Capítulo 2

En Colonia, como en cualquier otra ciudad de la época, los oficios se articulaban en torno a los gremios. Solían estar en manos de unas cuantas personas y agrupados en una misma calle que a menudo llevaba el nombre de ese oficio. Las ciudades crecían siempre al abrigo de las murallas y, en su interior, las viviendas se amontonaban creando un espacio sobrecargado y sucio.

El ruido del golpeo contra el metal acompañaba los pasos silenciosos de Lorenz Block cerca de su lugar de trabajo. El inconfundible y frágil tintineo de unas manos precisas y expertas sobre metales nobles. Cuando Lorenz entró por la puerta, el golpeteo cesó y las cabezas de sus compañeros se volvieron hacia el haz de luz que entró en oblicuo por la puerta.

El amo del obrador de orfebrería era su suegro, un pequeño artesano que poco a poco, con paciencia y esfuerzo, se había hecho un nombre. Tenía bien aleccionados a sus pupilos. Lorenz sintió el peso de la culpa sobre sus hombros: todos habían estado en la toma de posesión del alcalde pero habían sido más rápidos que él en regresar.

Intentó hacer caso omiso a las miradas esquivas que todavía lo acechaban y se acercó a su puesto. Ante él, una mesa con multitud de herramientas de diferentes tamaños. El de orfebre era un trabajo solitario y recogido, aunque se hiciese en grupo. Por ello, el hecho de compartir mesa no era más que un pequeño detalle organizativo. Descolgó un largo delantal de cuero y se lo puso, atándolo por la espalda con habilidad antes de sentarse. Sostuvo un trozo de metal que tenía ante sí en su sección de la mesa y lo miró muy de cerca. Observó la pieza con atención y rigor. Estaba listo para continuar su trabajo. Nadie se dirigió a él en el taller, pero Lorenz tampoco necesitaba conversación.

—Necesito este metal a buen coste. Cuando lo tengas, tráemelo y hazme un precio adecuado.

—Primero deberíamos hablar de dinero para que yo me ponga a buscar. La última vez rebajasteis a la mitad el monto convenido.

—Hombre, porque el mercado había reducido su valor. No es que yo sea un despiadado negociante. ¡Si me sacáis hasta lo que no tengo!

—Si no lo tuvierais, no os lo sacaría. Esta vez no lo haré.

—¿Ah, no? Pues olvídate de conseguir más tratos conmigo. Si no me traes aquí tu metal, ya veremos dónde irás a colocarlo.

Ernest Blum se volvió e inició el camino hacia su rincón, un heterogéneo espacio solitario al fondo de la orfebrería, confuso e inhóspito. Allí la luz escaseaba y hasta el aire parecía más denso.

—Por favor, Herr Blum, no os pongáis así. Sabéis que siempre hablo en broma… —El chamarilero inició una franca retirada.

—Pues no me lo ha parecido. Yo las bromas las dejo para cuando he acabado la jornada —replicó Ernest.

—Está bien. A finales de semana os traeré todo lo que pueda.

—Así me gusta. ¿Has visto qué fácil? Y, cuando lo traigas, hablamos de dinero. Ya sabes que te ofreceré el máximo.

—Hasta el viernes, entonces —se despidió el tratante.

Y se quedó inmóvil en el sitio. Como si temiese en cualquier momento una cuchillada por parte del maestro orfebre, lo observó alejarse hacia el fondo del obrador, hasta que la sombra engulló la figura y esta se convirtió en un agrio recuerdo en la memoria del individuo. Se dispuso entonces a salir. Cuando llegó a la altura de Lorenz, el más alejado de la guarida del jefe, el tratante soltó su lengua.

—No sé por qué no me busco la vida en otro lado —dijo, sin mirar a nadie.

Lorenz se volvió para observarlo desde su silla.

—¿Y tú? —Esta vez sí miró directamente al orfebre—. Búscate otra cosa mientras puedas, Lorenz. Tú tienes talento. No te dejes estafar por ese mezquino que no te valora.

Al fondo, una voz abortó la conversación:

—¡Eh, tú! Jurgen. ¿No te ibas? No distraigas a los trabajadores, que luego no salen las cuentas. —Ernest Blum emergió de nuevo de entre las sombras para volver a desaparecer al momento. En la fragua, pequeños destellos de carbón emitían una luz difuminada y caliente, acompañados de un extraño soplido. Parecía un pulmón exterior a un cuerpo humano escupiendo aire sucio y viciado.

—¡Lorenz! —La voz de Ernest resonó en toda la estancia—. Ven aquí.

Lorenz levantó la vista y esperó unos instantes a que sus ojos enfocaran la media distancia. Llevaba rato concentrado en proporcionar la curvatura perfecta al vaso que estaba elaborando. Dejó la pieza, que hizo el sonido de una moneda al caer, y se dirigió al fondo del obrador. Sus compañeros lo seguían con el rabillo del ojo. Estaban todos colocados alrededor de la larga mesa de madera que una fila de herramientas se encargaba de dividir en dos mitades.

—Buenos días, Ernest —saludó Lorenz.

