Capítulo 1

Colonia, 1435

Esa mañana de octubre el día se había levantado tornadizo. En las abigarradas calles, multitud de habitantes comenzaban a recorrer la ciudad más antigua del Imperio. Hacía ya catorce siglos que fue fundada por los romanos al echar a unos bárbaros de su asentamiento a orillas del Rin. A pesar de haber amanecido nublado y de la intermitente lluvia que aguijoneaba desde el cielo, los vivos colores estaban presentes como fragmentos de un mosaico esparcido por las principales plazas de la ciudad.

Sus habitantes rebosaban alegría: el nuevo alcalde celebraba su ascenso al cargo con abundante cerveza y numerosos actos para regocijo de los ciudadanos. Muchos asistían porque en la mayoría de los talleres habían dado el día como festivo; algunos, porque se sentían contagiados de la algarabía de los demás; los menos, porque la aglomeración de gente les permitiría acercarse a las bolsas de los más descuidados. En general, Colonia respiraba efervescencia. La reciente cosecha no había sido mala. Ya llegaría el crudo invierno con sus largas noches de frío y preocupaciones.

La torre sur de la catedral inacabada comenzaba a alzarse majestuosa y extendía su influjo orgulloso sobre cada uno de los presentes; se decía que, una vez las dos torres estuvieran completas, desde lo más alto de ellas y en un día despejado sería posible divisar la ciudad de Breda, ya en la desembocadura del Rin. En el interior de las murallas, no quedaba rincón al que su mirada de pájaro no alcanzase. Desde la plaza del Altmarkt, centro neurálgico y dinamizador de la ciudad, hasta los extremos de la calle principal, la Hochstrasse, los ciudadanos sentían el abrigo clemente de la piedra sagrada erguida como tributo a Dios y a sus adoradores, los Reyes Magos. Sus restos descansaban allí, traídos de tierras lejanas.

Extramuros, su influencia también era notable y desde su cima se divisaban muchas leguas a la redonda. El perfil dentado de la gran seo prometía a los campesinos una aproximación al Creador. El paisaje ocre y duro de la campiña mostraba los parterres poligonales formando las diferentes piezas de un rompecabezas. Y en medio, como el tajo imposible de un cuchillo descomunal, el Rin, que avanzaba sinuoso hasta perderse en la lejanía, el aire cada vez más espeso, el horizonte diluido en la neblina partiendo por la mitad el cuadro de paisaje: arriba, en lo más alto, un azul roto por las nubes; al fondo, el ocre y el amarillo de las alamedas y las fresnedas que seguían el curso de las aguas sin atreverse a tocarlas. Más lejos, extendiéndose hacia el este y el norte, el verde de los bosques de coníferas: un inmenso mar inabarcable. Y, dispersos a medio camino, el cobrizo y el naranja de los tejados húmedos salpicando la naturaleza, avisando de la presencia humana más allá de la ciudad repleta y bulliciosa que ponía su colofón a la armonía del paisaje.

El recién nombrado alcalde había invitado a los ciudadanos a celebrar su ascenso al poder consistorial, algo que él, Heller Overstolz, llevaba ansiando desde hacía años.

La figura de Heller apenas era visible desde la plaza cuando se asomó a la torre gótica que coronaba la fachada del ayuntamiento, el Rathaus. En un acto inusual, se dirigió a la ciudadanía con un discurso encendido y lleno de promesas. Abajo, el auditorio se silenció por unos instantes, deudores de la fiesta que estaban disfrutando. La mayoría de los asistentes escucharon embelesados lo que les decía el nuevo bürgermeister, no tanto porque estuvieran interesados en el discurso en sí, sino porque suponía una novedad, una ruptura en su rutina.

