—Vamos —dijo Hércules Poirot—. Todavía nos queda un pequeño camino por recorrer. El doctor Gerard ha invocado la psicología, así que procedamos a estudiar el aspecto psicológico de este caso. Hemos tomado los hechos, hemos establecido una secuencia cronológica de los acontecimientos, hemos escuchado las evidencias. Sólo nos queda la psicología. Y la evidencia psicológica más importante concierne a la mujer muerta. Lo más importante de este caso es la psicología de la propia señora Boynton.
«Tomemos los puntos tres y cuatro de mi lista: “A la señora Boynton le causaba un enorme placer impedir que su familia se divirtiera con otras personas. La tarde en cuestión, la señora Boynton animó a los miembros de su familia para que se marcharan y la dejaran sola”.
»Estos dos hechos se contradicen claramente. ¿Por qué, justamente esa tarde, la señora Boynton habría de haber cambiado su habitual forma de tratar a la familia? ¿Tal vez sintió una repentina ternura, un instinto de benevolencia? Por todo lo que he oído, eso me parece bastante improbable. Pero, sin duda, debe de haber una razón que lo explique. ¿Cuál fue esa razón?
»Examinemos de cerca el carácter de la señora Boynton. Me han dicho muchas cosas de ella. Que era una vieja y tiránica ordenancista, que le gustaba practicar el sadismo mental, que era una encarnación del mal, que estaba loca. ¿Cuál de todas estas imágenes de ella es la verdadera?
»Yo, personalmente, creo que Sarah King fue la que más se aproximó a la verdad, cuando por una súbita inspiración la vio en Jerusalén como un ser enormemente patético. ¡Pero no sólo patético, inútil!
»Intentemos entrar en la mente de la señora Boynton. Una criatura humana nacida con una inmensa ambición, con un ansia enorme de dominar y de imprimir su personalidad en otra gente. No es ni que sublimara este intenso deseo de poder, ni que intentara controlarlo. No, mesdames et messieurs. ¡Lo alimentaba! Pero, al final, escuchen bien lo que les digo, al final, ¿a qué la condujo? ¡No era muy poderosa! ¡No era temida ni odiada por un gran número de personas! ¡Era la pequeña tirana de una familia aislada! Y, como el doctor Gerard me dijo, se aburrió de su afición, como cualquier otra anciana de la suya, y buscó extender sus actividades y divertirse poniendo en peligro su propio dominio. Pero eso la llevó a enfrentarse con un aspecto de la cuestión totalmente diferente. ¡Viajando al extranjero, se dio cuenta por primera vez de lo insignificante que era!
»Y así llegamos directamente al punto número diez, las palabras que le dirigió a Sarah King en Jerusalén. Sarah King, como ven, había puesto el dedo en la llaga. Había revelado la penosa inutilidad de su existencia. Y ahora, escuchen con atención, todos ustedes, las palabras exactas que la señora Boynton le dijo a Sarah King. La señorita King afirma que la señora Boynton habló “con maldad, sin ni siquiera mirarme”. Y he aquí lo que dijo: “Nunca he olvidado nada. Ni una acción, ni un nombre, ni una cara”.
Estas palabras causaron una gran impresión a la señorita King. ¡Su extraordinaria intensidad y el tono elevado y ronco en el que fueron pronunciadas! Fue tan fuerte la impresión que dejaron en su mente que, en mi opinión, la señorita King no fue capaz de darse cuenta de su extraordinario significado.
—¿Alguno de ustedes ve cuál puede ser ese significado?
Esperó un minuto.
