Capítulo XIII

Nadine Boynton salió del hotel. Mientras vacilaba, indecisa, un hombre, que había estado allí esperando, se adelantó.

El señor Jefferson Cope estuvo inmediatamente al lado de su dama.

—¿Qué tal si vamos por este camino? Creo que es el más agradable.

Ella accedió.

Caminaron juntos y el señor Cope hablaba con gran libertad, si bien en un tono de voz un poco monótono. No parecía darse cuenta de que Nadine no escuchaba. Cuando giraron hacia el lado rocoso de la colina, que se hallaba cubierto de flores, ella lo interrumpió:

—Jefferson, lo siento, tengo que hablar contigo. Había palidecido.

—Claro, querida. Todo lo que tú quieras, pero no te angusties.

—Eres más listo de lo que pensaba —dijo ella—. Ya sabes lo que voy a decirte, ¿verdad?

—Es indudable —dijo el señor Cope— que las circunstancias alteran los hechos. Comprendo que, después de lo que ha ocurrido, haya que reconsiderar algunas decisiones —suspiró—. Sigue adelante, Nadine, y haz sólo lo que sientas que debes hacer.

Con verdadera emoción, la joven replicó:

—Eres muy bueno, Jefferson. ¡Tan paciente! Creo que te he tratado muy mal. He sido verdaderamente mezquina contigo.

—No. Ahora escúchame, Nadine. Vamos a poner las cosas en su sitio. Yo siempre he sabido cuáles eran mis limitaciones por lo que a ti se refiere. Desde que te conozco, he sentido por ti el más profundo afecto y el mayor respeto. Todo lo que deseo es tu felicidad. Es lo que siempre he deseado. Casi me vuelvo loco viendo lo desgraciada que eras. Y digamos que le echaba la culpa a Lennox. Sentía que él no merecía conservarte si no era capaz de valorar tu felicidad un poco más de lo que lo hacía.

El señor Cope respiró hondo y prosiguió:

—Ahora, después de haber viajado con vosotros a Petra, he comprendido que quizá Lennox no era tan responsable de ello como yo pensaba. Ni era tan egoísta con respecto a ti, ni tan abnegado con respecto a su madre. No quiero decir nada en contra de los muertos, pero ahora creo que tu suegra era una mujer extremadamente difícil.

—Sí, supongo que eso es lo que podría decirse de ella —murmuró Nadine.

—En cualquier caso —continuó el señor Cope—, tú viniste a verme y me dijiste que estabas decidida a dejar a Lennox. Y yo aplaudí tu decisión. La vida que llevabas no era buena. Fuiste honrada conmigo. No pretendiste hacerme creer que sentías por mí algo más que un simple afecto. A mí ya me bastaba. Lo único que pedía era la oportunidad de cuidar de ti y de tratarte como mereces. Puedo decir que aquella tarde fue una de las más felices de mi vida.

Nadine sollozó:

—¡Lo siento! ¡Lo siento!

—No, querida, no lo sientas, porque durante todo este tiempo he tenido la sensación de que no era real. Sentía que estaba escrito que tú cambiarías de opinión en cualquier momento. Y bueno, ahora todo es distinto. Lennox y tú podéis vivir vuestra vida.

—Sí —murmuró Nadine—. No puedo dejar a Lennox. Por favor, perdóname.

—No hay nada que perdonar —declaró el señor Cope—. Volveremos a ser viejos amigos y nos olvidaremos de aquella tarde.

Nadine apoyó suavemente su mano sobre el brazo del señor Cope.

—Querido Jefferson, muchas gracias. Ahora voy a buscar a Lennox.

Dio media vuelta y se alejó. El señor Cope siguió andando solo.

Nadine encontró a Lennox sentado en lo alto del teatro grecorromano. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que ella se acercaba, hasta que se dejó caer sin aliento a su lado.

—Lennox.

—Nadine.

—Hasta ahora no hemos podido hablar —dijo ella—, pero tú sabes que ya no me voy, ¿verdad?

—¿Alguna vez tuviste verdaderamente la intención de hacerlo, Nadine? —dijo él con gravedad.

Ella asintió.

—Sí. No parecía que hubiese ninguna otra posibilidad. Esperaba… esperaba que me siguieras. Pobre Jefferson. ¡He sido tan injusta con él!

Lennox soltó una breve carcajada.

—No, no lo has sido. ¡Nadie que sea tan desinteresado como Cope debería ser alabado por su nobleza! Y tú tenías razón, ¿sabes, Nadine? ¡Cuando me dijiste que te ibas con él, me diste el golpe más fuerte que he recibido en mi vida! Honestamente, creo que en los últimos tiempos me estaba volviendo afeminado o algo así. ¿Por qué diablos no le di una bofetada a mi madre y me marché contigo cuando me lo pediste?

—No podías, cariño, no podías —dijo ella con dulzura.

—Mi madre era una persona condenadamente retorcida. Creo que nos tenía a todos hipnotizados —dijo Lennox con aire distraído.

—Es verdad.

Lennox se quedó pensando un par de minutos. Después dijo:

—¡Aquella tarde, cuando me dijiste que te ibas, fue como un mazazo en la cabeza! Me quedé atontado. ¡Y de repente me di cuenta de lo estúpido que había sido! Comprendí que si no quería perderte, sólo podía hacer una cosa.

Lennox sintió cómo ella se ponía rígida. Con voz más severa, agregó:

—Fui y…

—¡No!

Lennox lanzó una rápida mirada a su mujer.

—Fui y… discutí con ella —hablaba con sumo cuidado, en un tono distinto, un tono neutro—. Le dije que tenía que elegir entre ella y tú… y que te elegía a ti.

Hubo una pausa.

Después, Lennox, como aprobando sus propias palabras, añadió:

—Sí. Eso fue lo que le dije.