La boca de Heller dibujó una sonrisa similar a la de un reptil ante la visión de todos aquellos rostros atentos. No distinguía las fisonomías, tan solo los ricos colores de sus atuendos festivos y las caras sonrientes de aquellos que habían probado ya la cerveza gratis. Aspiró hondo mientras continuaba con sus palabras, una alocución aprendida de memoria la noche anterior. Su cuerpo delgado se mantenía estático, centrando la atención en su brazo derecho, que se balanceaba arriba y abajo como si estuviera marcando un compás. Su vestimenta estaba formada por valiosos ropajes de terciopelo negro, y un manto de piel de hermosa factura lo resguardaba del leve frío. En su cabeza, un sombrero ancho y abombado recién traído de Flandes. Heller continuaba recitando el discurso mientras su mente visitaba otros lugares. Si bien seguía sonriendo, sus ojos grises enmarcados por unas cejas casi inexistentes dejaron de prestar atención a la plebe para mirar hacia adentro, hacia sus recuerdos.

Se sentía enormemente satisfecho de lo que había logrado. Hábil en el oficio de la construcción, que heredó de su padre, llegó a maestro muy joven; el más joven de toda Renania. Pero pronto su ambición lo condujo por los senderos de la política y el poder. Fue subiendo peldaños dentro de su gremio hasta alcanzar la cabeza del consejo de la congregación de los maestros constructores. A partir de ahí, cosechó fama de duro negociador en su feroz lucha por mantener la autonomía de todos sus agremiados frente al poder local, siempre dispuesto a intervenir tratando de controlar los precios, las transacciones, los impuestos. Heller aprendió de manera natural a ser persuasivo, constante y tenaz. Y también a mostrarse amenazante cuando era necesario. Pero ante todo aprendió que sin poder siempre se quedaría a las puertas de lograr sus metas.

Y para conseguirlas debía afianzarse entre los nobles. Muchos burgueses compraban por una buena cantidad un título nobiliario. Pugnaban por conseguir la llave hacia la muy privada estancia del prestigio social, una estancia desde donde se decidía el destino del resto de la población. Con paciencia de hormiga, Heller fue acumulando el dinero necesario. Y, de pronto, se le presentó un atajo: la hija de un anciano barón se cruzó en su camino. Agripina, llamada así en honor a la mujer del emperador romano Claudio que cedió su nombre a la ciudad (Colonia Agrippina), era apenas una adolescente fruto de un matrimonio tardío. Su madre falleció al nacer ella, por lo que la dulce e ingenua muchacha creció siendo una niña mimada por un padre de más de sesenta años y las sirvientas que la cuidaban.

La candidez de la muchacha era tal que, al conocerla, Heller comprendió que sería un delito no aprovechar el lance. Usó toda su capacidad de persuasión hasta que la chica se sintió la mujer más enamorada del mundo. La boda acabó celebrándose pese a la inicial oposición del barón, que pretendía reservar a su hija para algún noble de mayor alcurnia.

Heller, pues, se vio convertido en barón por obra y gracia del sacramento del matrimonio. Mientras disfrutaba de las mieles de unos esponsales primerizos, logró que su suegro, cada vez más débil, le fuera confiando la dirección de sus posesiones y, sobre todo, la representación en público de su cargo. Para cuando el barón falleció, Heller ya era tratado como un noble más y, a sus poco más de cuarenta años, un firme candidato a puestos de poder.

Al mismo tiempo que su esposo maniobraba hacia el ascenso social, Agripina continuó viviendo rodeada de sirvientas. Si bien al principio protestó, pataleó, trató de llamar la atención de un marido al que cada vez veía menos, acabó por rendirse. Parecía que su destino estaba escrito: vivir sin que nada material le faltase y sin hombre a quien abrazar.

Mientras el pueblo de Colonia le interrumpía en aplausos, Heller desvió la mirada hacia su mujer un instante y se concedió una pausa. Llegaba ya el momento de los agradecimientos. El nuevo bürgermeister era consciente de que debía cuidar muy bien sus relaciones. Se sabía colocado en un lugar idóneo aunque frágil. Estaba entre los nobles por matrimonio. Era miembro de los gremios, siempre enfrentados a las autoridades locales, de las que ahora era su cabeza visible. Un paso en falso y nadie se lo perdonaría.

