—He ultimado ya mis preparativos —dijo Hércules Poirot.
Lanzando un suspiro, retrocedió unos pasos y contempló los arreglos que habían hecho en una de las habitaciones libres del hotel.
El coronel Carbury, recostado, sin ninguna elegancia, en la cama que había sido retirada hacia la pared, sonrió mientras fumaba en su pipa.
—Es usted un tipo muy divertido, Poirot —dijo—. Le gusta dramatizar las cosas.
—Puede que sea verdad —admitió el pequeño detective—, pero, en realidad, no todo es una concesión a mis gustos. Si se representa una comedia, hay que preparar primero el escenario.
—¿Esto es una comedia?
—Aunque sea una tragedia, el décor tiene que ser correcto.
El coronel Carbury lo miró con curiosidad.
—Bien —dijo—. Como usted quiera. No sé lo que pretende. Sin embargo, me imagino que tiene algo.
—Tendré el honor de obsequiarle con lo que usted me pidió: la verdad.
—¿Cree que podremos reunir pruebas convincentes?
—Eso, amigo mío, no fue lo que le prometí.
—Es verdad. A lo mejor me alegro de que no lo hiciera. Depende.
—Mis argumentos son básicamente psicológicos —dijo Poirot.
El coronel Carbury suspiró.
—Me lo temía.
—Pero le convencerán —le aseguró Poirot—. ¡Ya lo creo que le convencerán! Siempre he pensado que la verdad es extraña y hermosa.
—A veces —dijo el coronel Carbury— es condenadamente desagradable.
—No, no. —Poirot hablaba con toda seriedad—. Usted se lo mira desde un punto de vista personal. Tómelo desde un punto de vista abstracto, imparcial. La absoluta lógica de los acontecimientos es siempre fascinadora.
—Procuraré ver las cosas de ese modo —dijo el coronel.
—Es hora de empezar nuestra representación —dijo Poirot—. Usted, mon Colonel, se sentará aquí, detrás de esta mesa, y adoptará la actitud de un oficial.
—¡Oh, está bien! —gruñó Carbury—. No esperará que me ponga el uniforme, ¿verdad?
—No, no. Pero si me permite que le arregle la corbata…
Unió la palabra a la acción. El coronel Carbury volvió a refunfuñar, se sentó en la silla que le habían indicado y, al instante, inconscientemente, volvió a girar su corbata dejando el nudo debajo de su oreja izquierda.
—Aquí —siguió Poirot, alterando ligeramente la posición de las sillas— colocaremos a la famille Boynton. Y más cerca —continuó— pondremos a los tres extraños directamente relacionados con el caso. El doctor Gerard, cuyas declaraciones son la base de nuestra investigación. La señorita King, que se halla implicada por dos razones, una personal y la otra profesional, como médico que examinó el cadáver. Y también el señor Jefferson Cope, que mantenía relaciones estrechas con los Boynton y que, por lo tanto, puede ser considerado como parte interesada.
Se interrumpió.
—¡Ajá! Aquí vienen.
Abrió la puerta para dejar entrar al grupo.
Lennox Boynton y su esposa entraron los primeros. Detrás venían Raymond y Carol. Ginebra entró sola, con una leve y distante sonrisa en sus labios. El doctor Gerard y Sarah King cerraban la comitiva. El señor Cope llegó con unos minutos de retraso y entró disculpándose.
Cuando hubo ocupado su lugar, Poirot comenzó:
—Señoras y caballeros —dijo—, esta reunión es completamente extraoficial. Mi intervención en el caso se ha debido a la casualidad de mi presencia en Amman. El coronel Carbury me hizo el honor de consultarme…
Poirot fue interrumpido. Y la interrupción vino de quien menos podía esperarse. Repentinamente, Lennox Boynton dijo en tono belicoso:
—¿Por qué? ¿Por qué diablos tuvo que meterlo en este asunto?
Poirot hizo un gesto conciliador con la mano.
—A menudo, cuando se dan casos de muerte violenta, se solicita mi presencia.
Lennox Boynton dijo:
—¿Los médicos le llaman siempre cuando hay un caso de muerte por ataque al corazón?
—Ataque al corazón es un término muy vago y nada científico —observó Poirot.
El coronel Carbury se aclaró la garganta. Era un carraspeo oficial. Después habló, también en tono oficial:
—Es mejor que dejemos las cosas claras. Se me comunicaron las circunstancias de la muerte. Todo era aparentemente muy normal: un calor excesivo, un viaje demasiado penoso para una anciana delicada de salud. Hasta aquí, todo claro. Pero el doctor Gerard vino a verme y me proporcionó una información.
