera derretida inundaba el ambiente del obrador. La luz rojiza del crepúsculo entraba tímidamente por las ventanas del lado occidental, mientras las del lado contrario reflejaban la luz de las bujías que prendían en el alféizar. Fuera, las sombras estaban volviendo a ganar su batalla diaria.

Nikolas se alisó las cejas con ambas manos como excusa para cerrar los ojos por un instante. Desde hacía unos cuantos años, su vista se cansaba. Aunque por suerte no había perdido nitidez; eso habría sido un desastre en un oficio como el suyo.

Continuó con la revisión diaria que le permitía comprobar la buena marcha de su negocio. El oficial que esperaba su turno, originario de Fulda, se repitió en aquel instante que no tenía que haberse arriesgado. En los últimos días había intentado aportar un sello personal que sabía que no era del agrado del amo. Su simple presencia le hacía poner en duda el resultado, ya no por lo que pudiera opinar, sino por la calidad final. A decir verdad, su inseguridad se había manifestado desde que Herr Fischer entrara por la puerta.

Nikolas paseó su vista por entre las páginas. Se entretuvo en varias líneas. Sin decir nada, la expresión se le fue ensombreciendo aunque mantuvo la compostura para evitar un juicio precipitado. Continuó la lectura y la revisión de los detalles, buscando bondades que le obligaran a suavizar su enojo. Helmuth también miraba el papel y cada vez que le parecía distinguir algún rasgo fuera de lugar se maldecía por no haber estado más encima del de Fulda.

Después de largo rato, el maestro pareció salir de su ensimismamiento. Respiró profundamente y sostuvo aún por unos instantes el pliego de papeles. Con una mano se atusó el pelo rubio, escaso en las entradas pero abundante y desordenado en el resto de la cabeza. A Helmuth le pareció que casi se mesaba los mechones más largos.

El silencio que existía se alzó entonces como un muro. Las siguientes palabras de Nikolas resonaron como un puñetazo encima de la mesa:

—Repítelo todo.

Rasgó las hojas y dejó los fragmentos en el centro de la mesa del copista. Le dio la espalda y se alejó.

—Y no te atrevas a pedirme el sueldo por el tiempo extra que te suponga —añadió de inmediato Helmuth, a su espalda.

Nikolas Fischer volvió a su mesa. Cuando se sentó, aún lanzó una última mirada a sus pupilos, todos volcados hacia las mesas inclinadas. La posición de Nikolas era una isla en la cabecera de la nave, en el lugar del ábside que debía haber ocupado el altar. De hecho, él era el pastor de aquel rebaño y había de cuidar que el dinero no faltase para pagar los salarios. Y no faltaba. Los esfuerzos que había realizado a lo largo de su vida se estaban viendo recompensados en los últimos tiempos y su presencia en el obrador no era necesaria continuamente. Sin ir más lejos, al día siguiente debía visitar al arzobispo, Dieter von Morse. Y para poder hacerlo, necesitaba que todo marchase como la seda. Dirigió sus ojos furibundos a Helmuth, que notó el peso de la responsabilidad.

El encargado comprendió sin necesidad de palabras. Estaba allí para que nada de lo ocurrido se repitiera. Debería estar más encima de los trabajadores, fuesen oficiales o aprendices. Y quizá imponerse con mano aún más dura. Su rostro caballuno se tensó en una mueca de odio. No toleraba el verse obligado una vez más a reivindicar su trabajo. Ocupaba una buena posición y no estaba dispuesto a perderla. Malos tiempos se avecinaban para el escriba de Fulda.