Parece que no. Pero, mes amis, ¿no se dan cuenta de que aquellas palabras no eran en absoluto una respuesta razonable a todo lo que la señorita King acababa de decir? «Nunca he olvidado nada. Ni una acción, ni un nombre, ni una cara». ¡No tiene sentido! Si hubiera dicho: «Nunca olvido una impertinencia» o algo por el estilo…, pero no, «una cara», eso es lo que dijo…
—¡Ah! —gritó Poirot dando una palmada—. ¡Pero si salta a la vista! Aquel fue un momento psicológico en la vida de la señora Boynton. Había sido desenmascarada por una mujer joven e inteligente. Estaba llena de furia contenida. Y, en ese momento, reconoció a alguien, una cara del pasado. Una víctima que caía en sus manos. Volvemos, pues, a la teoría del extraño. Y así se explica claramente la inesperada amabilidad de la señora Boynton la tarde de su muerte. ¡Quería verse libre de su familia, porque —usando una vulgaridad— tenía un pez más grande que guisar! Quería tener el campo libre para una charla con su nueva víctima.
—Y ahora, desde este nuevo punto de vista, repasemos los acontecimientos de aquella tarde. Los Boynton se van. La señora Boynton se sienta junto a su cueva. Analicemos muy cuidadosamente las declaraciones de lady Westholme y la señorita Pierce. Esta última no es un testigo de fiar. Es poco observadora y muy sugestionable. Lady Westholme, en cambio, es muy clara y meticulosamente observadora. Las dos están de acuerdo en un hecho. Un árabe, uno de los criados, se acerca a la señora Boynton, la hace enfurecer por algún motivo y se retira apresuradamente. Lady Westholme afirmó rotundamente que el criado había estado primero en la tienda de Ginebra Boynton, pero recuerden que la del doctor Gerard estaba al lado de la de Ginebra. Es posible que el árabe entrara en la del doctor Gerard…
El coronel Carbury dijo:
—¿Pretende hacerme creer que uno de los beduinos asesinó a la anciana pinchándola con una aguja hipodérmica? ¡Fantástico!
—Espere, coronel Carbury. Aún no he terminado. Supongamos que el árabe hubiera venido de la tienda del doctor Gerard y no de la de Ginebra Boynton. ¿Qué es lo siguiente? Las dos damas aseguran que no pudieron verle la cara con suficiente claridad para identificarlo y que no entendieron lo que dijo la señora Boynton. Es comprensible. La distancia entre la carpa y el saliente era de unos doscientos metros. Sin embargo, lady Westholme dio una clara descripción del sujeto, especialmente de su ropa. Habló de sus pantalones de montar rasgados y remendados y de la forma descuidada en que llevaba enrolladas las espinilleras.
Poirot se inclinó hacia delante.
—Y eso, amigos míos, es verdaderamente muy extraño. ¡Porque si no pudo ver su cara ni oír lo que decía, era imposible que distinguiera el estado en el que estaban sus pantalones y sus espinilleras! ¡No a doscientos metros!
—Eso fue un error, ¿ven? Me sugirió una idea curiosa. ¿Por qué tanto insistir en los pantalones rotos y las espinilleras descuidadas? ¿Tal vez porque los pantalones no estaban rotos y las espinilleras no existían? Lady Westholme y la señorita Pierce vieron al hombre, pero desde donde estaban sentadas no podían verse la una a la otra. Lo demuestra el hecho de que lady Westholme fue a ver si la señorita Pierce estaba despierta y la encontró sentada delante de su tienda.
—¡Dios mío! —dijo el coronel Carbury de pronto, enderezándose en su asiento—. ¿Está usted sugiriendo…?
—Sugiero que, después de haberse asegurado de lo que estaba haciendo la señorita Pierce (el único testigo que podía estar despierto), lady Westholme volvió a su tienda, se puso sus pantalones de montar, sus botas y una chaqueta color caqui, se hizo un turbante con el trapo de limpiar el polvo y unas madejas de lana y, así ataviada, entró en la tienda del doctor Gerard, registró su botiquín, eligió la droga que necesitaba, llenó la jeringuilla y fue audazmente hacia su víctima.
—La señora Boynton debía de haberse adormilado. Lady Westholme fue rápida. La cogió por la muñeca y le inyectó la droga. La señora Boynton lanzó un grito, intentó levantarse y, al fin, cayó en su sillón. El «árabe» huyó a toda prisa, dando muestras de estar avergonzado y asustado. La señora Boynton agitó su bastón, intentó levantarse y, al fin, quedó inmóvil.