Miró inquisitivamente a Poirot. Este asintió.
—El doctor Gerard es un médico eminente con una reputación conocida en todo el mundo. Cualquier declaración que él haga debe ser tenida en consideración. El doctor Gerard afirmó lo siguiente: «A la mañana siguiente de la muerte de la señora Boynton, se dio cuenta de que en su botiquín faltaba cierta cantidad de una poderosa droga que actúa contra el corazón. La tarde anterior había notado asimismo la desaparición de una jeringuilla. Durante la noche, esta fue devuelta. Último punto: en la muñeca de la mujer muerta se descubrió la marca de una punción que corresponde a una aguja hipodérmica».
El coronel Carbury hizo una pausa.
—En estas circunstancias consideré que era obligación de las autoridades abrir una investigación sobre el caso. El señor Hércules Poirot era mi huésped y, muy amablemente, me ofreció sus especializados servicios. Le concedí plena autoridad para que llevara a cabo todas las indagaciones que quisiera. Estamos reunidos aquí para escuchar su informe sobre el asunto.
Se hizo el silencio, un silencio tan profundo, que, como se suele decir, no se oía ni el vuelo de una mosca. En la habitación de al lado, alguien dejó caer algo al suelo, tal vez un zapato, y el golpe resonó como una bomba en aquella silenciosa atmósfera. Poirot dirigió una rápida mirada al grupo de tres personas que tenía a su derecha y luego miró a los cinco que se amontonaban, muy juntos, a su izquierda, cinco personas con ojos asustados.
Tranquilamente, Poirot empezó:
—Cuando el coronel Carbury me habló de este asunto, le di mi opinión como experto. Le dije que tal vez no sería posible reunir pruebas, el tipo de pruebas que son necesarias para llevar el caso ante un tribunal de justicia, pero también le dije que estaba seguro de poder llegar hasta la verdad, simplemente interrogando a las personas implicadas. Porque, déjenme que les diga una cosa, amigos míos, para investigar un crimen basta con dejar hablar a la parte culpable. ¡Al final, los culpables siempre acaban contándote lo que quieres saber!
Hizo una pausa.
—Así, en este caso, aunque todos ustedes me han mentido, también, involuntariamente, me han dicho la verdad.
Poirot oyó un apagado suspiro. Alguien arrastró una silla a su derecha. Pero el detective no miró a su alrededor. Siguió mirando a los Boynton.
—Primero estudié la posibilidad de que la señora Boynton hubiera fallecido de muerte natural. Y decidí que no era probable. La desaparición de la droga y de la jeringuilla y, sobre todo, la actitud de la familia de la muerta, me convencieron de que esa hipótesis no podía sostenerse. ¡No sólo la señora Boynton fue asesinada a sangre fría, sino que todos los miembros de su familia lo sabían! Colectivamente, actuaron como encubridores, como parte culpable. Pero hay diferentes grados de culpabilidad. Examiné atentamente las evidencias, a fin de averiguar si el crimen (porque no cabía duda ya de que era un crimen) había sido cometido por la familia de la anciana según un plan concebido entre todos. Debo decir que existían suficientes móviles. Todos y cada uno de ellos se beneficiaban de la muerte de la señora Boynton, tanto en el sentido financiero, ya que inmediatamente alcanzaban la independencia económica y podían gozar, además, de una gran fortuna, como en el sentido de verse libres de lo que se había convertido en una tiranía casi insoportable.
—Pero, enseguida me di cuenta de que la teoría del asesinato planeado entre todos no encajaba. Las versiones que daban los miembros de la familia Boynton no se complementaban perfectamente unas con las otras. No habían preparado ningún sistema creíble de coartadas. Los hechos parecían sugerir más bien que uno, o tal vez dos de ellos, habían actuado en combinación y que los otros se habían convertido en encubridores, después del hecho. Seguidamente, me pregunté qué miembro o miembros de la familia eran los que con más probabilidad habían cometido el crimen. He de decir que, en este punto, me vi influido por cierta evidencia que sólo yo conocía. Poirot explicó lo que había escuchado en Jerusalén.
—Naturalmente, aquello apuntaba hacia el señor Raymond Boynton como el principal promotor de todo. Estudiando a la familia, llegué a la conclusión de que la persona que más probabilidades tenía de ser su interlocutora aquella noche en Jerusalén era su hermana Carol. Los dos se parecen mucho, tanto en su aspecto físico como en su carácter, lo cual hace suponer que se entienden muy bien. Asimismo, los dos poseen el mismo temperamento nervioso y rebelde, que era lo que hacía falta para la concepción de una acción semejante. El hecho de que su móvil fuera en parte desinteresado, liberar a toda la familia y particularmente a la hermana más joven, sólo contribuía a que la planificación del crimen fuera más plausible.
