Cuando se dirigía de vuelta a su alojamiento, Poirot se encontró con dos personas. La primera de ellas fue el señor Jefferson Cope.
—¿Señor Hércules Poirot? Me llamo Jefferson Cope.
Los dos hombres se estrecharon la mano ceremoniosamente. Luego, caminando junto a Poirot, el señor Cope explicó:
—Ha llegado a mis oídos que está usted realizando una investigación rutinaria a propósito de la muerte de mi vieja amiga, la señora Boynton. Fue un suceso verdaderamente impactante. Claro que la anciana señora no debería haber emprendido un viaje tan agotador. Pero era muy tozuda, señor Poirot. Su familia no podía hacer nada con ella. Pasaba por ser una tirana doméstica y me parece que había hecho las cosas a su modo durante demasiado tiempo. Lo que ella decía, iba a misa. Esa es la pura verdad.
Hubo una breve pausa.
—Quisiera decirle, señor Poirot, que soy un viejo amigo de los Boynton. Como es lógico, están todos muy apesadumbrados con este asunto. Ya sabe, un poco nerviosos y muy afectados. Supongo que lo entiende. Así que si hay que encargarse de algo, las formalidades necesarias, la organización del funeral, el traslado del cadáver a Jerusalén, yo estaré encantado de hacer lo que sea para evitarles molestias. No tiene más que llamarme si me necesitan para algo.
—Estoy seguro de que la familia agradecerá su ofrecimiento —dijo Poirot y agregó—: Si no me equivoco es usted amigo especial de la joven señora Boynton.
El señor Jefferson Cope enrojeció ligeramente.
—Bueno, no me parece que debamos hablar de ello, señor Poirot. Sé que esta mañana ha tenido usted una entrevista con la señora Lennox Boynton, y seguramente ella ya le ha contado algo acerca de cómo estaban las cosas entre nosotros. Pero eso se acabó. La señora Boynton es una mujer intachable y sabe que su deber es estar junto a su marido en estos momentos de duelo.
Hubo una pausa. Poirot acogió las explicaciones del señor Cope con una leve inclinación de cabeza. Luego murmuró:
—El coronel Carbury desea conocer con exactitud lo que pasó la tarde en que murió la señora Boynton. ¿Podría contarme usted algo acerca de esa tarde?
—Sí, ¿cómo no? Después de comer y tras un breve descanso salimos a dar una vuelta por los alrededores. Mejor dicho, nos escabullimos, nos escapamos de aquel engorroso guía. Ese hombre está completamente obsesionado con el tema de los judíos. Me parece que no anda muy bien de la cabeza. En fin, como le decía, nos fuimos. Fue entonces cuando hablé con Nadine. Después, ella me dijo que quería estar a solas con su marido para discutir el asunto con él. Así que seguí paseando solo y me dirigí lentamente hacia el campamento. A mitad de camino, me encontré con las dos damas inglesas que habían venido a la excursión de la mañana. Creo que una de ellas es una aristócrata.
Poirot se lo confirmó.
—¡Ah, sí! ¡Una gran mujer, muy inteligente y muy instruida! La otra, en cambio, me pareció más bien una monja debilucha y tenía el aspecto de estar muerta de cansancio. La excursión que habíamos hecho por la mañana era demasiado pesada para una mujer mayor, sobre todo si le dan miedo las alturas. En fin, como le decía, me encontré con estas dos señoras y les estuve hablando acerca de los nabateos. Fuimos a dar otra vuelta y volvimos al campamento hacia las seis. Lady Westholme insistió en tomar el té y yo tuve el placer de acompañarla. Era un té muy flojo, pero tenía un aroma muy agradable. Después, los chicos pusieron la mesa para la cena. Uno de ellos fue a avisar a la señora Boynton y la encontró sentada en su silla, muerta.
—¿Se fijó usted en ella al volver al campamento?
—Me di cuenta de que estaba allí (era el lugar donde solía sentarse por las tardes), pero no le presté demasiada atención. En ese momento estaba explicándole algo a lady Westholme acerca de la depresión económica que sufrimos en América. Y también tenía que estar pendiente de la señorita Pierce. De tan cansada que estaba, no paraba de torcerse los tobillos.
—Gracias, señor Cope. Aún a riesgo de ser indiscreto, ¿puedo preguntarle si la señora Boynton deja una fortuna muy grande?
—Sí. Una fortuna muy considerable. Aunque, para hablar con propiedad, no le pertenecía a ella. Era la usufructuaria de por vida y, a su muerte, el dinero tiene que ser repartido entre los hijos de Elmer Boynton. Sí, a partir de ahora serán muy ricos.
—El dinero —murmuró Poirot— lo cambia todo. ¡Cuántos crímenes no se habrán cometido por dinero!
El señor Cope lo miró un poco estupefacto.
—Sí, claro —admitió.
Poirot sonrió dulcemente y murmuró:
—Pero hay tantas razones para cometer un asesinato, ¿verdad? Gracias, señor Cope, por su cooperación.
—No hay de qué —dijo el señor Cope—. ¿No es la señorita King la que está allí sentada? Creo que me acercaré a charlar con ella.
Poirot siguió bajando la colina.
Se encontró con la señorita Pierce, que subía jadeante. La mujer lo saludó casi sin respiración.