Cinco minutos más tarde, lady Westholme se reúne con la señorita Pierce y comenta la escena que acaba de presenciar, imprimiendo su versión de los hechos en el cerebro de la otra. Después se van a dar un paseo y, al pasar bajo el saliente donde está la señora Boynton, lady Westholme le pregunta algo a la anciana. No obtiene respuesta. La señora Boynton está muerta, pero ella hace notar a la señorita Pierce que la anciana es «muy grosera por contestarles de esa manera, con un gruñido». La señorita Pierce lo acepta así, se deja sugestionar. A menudo ha oído a la señora Boynton responder con un gruñido. Si fuera necesario juraría sinceramente que lo había oído de verdad. Lady Westholme ha estado ya en suficientes comités con mujeres del tipo de la señorita Pierce para saber exactamente hasta qué punto su poderosa personalidad puede influir en ellas. Lo único que falló en su plan fue la devolución de la jeringuilla. El hecho de que el doctor Gerard volviera tan pronto al campamento desmontó su esquema. Ella tenía la esperanza de que el médico no notase la ausencia de la aguja, o de que pensara que se le había pasado por alto, y la volvió a poner en su sitio aquella noche.
Se paró.
Sarah dijo:
—Pero ¿por qué? ¿Por qué lady Westholme habría de querer matar a la señora Boynton?
—¿No me dijo usted que, en Jerusalén, cuando habló con la señora Boynton, lady Westholme estaba bastante cerca? Era a lady Westholme a quien la señora Boynton dirigió aquellas palabras: «No he olvidado nunca nada. Ni una acción, ni un nombre, ni una cara». Una a esto el hecho de que la señora Boynton había sido, en su tiempo, celadora en una cárcel y podrá hacerse una idea muy aproximada de la verdad. Lord Westholme conoció a su esposa en un viaje, cuando regresaba de América. Antes de casarse, lady Westholme había sido una criminal y había estado en prisión.
—¿Comprenden el terrible dilema en el que se hallaba? Su carrera, sus ambiciones, su posición social. ¡Todo estaba en juego! Aún no sabemos, pero no tardaremos en averiguarlo, cuál fue el crimen por el que cumplió sentencia, pero debía de ser suficiente para hundir su carrera política si llegaba a hacerse público. Y recuerden que la señora Boynton no era una chantajista vulgar. No quería dinero. Deseaba sentir el placer de atormentar a su víctima durante un tiempo y después habría disfrutado revelando la verdad de la manera más espectacular. No, mientras la señora Boynton viviera, lady Westholme no estaría segura. Obedeció las instrucciones de la señora Boynton y se reunió con ella en Petra (siempre me pareció extraño que una mujer con tal sentido de su propia importancia como lady Westholme hubiera preferido viajar como una simple turista), pero sin duda meditaba ya las posibles formas de asesinarla. Vio su oportunidad y la aprovechó audazmente. Sólo cometió dos errores. Uno, hablar demasiado, me refiero a la descripción de los pantalones rotos, pues esto fue lo primero que orientó mi atención hacia ella, y el otro, confundirse de tienda y entrar primero en la de Ginebra, que estaba dentro medio dormida. De ahí la historia de la chica, mitad fantasía, mitad verdad, acerca del Jeque disfrazado. Ginebra lo trastocó todo, obedeciendo a su instinto de transformar la realidad haciéndola más dramática, pero aquella indicación fue suficientemente significativa para mí.
Se paró.
—Pronto lo sabremos todo. Hoy he conseguido las huellas dactilares de lady Westholme sin que ella se diera cuenta. Si las enviamos a la prisión donde en un tiempo fue celadora la señora Boynton, en cuanto sean comparadas con las que tienen en los ficheros, sabremos toda la verdad.
Calló.
En aquel breve silenció se escuchó una detonación.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el doctor Gerard.
—Me ha parecido un disparo —dijo el coronel Carbury, levantándose rápidamente—. En la habitación de al lado. ¿Quién está en esa habitación?
Poirot murmuró:
—Tengo una ligera idea. Es la habitación de lady Westholme.