Poirot se calló durante un minuto.
Raymond Boynton entreabrió la boca. Después volvió a cerrarla. Sus ojos estaban fijos en Poirot y expresaban una especie de muda agonía.
—Antes de adentrarme en el caso contra Raymond Boynton, me gustaría leerles una lista de hechos significativos que esta misma tarde he sometido al examen del coronel Carbury.
DETALLES SIGNIFICATIVOS.
La señora Boynton tomaba un preparado que contenía digital.
El doctor Gerard echó de menos una aguja hipodérmica.
A la señora Boynton le causaba un enorme placer impedir que su familia se divirtiera con otras personas.
La tarde en cuestión, la señora Boynton animó a los miembros de su familia para que se marcharan y la dejaran sola.
La señora Boynton practicaba con asiduidad el sadismo psicológico.
La distancia entre la carpa y el lugar donde estaba sentada la señora Boynton era aproximadamente de doscientos metros.
Al principio, el señor Lennox Boynton dijo que ignoraba la hora en que había regresado al campamento, pero más tarde reconoció haber puesto en hora el reloj de pulsera de su madre.
El doctor Gerard y la señorita Ginebra Boynton ocupaban tiendas contiguas.
A las seis y media, cuando la cena estuvo lista, un criado recibió la orden de ir a avisar a la señora Boynton.
La señora Boynton pronunció estas palabras en Jerusalén: «Yo nunca olvido. Recuérdelo. Nunca he olvidado nada».
«Aunque he numerado los puntos por separado, en algunos casos se pueden formar pares. Este es el caso, por ejemplo, de los dos primeros: “La señora Boynton tomaba un preparado que contenía digital”. “El doctor Gerard echó de menos una aguja hipodérmica”. Estos dos hechos fueron los primeros que me sorprendieron, y tengo que decirles que me parecieron de lo más extraordinarios y bastante incompatibles. ¿No entienden lo que quiero decir? No importa. Luego volveré sobre este punto. Basta que sepan que concebí esos dos hechos como algo para lo que había que encontrar una explicación satisfactoria.
»Terminaré ahora con mi estudio acerca de las posibilidades de que Raymond Boynton fuera culpable. Lo que sigue son los hechos. Se le oyó discutir acerca de la posibilidad de matar a la señora Boynton. Estaba sometido a una gran tensión nerviosa. Acababa de pasar, y espero que mademoiselle me perdone —hizo una reverencia a Sarah en señal de disculpa—, por un momento de fuerte crisis emocional. Quiero decir que se había enamorado. La exaltación de sus sentimientos pudo haberle hecho reaccionar de distintas maneras. Pudo haberse sentido reconciliado con el mundo en general, incluida su madrastra. Pudo haber reunido por fin el valor para desafiarla y liberarse de su influencia. O pudo simplemente haber encontrado el estímulo que necesitaba para llevar su crimen de la teoría a la práctica. ¡Esto es psicología! Examinemos ahora los hechos.
»Raymond Boynton salió con los demás del campamento a eso de las tres y cuarto. A esa hora, la señora Boynton estaba viva y en perfecto estado. Poco tiempo después, Raymond y Sarah King tuvieron un tête-a-tête. Seguidamente, él la dejó. Según su propia declaración, volvió al campamento a las seis menos diez. Subió a ver a su madrastra, cambió unas palabras con ella, luego fue a su tienda y finalmente bajó a la carpa. Él dice que a las seis menos diez, la señora Boynton estaba viva y en perfecto estado.
»Pero ahora llegamos a un hecho que contradice directamente esta afirmación. A las seis y media, la muerte de la señora Boynton fue descubierta por un criado. La señorita King, que posee el título de licenciada en medicina, examinó el cuerpo y afirma rotundamente que, aunque no se tomó muchas molestias en determinar la hora de la muerte, esta tenía forzosamente que haberse producido al menos una hora (y probablemente bastante más) antes de las seis en punto.
»Como ven, nos hallamos ante dos declaraciones contradictorias. Dejando aparte la posibilidad de que la señorita King hubiera cometido un error…
Sarah le interrumpió.
—Yo no cometo errores. Quiero decir que, de haber cometido alguno, lo admitiría.
Su tono era duro y claro.
Poirot se inclinó hacia ella educadamente.