Y luego estaba el arzobispo, el más intransigente de todos, el más peligroso. Dieter von Morse era uno de los hombres más poderosos de todo el Sacro Imperio Romano Germánico y, además de arzobispo, uno de los siete príncipes electores. Entre sus prerrogativas estaba la de escoger al emperador. Debía mostrarse sumiso y obediente ante él. Su conexión con el emperador, con el Papa de Roma y con la nobleza —los Von Morse eran una de las familias más antiguas— lo convertía en el depositario del poder auténtico en Colonia, aunque realmente viviese en Bonn. Sus visitas eran constantes y sus posesiones por toda la ciudad, innumerables. También lo eran en el campo: si un día impidiese el paso por su territorio, Colonia quedaría aislada. Hasta el agua del Rin se detendría con una sola orden suya.

Por eso, el final del discurso lo tenía reservado para él. El nuevo alcalde le conminó a que dirigiera a todos los presentes una plegaria. Le cedió la posición frente al auditorio y Heller se situó junto a su esposa. Sin mirarla, la tomó de la mano y adoptó un ademán piadoso. Agripina agachó la cabeza y escuchó con fervor las palabras del arzobispo.

Un solemne «amén» llenó toda la plaza. Al instante, los músicos comenzaron a hacer sonar sus instrumentos y el silencio desapareció en una oleada, como había llegado. El público se dirigió hacia los diferentes lugares que el alcalde había dispuesto para que sus conciudadanos pudieran deleitarse bebiendo. Pronto quedó atrás la piedad de las palabras: el júbilo, las risas y los bailes se hicieron dueños del centro de la ciudad.

Dentro del edificio, Heller se encaminó hacia la sala donde él mismo había convocado a las autoridades para celebrar el ascenso al poder y donde ya aguardaba el banquete listo para el selecto grupo de comensales. Todos se dirigieron prestos a felicitar a Heller por su nombramiento y su discurso. A diferencia de lo que ocurría en la calle, allí corría el vino más exquisito. Un hombre alto, de unos cincuenta años, con un tocado de color magenta a juego con la elegante túnica de pesada y exquisita tela, esperaba el momento oportuno para iniciar los elogios:

—Mi más sincera enhorabuena, bürgermeister. —Acompañó sus palabras con una leve inclinación del cuerpo.

—Gracias, mi buen Nikolas —respondió, poniendo especial énfasis en «buen»—. ¿Vais a deleitarnos con vuestra presencia durante el banquete que la corporación ha preparado?

—Por supuesto. Vos sabéis bien que la ocasión lo merece, Herr…

Heller lo interrumpió con una mano en alto.

—No más formalismos entre nosotros… Espero que disfrutéis de los manjares que el consistorio ha tenido a bien preparar para celebrar este humilde acto. No os mantengáis alejado de mí, Nikolas. En otro momento hablaremos de vuestras… habilidades.

—No dudéis. Estoy a vuestra entera disposición —dijo Nikolas Fischer mientras franqueaba el paso del alcalde y su esposa con una reverencia.

Agripina contemplaba la conversación embriagada. La presencia de tantas personalidades la desorientaba, pues en su vida cotidiana siempre se veía rodeada de las mismas sirvientas de modales artificiales y empalagosos. Su rostro se sonrojó cuando el hombre de la preciosa túnica magenta la observó también a ella: sorprendida en sus pensamientos, la inteligente mirada de aquel individuo tan alto parecía conocerlos. Por un momento se sintió mareada.

Uno a uno fueron desfilando todos los invitados. De cada cual, Heller procuró almacenar en su memoria el tono con el que se habían referido a él, deseoso de distinguir quiénes de entre ellos estaban realmente contentos con su nombramiento. Descubrir dónde podía ocultarse el enemigo iba a ser, a partir de ese instante, una de sus tareas cotidianas. El último en entrar fue el arzobispo. Heller le tomó la mano entre las suyas y, arrodillándose, le besó el anillo.

