—Muy curioso —murmuró Hércules Poirot.
Dobló la lista, fue hasta la puerta y mandó llamar a Mahmoud. El voluminoso guía era muy hablador. Las palabras salían de su boca como un río que se desborda.
—Siempre, siempre me echan la culpa. Cuando pasa algo, siempre dicen mi culpa. Cuando lady Ellen Hunt tuerce su tobillo bajando del Lugar del Sacrificio, mi culpa, aunque lleva zapatos de tacón y al menos tiene sesenta años, o puede setenta. ¡Mi vida, una desgracia! ¡Ah! ¡Cuántas humillaciones e injusticias nos hacen judíos…!
Por fin, Poirot consiguió controlar su verborrea y entrar en materia.
—¿Cinco y media, dice? No, creo ningún sirviente por allí entonces. Usted sabe, la comida tarde, a las dos. Y después limpiar todo. Después de la comida dormir toda la tarde. Sí, americanos no toman té. Nosotros, todos a dormir a las tres y media. A las cinco, yo que soy alma de eficiencia, siempre, siempre, siempre yo miro por comodidad de damas y caballeros, yo sirvo, salgo porque sé es hora que damas inglesas quieren té. Pero nadie estaba. Todos a pasear. Para mí, eso muy bien, mejor que de costumbre. Puedo volver dormir. A seis menos cuarto, empieza problema. Señora inglesa grande, señora muy grande, vuelve y quiere té, aunque chicos están poniendo la cena. Hace escándalo, dice agua debe estar hirviendo. ¡Yo sé qué hago! ¡Ah, caballero! ¡Qué vida! ¡Qué vida! Hago lo que puedo… siempre mi culpa, yo…
Poirot preguntó acerca de las quejas.
—Hay otro pequeño asunto. La señora muerta se enfadó con uno de los criados. ¿Sabe usted con cuál y por qué?
Mahmoud elevó sus manos al cielo.
—¿Podría saber yo? Naturalmente no. Vieja señora no quejó a mí.
—¿Podría averiguarlo?
—No, caballero. Sería imposible. Ninguno de los chicos admitiría. ¿Vieja señora enfadada, dice? Entonces chicos no dirían, naturalmente. Abdul dice Mohammed, y Mohammed dice Aziz y Aziz dice Aissa, y así. Todos son muy estúpidos beduinos, no entienden nada.
Tomó aire y prosiguió:
—Ahora yo, yo tengo beneficio de educación en misión. Yo recito a usted Keats, Shelley…
A Poirot le dio un escalofrío. Aunque el inglés no era su lengua materna, sabía hablarlo suficientemente bien como para que le hicieran daño los oídos al escuchar la extraña manera de hablar de Mahmoud.
—¡Soberbio! —dijo a toda prisa—. ¡Soberbio! Pienso recomendarle como guía a todos mis amigos.
Consiguió escapar de la elocuencia del árabe. Después llevó su lista al coronel Carbury, a quien encontró en su oficina.
Carbury retorció un poco más su corbata y preguntó:
—¿Ha conseguido algo?
—¿Quiere que le cuente una teoría mía? —dijo Poirot.
—Si quiere —dijo el coronel Carbury y suspiró. De una forma u otra, había escuchado muchas teorías a lo largo de su vida.
—¡Mi teoría es que la criminología es la ciencia más fácil del mundo! Lo único que hace falta es dejar hablar al criminal. Más tarde o más temprano te lo dice todo.
—Creo recordar que ya dijo usted algo por el estilo en otra ocasión. ¿Quién le ha dicho algo?
—Todo el mundo.
Brevemente, Poirot relató las entrevistas que había tenido aquella mañana.
—¡Hum! —dijo Carbury—. Sí, ha sacado en limpio un par de cosas. ¡Lástima que todas señalen en distintas direcciones! ¿Tenemos caso o no lo tenemos? ¡Eso es lo que quiero saber!
—No.
Carbury volvió a suspirar.
—Me lo temía.
—Pero antes de que llegue la noche, tendrá usted la verdad —declaró Poirot.