—Entonces sólo quedan dos posibilidades. ¡Uno de los dos, o la señorita King o el señor Raymond Boynton, está mintiendo! Veamos qué razones podía tener el señor Boynton para hacerlo. Vamos a suponer que la señorita King no está equivocada y no ha mentido deliberadamente. ¿Cuál fue, entonces, la sucesión de los acontecimientos? Raymond Boynton vuelve al campamento, ve a su madre sentada a la entrada de la cueva, sube a hablar con ella y la encuentra muerta. ¿Qué hace? ¿Pide ayuda? ¿Informa enseguida al campamento de lo que ha pasado? No, aguarda un par de minutos. Después se va a su tienda y luego se reúne con su familia en la carpa, sin decir nada. Es una manera de actuar muy curiosa, ¿no?
Con voz nerviosa y áspera, Raymond replicó:
—Sería una idiotez, por supuesto. Eso debería convencerle de que mi madre estaba viva y se encontraba bien, como yo dije. La señorita King estaba confusa y aturdida y cometió un error.
—Uno se pregunta —Poirot continuaba inexorablemente con su discurso—, si podría haber alguna razón que explicase ese comportamiento. Según como se mire, parece que Raymond Boynton no puede ser culpable, puesto que la única vez que se le vio acercarse a su madrastra aquella tarde, esta llevaba ya muerta un buen rato. Por lo tanto, suponiendo que Raymond Boynton sea inocente, ¿cómo se explica su conducta? Asumiendo, como digo, su inocencia, podemos explicarla perfectamente. Porque ahora recuerdo aquel fragmento de conversación que escuché: «Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla». Vuelve de su paseo y la encuentra muerta y al instante su conciencia culpable le hace considerar cierta posibilidad. El plan ha sido llevado a cabo, pero no por él, sino por su cómplice. Tout simplement, él sospecha que su hermana, Carol Boynton, es culpable.
—Eso es mentira —dijo Raymond con voz baja y temblorosa.
Poirot siguió adelante:
—Consideremos ahora la posibilidad de que Carol Boynton sea la asesina. ¿Qué pruebas existen contra ella? Tiene el mismo temperamento tenso, el tipo de temperamento ante el cual un hecho de este tipo podría aparecer como un acto de heroísmo. Era con ella con quien hablaba Raymond Boynton aquella noche en Jerusalén. Carol Boynton volvió al campamento a las cinco menos diez. Según su declaración, subió y habló con su madre. Nadie la vio hacerlo. El campamento estaba desierto, los criados dormían. Lady Westholme, la señorita Pierce y el señor Cope estaban explorando cuevas y no veían el campamento. No había ningún testigo de la posible acción de Carol Boynton. La hora encajaría perfectamente. Por lo tanto, el caso contra Carol Boynton es totalmente factible.
Hizo una pausa. Carol había levantado la cabeza. Sus ojos miraban apagados y tristes a los del detective.
—Hay algo más —dijo Poirot—. A la mañana siguiente, muy temprano, alguien vio cómo Carol Boynton tiraba un objeto al río. Hay razones para creer que ese objeto era una aguja hipodérmica.
—¿Comment? —el doctor Gerard levantó la vista sorprendido—. Pero mi jeringuilla fue devuelta. Sí, sí. Ahora, la tengo yo.
Poirot asintió enérgicamente.
—Sí, sí. Una segunda aguja hipodérmica. Es muy curioso, muy interesante. Si no estoy mal informado, esta jeringuilla pertenecía a la señorita King, ¿es así?
Sarah guardó silencio durante una fracción de segundo.
Carol intervino rápidamente.
—No era la aguja de la señorita King —dijo—. Era mía.
—¿Entonces admite que se deshizo de ella tirándola al río, mademoiselle?
Vaciló durante un segundo.
—Sí, claro. ¿Por qué no había de hacerlo?
—¡Carol!
Era Nadine. Se inclinó hacia delante. Tenía los ojos muy abiertos y en ellos se reflejaba la angustia.
—Carol… no entiendo…
Carol se volvió y la miró. Había algo hostil en sus ojos.
—¡No hay nada que entender! Tiré una vieja jeringuilla. Nunca toqué el… veneno.
Sarah intervino.
—Lo que le dijo la señorita Pierce es cierto, señor Poirot. Era mi jeringuilla.
Poirot sonrió.
—Este asunto de la jeringuilla es muy complicado y, sin embargo, creo que tiene una explicación. Bien, hemos conseguido plantear dos casos: el de la inocencia de Raymond Boynton y el de la culpabilidad de su hermana Carol. Pero como yo soy extremadamente justo, siempre miro las dos caras de la moneda. Examinemos lo que pudo pasar si Carol Boynton es inocente.