Ernest Blum esperaba sentado sobre su banqueta. La estancia estaba completamente forrada de moldes, herramientas, modelos de madera y productos metálicos a medio acabar. Las baldas se combaban por el peso y llenaban las paredes, estrechando el paso. No existía una estancia como tal, sino que entre las diferentes estanterías, por la construcción irregular del edificio, se había articulado un pequeño espacio inutilizable que Ernest había hecho suyo. Allí se atrincheraba durante largas horas amparado en la penumbra, obteniendo desde su asiento la panorámica del taller en su totalidad, como si se hallara en una torre de vigilancia. Miró a Lorenz largamente, buscando en él la más mínima muestra de nerviosismo. Al no encontrarla, un gesto casi inapreciable recorrió su rostro. Los ojos de Lorenz todavía no se habían acostumbrado a la débil luminosidad.

—¿Por qué has llegado tarde?

—Nos diste permiso para ir a ver el nombramiento oficial del nuevo alcalde. Luego vine para acá.

—Pero fuiste el último, Lorenz. —Al pronunciar la zeta, su boca siseó como una serpiente—. Siempre eres el último.

—Lo siento. No volverá a ocurrir.

—Eso espero. ¿Has acabado el encargo?

—Estoy en ello. Me falta rematar el último vaso.

—¿Acabarás hoy? Si no, el dinero que pierda te lo descontaré. No estoy dispuesto a nuevos errores.

—Lo sé. Ya me lo avisaste. Estará.

—De acuerdo. Retírate.

Ernest Blum hacía uso con frecuencia de su posición de superioridad, que siempre aparecía cuando hablaba con su yerno.

Lorenz retornó a su puesto. Esta vez nadie lo miró. Habían escuchado la conversación y sabían que la ira no había estallado, que las cosas seguirían igual durante algún tiempo. No obstante, y si bien era cierto que Lorenz necesitaba su salario tanto como Ernest precisaba de Lorenz para continuar con la vitalidad de su negocio, todos tenían la certeza de que, tarde o temprano, la cuerda se rompería por uno de sus dos cabos.

—Aquí tienes las piezas encargadas. —Lorenz había entrado en silencio hasta el refugio de Ernest. Dejó sobre la mesa una bandeja redonda en la que descansaban diez vasos y un gran escanciador con una sugerente forma panzuda y chata.

—Muy bien. ¿Tienes trabajo por delante?

—No. —Lorenz ansiaba que, por una vez, Ernest le permitiese volver a casa antes. Durante las últimas semanas se había marchado el último para poder cumplir con el encargo.

—Pues limpia el crisol de la forja y adecenta el obrador hasta que acaben tus compañeros, que ellos sí que están atareados —dijo Ernest sin levantar la vista de unos dibujos que tenía delante. Y, señalándolos, le espetó—: ¿Eres capaz de hacer este diseño?

Ante sí tenía desenrollado un pergamino que ocupaba casi toda la mesa. Era una fuente de tres niveles, con una balsa bastante ancha en la parte de abajo. Si había que hacer aquello a tamaño real y en alguno de los metales nobles, el trabajo sería considerable, pensó Lorenz.

—Creo que sería capaz.

—¿Qué necesitas? —preguntó Ernest directo.

—Habría que hacerlo por piezas y ver la manera de ensamblarlo. Aunque, si debe llevar agua…

—Debe llevar agua —interrumpió su jefe.

—… entonces deberíamos tener cuidado al unirlas, para que no se pierda líquido por los remaches. Mejor buscar cajas suficientemente grandes como para hacer la fundición en arena.

—No te preocupes por eso. ¿Se puede hacer?

—Se puede hacer.

—Está bien.

Lorenz se quedó clavado ante la mesa, esperando nuevas instrucciones. Con desilusión contempló cómo Ernest se enfrascaba de nuevo en el dibujo sin hacer apenas caso del trabajo recién entregado. Se retiró entonces presto a realizar las labores encomendadas, pese a que no podía dejar de pensar en la vejación que suponían. Ningún otro de los oficiales que trabajaba junto a él realizaba esas tareas propias de un aprendiz, y si bien Lorenz afrontaba el menor de los procesos con la misma concentración que si se tratase de la más elevada floritura (y aun le agradaba llevarlo a cabo, pues así no había de fiar a otras manos aquello que en las suyas era más arte que artesanía), no se le escapaba que era por deseo expreso de Ernest que no pasaba nunca de oficial a maestro, y que esa injusticia alejaba de él un aumento considerable del salario y la posibilidad de establecerse por cuenta propia.

Como padre viudo de una chiquilla de doce años, sentía una gran responsabilidad. Y eso le proporcionaba las fuerzas para aguantar lo que fuera, aunque en su trabajo no lograra el reconocimiento que merecía. En realidad no le importaba. Tenía algo en mente, algo que presumía podría ser importante. No era una certeza; era más bien un presentimiento, como cuando despertamos y tenemos la conciencia de haber soñado, pero no logramos recordar el qué. Se esforzaría por hacerlo realidad. Por su hija Erika.

Y por Ebba, siempre por Ebba.

Resguardado en la penumbra de su rincón, Ernest acercó al metal el cabo de la vela cuando su empleado se hubo retirado. Pasó la lumbre por cada uno de los objetos como si estuviese admirando un tesoro, dando el último acabado con ese repaso luminoso. Cogió uno de los vasos y lo contempló de cerca. Era pesado pero no en exceso. Hasta el más mínimo detalle construía una imagen, una faceta que merecía ser observada. El acabado era perfecto, a la vez útil y bello. Sacaría un buen precio por ese producto. Dejó el vaso en su lugar sobre la bandeja y la vela iluminó con su luz amarillenta una sonrisa amplia y satisfecha.