—Bueno, eso es lo que me prometió —dijo el coronel Carbury—, y la verdad es que dudaba de que lo lograse. ¿Está seguro?
—Completamente.
—Le envidio la confianza en sí mismo —comentó el otro.
Si había un brillo en sus ojos, Poirot pareció no darse cuenta. Sacó su lista.
—Impecable —señaló el coronel Carbury en tono aprobatorio.
Se inclinó sobre el papel. Después de un minuto o dos, dijo:
—¿Sabe lo que pienso?
—Me encantaría que me lo dijera.
—Pues que el joven Raymond Boynton no es el culpable.
—¡Ah! ¿Eso cree?
—Sí. Está claro como el agua lo que pensaba. Teníamos que haberlo considerado fuera de toda sospecha. Como en las novelas de detectives, es la persona hacia la que apuntan todos los indicios. ¡Desde el momento en que usted le oyó decir que iba a cargarse a su madre, teníamos que haber pensado que eso, justamente, significaba que era inocente!
—¿Lee usted novelas de detectives?
—A miles —declaró el coronel—. Supongo que usted podría hacer lo que hacen los detectives de los libros, ¿no? —añadió utilizando el tono de un colegial melancólico—. Podría hacer una lista con los hechos más significativos, cosas que parecen no querer decir nada, pero que son importantísimas. Ya sabe a lo que me refiero.
—¡Ah! —dijo Poirot amablemente—. ¿Le gustan ese tipo de historias detectivescas? Por supuesto que lo haré, será un placer para mí.
Cogió una hoja de papel y escribió rápida y limpiamente:
DETALLES SIGNIFICATIVOS.
La señora Boynton tomaba un preparado que contenía digital.
El doctor Gerard echó de menos una aguja hipodérmica.
A la señora Boynton le causaba un enorme placer impedir que su familia se divirtiera con otras personas.
La tarde en cuestión, la señora Boynton animó a los miembros de su familia para que se marcharan y la dejaran sola.
La señora Boynton practicaba con asiduidad el sadismo psicológico.
La distancia entre la carpa y el lugar donde estaba sentada la señora Boynton era aproximadamente de doscientos metros.
Al principio, el señor Lennox Boynton dijo que ignoraba la hora en que había regresado al campamento, pero más tarde reconoció haber puesto en hora el reloj de pulsera de su madre.
El doctor Gerard y la señorita Ginebra Boynton ocupaban tiendas contiguas.
A las seis y media, cuando la cena estuvo lista, un criado recibió la orden de ir a avisar a la señora Boynton.
El coronel examinó la lista con gran satisfacción.
—¡Magnífico! —exclamó—. ¡Justo lo que yo quería decir! Una relación de hechos complejos… y aparentemente irrelevantes. ¡El toque maestro! Por cierto, observo un par de omisiones notables. Pero supongo que ese es el cebo para los bobos, ¿no es cierto?
Los ojos de Poirot brillaron, pero no respondió.
—En el punto dos, por ejemplo —dijo el coronel Carbury tentadoramente—. «El doctor Gerard echó de menos una aguja hipodérmica». Sí, y también echó de menos una solución concentrada de digital o algo así.
—Eso último —dijo Poirot no es tan importante como la ausencia de la jeringuilla.
—¡Espléndido! —dijo el coronel Carbury con la cara sonriente—. No entiendo nada. ¡Yo habría dicho que el digital era mucho más importante que la jeringuilla! ¿Y qué pasa con el tema del criado que todavía anda rodando, un sirviente a quien envían para que la avise de que la cena está lista y la historia esa de que la señora Boynton amenazó a otro aquella misma tarde con su bastón? ¿No irá a decirme que fue uno de esos pobres infelices del desierto quien se la cargó? Porque —añadió el coronel Carbury con severidad— si es así, sería un timo.
Poirot sonrió, pero no dijo nada.
Cuando abandonaba la oficina, murmuró para sí:
—¡Es increíble! ¡Los ingleses nunca maduran!