Capítulo XII

Al cabo de un minuto, la muchacha llegó hasta donde estaban ellos.

El doctor Gerard hizo las presentaciones.

—Señorita Boynton, este es el señor Hércules Poirot.

—¡Oh!

Ginebra miró indecisa al detective. Entrelazó y soltó nerviosamente los dedos una y otra vez. La ninfa encantada había vuelto del país de los encantamientos. En ese momento era una chica corriente, tímida y ligeramente nerviosa, y se encontraba visiblemente incómoda.

Poirot dijo:

—Ha sido una suerte encontrarla aquí, mademoiselle. Intenté verla en el hotel.

—¿De veras?

Su sonrisa estaba vacía. Sus dedos empezaron a tirar del cinturón que ceñía su vestido.

—¿Quiere que paseemos juntos un rato? —dijo Poirot con suavidad.

Ella se movió dócilmente, obediente a su capricho.

Entonces, de manera inesperada y con una voz extraña y apresurada, dijo:

—Usted es… usted es un detective, ¿no?

—Sí, mademoiselle.

—Un detective muy famoso, ¿verdad?

—El mejor detective del mundo —contestó Poirot, afirmándolo como una simple verdad, ni más ni menos.

Ginebra Boynton respiró muy suavemente.

—¿Ha venido para protegerme?

Poirot se acarició pensativo el bigote y dijo:

—¿Está usted en peligro, mademoiselle?

—Sí, sí.

La muchacha miró a su alrededor con rapidez y suspicacia.

—Ya se lo conté al doctor Gerard en Jerusalén. Fue muy listo. Primero hizo como si no supiera nada, pero luego me siguió hasta aquel terrible lugar de rocas rojas.

Se estremeció.

—Pensaban matarme allí. Tengo que estar continuamente en guardia.

Poirot asintió indulgentemente.

Ginebra Boynton dijo:

—Es amable… y bueno. ¡Está enamorado de mí!

—¿Sí?

—¡Oh, sí! Pronuncia mi nombre en sueños.

Bajó la voz. De nuevo, una especie de belleza temblorosa y ultraterrena la envolvió.

—Lo vi… allí tendido, dando sacudidas y retorciéndose… y diciendo mi nombre… Me fui sin hacer ruido —hizo una pausa—. ¿Ha sido él, quizá, quien le ha mandado llamar? Tengo muchísimos enemigos, ¿sabe? Me rodean por todas partes. A veces van disfrazados.

—Sí, sí —dijo gentilmente Poirot—. Pero aquí está usted segura, rodeada de su familia.

La muchacha se enderezó orgullosamente.

—¡Ellos no son mi familia! No tengo nada que ver con esa gente. No puedo decirle quién soy en realidad. Es un gran secreto. Le asombraría mucho si lo supiera.

—¿Se sintió usted muy afectada por la muerte de su madre, mademoiselle? —dijo Poirot en tono suave.

Ginebra golpeó furiosa el suelo con los pies.

—¡Le digo que no era mi madre! ¡Mis enemigos le pagaron para que fingiera serlo y me impidiese escapar!

—¿Dónde estaba usted la tarde en que murió?

—Estaba en la tienda… Hacía mucho calor allí dentro, pero no me atreví a salir… Ellos podrían haberme cogido…

Se estremeció ligeramente.

—Uno de ellos se asomó a mi tienda. Iba disfrazado, pero le reconocí. Yo fingía estar dormida. El jeque lo envió. El jeque quería raptarme, por supuesto.

Durante unos instantes, Poirot paseó en silencio. Luego dijo:

—¡Son muy bonitas esas historias que se cuenta usted a sí misma!

Ginebra se paró y miró al detective.

—¡Son verdad! ¡Todo es verdad!

Nuevamente, golpeó furiosa el suelo con el pie.

—Sí —dijo Poirot—, verdaderamente son muy ingeniosas.

—¡Son verdad! ¡Verdad! —gritó Ginebra.

Luego, irritada, dio media vuelta y descendió corriendo por la ladera de la montaña. Poirot se quedó allí mirando cómo se alejaba. Un par de minutos después oyó una voz detrás de él:

—¿Qué le ha dicho usted?

Poirot se volvió y vio al doctor Gerard de pie a su lado y casi sin aliento. Sarah se acercaba hacia ellos, pero a un paso mucho más lento.

Poirot respondió.

—Le he dicho que se había imaginado una serie de bellas historias.

El doctor movió la cabeza con aire pensativo.

—¿Y se ha enfadado? Es una buena señal. Significa que todavía no ha pasado definitivamente la frontera. ¡Todavía sabe que esas cosas no son verdad! La curaré.