—Bien, bien… Relajaos, alcalde. —Heller apretó los dientes para simular una mueca de orgullo—. Hoy es vuestro día. Reconozco que me ha sorprendido vuestro bello discurso… —Calló un segundo, la atención fija en el bullicio que provenía del exterior—. No hay duda de que habéis sabido ganaros el corazón de los ciudadanos.

Los ojos del arzobispo divergían de sus amables palabras. Coronados por unas pobladas cejas que caían apuntando al ceño como flechas, se mostraban duros, impenetrables. Heller recordó lo que se decía: más de uno había temblado ante aquella mirada furibunda.

—No ha sido más que un acto de agradecimiento a la ciudad que tanto me ha dado, excelencia.

—Estoy convencido de que el Señor se halla del lado de aquellos que saben ser agradecidos —asintió el arzobispo con una leve sonrisa.

Heller notó un leve escalofrío en la nuca. Se inclinó de nuevo en cuanto el arzobispo dio la bendición para volverse raudo hacia la mesa del banquete. Sus mandíbulas estaban apretadas. A su lado, Agripina suspiró.

—¿Qué te ocurre? —preguntó el marido contrariado.

—Nada. Es que el arzobispo ha sido tan amable al saludarnos… ¿Verdad, esposo mío?

Una figura esbelta aunque ancha de hombros atravesaba la plaza del ayuntamiento. Iba ataviada con una túnica azul y una gran capucha del mismo color que le ensombrecía el rostro. En la plaza la celebración se hallaba en su punto álgido. Un hombre mofletudo y sonrosado provisto de una enorme jarra de barro rebosante de cerveza se interpuso en su camino.

—Parecéis un monje, ¿os habéis escapado del monasterio para venir aquí, hermano? —Y soltó una risotada que apestaba a alcohol.

El desconocido no le contestó. El hombre, contrariado, apartó de un manotazo la capucha.

—¡Caramba!, si es un gallardo joven. ¿Acaso sirves de escudero a un caballero?

El otro seguía sin contestarle. Solo su pelo ondulado y rubio se mecía apenas. Sus ojos, extrañamente oscuros, estaban fijos en el rostro de su interlocutor.

—¿Qué? ¿No dices nada? —La mirada turbia se tornó seria—. ¿Acaso no estás contento con nuestro nuevo bürgermeister? ¿Eres de esos malhablados que dicen que el gran Heller Overstolz es un asesino? ¡Ah! ¡Malnacidos! ¡Su rival murió cuando fue asaltado por maleantes, precisamente una de las muchas cosas que Heller arreglará! ¡Seguro!

Ante el silencio, el hombre frunció los labios visiblemente molesto.

—Ten, bebe. —Le plantó la jarra frente al rostro, firme—. Vamos. ¡Bebe!

El joven, tras meditarlo un momento, cogió la jarra con una de sus manos, sin llevársela a la boca.

—¿A qué esperas? ¿No estamos de celebración? —insistió el barrigudo, arrastrando las palabras.

Se acercó entonces la jarra a los labios, la levantó con rapidez y bebió todo su contenido. La puso boca abajo para demostrar al borracho que se la había acabado.

—¡Válgame Dios! ¡Buen buche tienes!

Soltó una escandalosa risotada y su rostro volvió a mostrarse alegre. Le palmeó el hombro con fuerza y, tomando la jarra, gritó mientras se volvía:

—¡Eso es beber! ¡Voy a por más! ¡Qué más da que se maten los patricios si nos dan cerveza a cambio!

Trastabillando como una peonza, el borracho se alejó soltando hipidos y chocando con los grupos a su alrededor. El joven, imperturbable, se colocó otra vez la capucha y se alejó ágilmente de la plaza. Siguió su camino por el trazado irregular de las calles hacia su destino. Pensó que por aquel día ya había visto suficiente. Debía volver con los suyos, meras sombras en las catacumbas de la ciudad.