—Regresa al campamento, sube a ver a su madrastra y la encuentra, digamos, muerta. ¿Qué es lo primero que habría pensado? Habría sospechado que su hermano Raymond la había matado. No sabe qué hacer. Así que no dice nada. Más tarde, aproximadamente una hora después, Raymond Boynton regresa y, habiendo, supuestamente, hablado con su madre, no dice en ningún momento que haya algo que no vaya bien. ¿No creen ustedes que entonces sus sospechas se habrían convertido en certezas? Quizá va a la tienda de su hermano y encuentra allí una aguja hipodérmica. ¡Ya no le cabe la menor duda! La coge a toda prisa y la esconde. Por la mañana temprano se deshace de ella lanzándola lo más lejos que puede.
—Y hay otro detalle que nos indica que Carol Boynton es inocente. Cuando se lo pregunto, me asegura que ella y su hermano nunca pretendieron seriamente llevar a cabo su plan. Le pido que me lo jure y ella me jura inmediatamente y con la mayor solemnidad que no es culpable del crimen. ¿Lo ven? Es justamente así como lo dice. No jura que ellos no son culpables. Jura sólo por sí misma, no por su hermano… y piensa que yo no prestaré demasiada atención a ese pronombre.
—Eh bien, este es el caso de la inocencia de Carol Boynton. Y ahora retrocedamos un paso y consideremos no la inocencia, sino la posible culpabilidad de Raymond. Supongamos que Carol está diciendo la verdad, que la señora Boynton estaba viva a las cinco y diez. ¿Bajo qué circunstancias podría ser culpable Raymond? Podemos suponer que mató a su madre a las seis menos diez, cuando subió a hablar con ella. Había criados por el campamento, es cierto, pero la luz estaba decreciendo. Podría habérselas arreglado perfectamente, pero de ello se deduciría que la señorita King mintió. Recuerden que ella volvió al campamento sólo cinco minutos más tarde que Raymond. Desde lejos lo habría visto subir hasta donde estaba su madre. Después, cuando el criado la encuentra muerta, la señorita King se da cuenta de que Raymond la ha matado y, para salvarlo, miente, sabiendo que el doctor Gerard está con fiebre y no puede poner en evidencia su mentira.
—¡Yo no he mentido! —dijo Sarah con toda claridad.
—Todavía hay otra posibilidad. La señorita King, como he dicho, llegó al campamento unos minutos después de Raymond. Si Raymond Boynton encontró a su madre viva, pudo haber sido la señorita King la que le administrase la inyección fatal. Ella consideraba a la señora Boynton un ser perverso y maligno. Podría haberse visto a sí misma como una ejecutora que hace justicia. Esto explicaría también por qué mintió en lo referente a la hora de la muerte.
Sarah había palidecido enormemente. Habló en voz baja, pero serena:
—Es verdad que hablé de la conveniencia de que una persona muriera para salvar a muchas. Fue el Lugar del Sacrificio el que me sugirió la idea. Pero puedo jurarle que nunca le hice daño a esa desagradable anciana. ¡No se me hubiera ocurrido jamás una cosa semejante!
—Y sin embargo —dijo Poirot—, uno de ustedes dos tiene que estar mintiendo.
Raymond Boynton se movió en su silla. Impetuosamente exclamó:
—Usted gana, señor Poirot. ¡Soy yo el que miente! Mamá estaba muerta cuando subí a verla. La sorpresa casi me paralizó. Había ido para resolver las cosas con ella, ya sabe. Para decirle que, a partir de ese momento, yo era libre. ¡Y allí estaba ella, muerta! Su mano fría y fláccida. Y pensé justo lo que usted ha dicho. Pensé que quizá Carol… Había una marca en su muñeca.
Rápidamente, Poirot dijo:
—Ese es un punto acerca del cual todavía no estoy completamente informado. ¿Cuál era el método que ustedes pensaban emplear? Ustedes habían pensado en un método y este tenía algo que ver con una aguja hipodérmica. Eso lo sé. Si quiere que le crea, cuénteme el resto.
Apresuradamente, Raymond contestó:
—Era algo que leí en una novela, una historia inglesa de detectives. Consiste en inyectar aire en la vena con una jeringuilla vacía. Parecía completamente científico. Yo había pensado… hacerlo de ese modo.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Ya comprendo. ¿Y compró usted una aguja?
—No. De hecho, cogí la de Nadine. Poirot lanzó una rápida mirada a la joven.
—¿La jeringuilla que está con su equipaje en Jerusalén? —murmuró.
La joven enrojeció levemente.
—No estaba… segura de lo que había sido de ella —murmuró.
—Es usted muy perspicaz, madame —dijo Poirot.
—Gracias —dijo Nadine.