—¡Oh, señor Poirot, me alegro de verle! He estado hablando con esa chica tan rara, la más joven de los Boynton, ya sabe. Me ha dicho cosas extrañísimas, acerca de no sé qué enemigos, un jeque que quería secuestrarla y unos espías que la acechan. ¡La verdad es que sonaba todo muy romántico! Lady Westholme dice que sólo son tonterías y que ella tuvo una vez una criada pelirroja que también contaba mentiras como esas, pero yo creo que lady Westholme es a veces un poco dura. Después de todo, podría ser verdad, ¿no le parece, señor Poirot? Hace tiempo leí que una de las hijas del zar de Rusia no murió a manos de los revolucionarios, sino que huyó secretamente a América. Creo que era la gran duquesa Tatiana. Podría tratarse de ella, ¿no? La verdad es que tiene cierto aire aristocrático y real… y su aspecto es más bien eslavo, ¿no cree? Esos pómulos… ¡Sería emocionante!
Poirot sentenció:
—Es verdad que en la vida ocurren cosas muy extrañas.
—Esta mañana no caí en la cuenta de quién era usted —dijo la señorita Pierce juntando las manos—. ¡Es ese detective tan famoso! Leí todo lo referente al caso del ABC. Fue excitante. Por aquel entonces, yo trabajaba como institutriz cerca de Doncaster.
Poirot murmuró algo. La señorita Pierce continuó cada vez más emocionada.
—Por eso creo que… tal vez hice mal esta mañana. Uno tiene que decir siempre toda la verdad, ¿no? Incluso los más pequeños detalles, por muy irrelevantes que parezcan. Porque, claro, si usted está metido en esto, significa que la pobre señora Boynton tiene que haber sido asesinada. ¡Ahora lo veo! Supongo que el señor Mah Mood… no puedo recordar su nombre, pero… ¡vaya!… el guía… supongo que… quiero decir… ¿No podría ser un agente bolchevique? O incluso, tal vez, la señorita King. ¡Me han dicho que hay muchachas de buena familia y muy bien educadas que pertenecen a esos horribles grupos comunistas! Por eso me preguntaba si debería contarle a usted… porque, ya sabe, si se pone uno a pensarlo, resulta bastante extraño.
—Precisamente —dijo Poirot—. Y por lo tanto me lo va a contar.
—Bueno, en realidad no es gran cosa. Sólo que, a la mañana siguiente de la muerte de la señora Boynton, me desperté bastante temprano y me asomé a la entrada de mi tienda para ver el amanecer, ya sabe, aunque en realidad no era el amanecer, porque el sol se había levantado hacía lo menos una hora. De todas formas, era temprano…
—Sí, sí ¿Y entonces vio…?
—Eso es lo curioso, aunque en ese momento no me lo pareció. Lo único que vi fue a esa chica Boynton que salía de su tienda y lanzaba algo al riachuelo. No sé lo que era, por supuesto, pero brillaba con la luz del sol. Cuando iba por el aire. Brillaba, ¿entiende?
—¿Cuál de las chicas Boynton?
—Creo que fue la que se llama Carol. Una muchacha muy atractiva y tan parecida a su hermano. Podrían ser gemelos. Claro que también pudo ser la más joven. El sol me daba en los ojos, así que no pude verla muy bien. Pero no creo que el cabello fuera rojo… era de color bronce. ¡Me encanta ese tipo de cabello, bronce cobrizo! ¡El pelo rojo siempre me hace pensar en zanahorias! —se rio disimuladamente.
—¿Y dice que tiró al río un objeto brillante? —dijo Poirot.
—Sí y, como ya le he dicho, no le di mucha importancia en aquel momento. Pero más tarde, iba paseando por la orilla del riachuelo y la señorita King estaba allí. Y en medio de un montón de cosas desagradables, incluso había un par de latas, vi una cajita de metal brillante, no exactamente cuadrada, más bien alargada, ya sabe lo que quiero decir.
—Por supuesto, lo sé perfectamente. ¿Así de larga?
—¡Sí! ¡Qué listo es usted! Y yo pensé: «Supongo que esto es lo que tiró la chica Boynton, pero es una cajita muy linda». Y sólo por curiosidad, la cogí y la abrí. Dentro había una jeringuilla, igual que la que usaron para pincharme a mí en el brazo cuando me vacunaron contra el tifus. Y me pareció muy curioso que la tiraran sin más, porque no parecía estar rota ni estropeada. Justo en ese momento, la señorita King me habló desde detrás. Yo no la había oído acercarse. Y me dijo: «¡Oh, gracias! Es mi aguja hipodérmica. Justamente venía a buscarla». Así que se la di y ella regresó al campamento con la caja.
La señorita Pierce hizo una pausa y luego continuó con prisa:
—Por supuesto, supongo que esto no significa nada. Es sólo que me pareció un poco extraño que Carol Boynton tirara al agua la jeringuilla de la señorita King. Quiero decir que era raro, ¿entiende? Aunque estoy segura de que todo ello tiene una explicación.
Se calló y miró con expectación a Poirot.
El detective estaba muy serio.
—Gracias, mademoiselle. Lo que me ha contado puede no tener importancia en sí mismo, pero le diré una cosa: completa mi caso. Ahora todo está claro y en orden.
—¡Oh! ¿De verdad?
La señorita Pierce parecía tan sofocada y complacida como una chiquilla. Poirot la escoltó hasta el hotel.
De vuelta en su propia habitación, añadió una línea a su informe.
Punto No. 10: «Yo nunca olvido. Recuérdelo. Nunca he olvidado nada…».
—Mais oui —dijo—. Ahora todo está claro.