—¡Ah! ¿Tiene usted la intención de curarla?

—Sí. Ya he hablado de ello con la joven señora Boynton y su esposo. Ginebra vendrá a París e ingresará en una de mis clínicas. Más tarde, se preparará para el escenario.

—¿El escenario?

—Sí. En el teatro hay muchas posibilidades de éxito para ella. Y eso es lo que necesita. ¡Es lo que debe tener! En muchos puntos esenciales tiene el mismo carácter que su madre.

—¡No! —protestó Sarah.

—A usted le parece imposible, pero ciertos rasgos fundamentales son idénticos. Las dos nacieron con un ansia muy grande de llegar a ser importantes. ¡Las dos necesitan que su personalidad deje huella! Esta pobre niña se ha visto frustrada y reprimida a cada paso. No se le ha permitido desarrollar su feroz ambición, su amor por la vida. No ha podido expresar su romántica y viva personalidad. ¡Nous allons changer tout ga! —terminó el doctor con una pequeña carcajada.

Luego, haciendo una leve reverencia, murmuró:

—Les ruego que me perdonen.

Y a toda prisa, bajó por la colina detrás de la muchacha.

—El doctor Gerard es tremendamente agudo en su oficio —dijo Sarah.

—Sí, ya me doy cuenta de su agudeza —asintió Poirot.

—De todos modos, no soporto que compare a Ginebra con aquella horrible vieja, aunque, una vez, yo misma sentí pena por la señora Boynton —dijo Sarah frunciendo el ceño.

—¿Cuándo fue eso, mademoiselle?

—Aquella vez en Jerusalén. Ya le he hablado de ello. De repente, sentí como si me hubiese equivocado completamente en aquel asunto. Ya sabe, esa sensación que uno tiene a veces cuando, sólo por un instante, ve las cosas desde una perspectiva completamente opuesta. ¡En ese momento, me emocioné y fui a ponerme en ridículo!

—¡Oh, no! ¡Eso no!

Sarah, como siempre que recordaba su conversación con la señora Boynton, estaba visiblemente ruborizada.

—¡Estaba exaltada, como si tuviera que cumplir una misión! Y más tarde, cuando lady Westholme me dirigió aquella mirada de pez y me dijo que me había visto hablar con la señora Boynton, pensé que seguramente habría oído la conversación y me sentí como una perfecta idiota.

—¿Qué fue lo que le dijo la vieja señora Boynton? ¿Recuerda las palabras exactas? —dijo Poirot.

—Creo que sí. Me causaron una gran impresión: «Yo nunca olvido. Recuérdelo. Nunca he olvidado nada. Ni una acción, ni un nombre, ni una cara». —Sarah tembló—. Lo dijo con tanta maldad, sin mirarme siquiera. Siento… siento como si todavía pudiera oírlo…

Poirot dijo con amabilidad:

—¿Eso la impresionó mucho?

—Sí. Yo no me asusto con facilidad, pero a veces sueño con ella y la escucho pronunciar justamente aquellas palabras, con una expresión impúdica de maldad y triunfo en su cara. ¡Aj!

Sarah se estremeció y después se volvió de repente hacia el detective.

—Señor Poirot, quizá no debería preguntárselo, pero ¿ha llegado usted a alguna conclusión en todo este asunto? ¿Ha descubierto algo definitivo?

—Sí.

Poirot observó cómo los labios de Sarah temblaban al preguntar:

—¿Qué?

—He averiguado con quién hablaba Raymond Boynton aquella noche en Jerusalén. Era su hermana Carol.

—¡Carol!, ¿cómo no?

Sarah insistió:

—¿Le dijo usted algo a él? ¿Le preguntó…?

Era inútil. No podía seguir. Poirot la miró seria y compasivamente.

—¿Significa tanto para usted, mademoiselle? —dijo.

—¡Lo significa todo! —dijo Sarah, levantando los hombros—. ¡Pero tengo que saberlo!

—Me dijo que había sido un estallido de histeria, nada más —explicó Poirot—. Que él y su hermana estaban al límite de sus nervios. Añadió que al día siguiente aquella idea les pareció a los dos absurda.

—Ya veo…

Con gentileza, Poirot preguntó:

—Señorita Sarah, ¿quiere decirme cuál es su miedo? Sarah volvió hacia él un rostro pálido y desesperado.

—Aquella tarde estuvimos juntos. Y él se separó de mí diciéndome que quería hacer algo enseguida, mientras aún conservara el valor. Pensé que lo que pretendía era tan sólo… hablar con ella, decírselo. Pero suponiendo que pretendiese…

Su voz se apagó. Sarah permaneció rígida, luchando por conservar el control.