Después de anotar en su libreta: «N. B. 4.40», Poirot abrió la puerta y llamó al ordenanza que el coronel Carbury había puesto a su servicio, un hombre inteligente que hablaba muy bien el inglés. Le pidió que fuera a buscar a la señorita Carol Boynton.
Poirot examinó atentamente a la joven cuando esta entró en la habitación. Se fijó en el cabello castaño, la posición de la cabeza sobre el largo cuello, la nerviosa energía de sus manos bellamente formadas.
—Siéntese, mademoiselle —dijo.
Ella obedeció. Su rostro carecía de color o de expresión. Poirot empezó con una frase simpática y convencional, que la joven recibió sin cambiar ni un ápice su actitud.
—Y bien, mademoiselle. ¿Podría decirme cómo pasó la tarde del día en cuestión?
La respuesta fue tan rápida, que Poirot sospechó que la tenía ensayada.
—Después de comer, salimos a dar una vuelta. Yo volví al campamento…
Poirot la interrumpió.
—Un momento. ¿Estuvieron todos juntos hasta entonces?
—No. Estuve casi todo el tiempo con mi hermano Raymond y la señorita King. Luego me fui a pasear sola.
—Gracias. Me decía que volvió al campamento. ¿Sabe a qué hora, aproximadamente?
—Creo que eran las cinco y diez.
Poirot anotó:
«C. B. 5.10».
—¿Y qué pasó entonces?
—Mi madre seguía sentada en el mismo sitio que cuando nos fuimos. Subí a decirle unas palabras y luego volví a mi tienda.
—¿Recuerda exactamente lo que hablaron?
—Lo único que dije fue que hacía mucho calor y que iba a acostarme un rato. Mi madre me contestó que ella se quedaría donde estaba. Eso fue todo.
—¿Había algo en su aspecto que a usted le pareciese fuera de lo normal?
—No. Al menos eso es…
Se interrumpió vacilante, con la mirada fija en Poirot.
—En mí no hallará usted la respuesta, mademoiselle —dijo tranquilamente el detective.
—Estaba pensando… Entonces no le di importancia, pero ahora, al recordarlo…
—¿Sí?
Lentamente, Carol dijo:
—Es verdad. Tenía un color raro. Su cara estaba muy roja, más que de costumbre.
—Quizá había sufrido algún sobresalto o emoción —sugirió Poirot.
Carol lo miró extrañada.
—¿Un sobresalto?
—Sí, tal vez tuvo algún problema con alguno de los criados árabes.
—¡Oh! —el rostro de Carol se iluminó—. Sí, podría ser.
—¿No le dijo si había ocurrido algo por el estilo?
—No, no me dijo nada. Poirot continuó:
—¿Y qué hizo usted luego, mademoiselle?
—Fui a mi tienda y me estiré durante una media hora. Después bajé a la carpa. Mi hermano y su esposa estaban allí, leyendo.
—¿Y usted qué hizo?
—¡Oh! Tenía que coser unas cosas y después hojeé una revista.
—De camino a la carpa, ¿se paró a hablar con su madre otra vez?
—No. Bajé directamente. Creo que ni siquiera miré hacia donde ella estaba.
—¿Y luego?
—Permanecí en la carpa hasta que… hasta que la señorita King nos dijo que estaba muerta.
—¿Es eso todo cuanto sabe, mademoiselle?
—Sí.
Poirot se inclinó hacia delante. Su tono era el mismo, ligero y conversacional.
—¿Y qué sintió, mademoiselle?
—¿Qué sentí?
—Sí, cuando se enteró de que su madre, perdón, su madrastra (era su madrastra, ¿verdad?) estaba muerta.
Carol miró fijamente al detective.
—No entiendo lo que quiere decir.
—Yo creo que me entiende perfectamente.
Carol bajó los ojos. Con cierta inseguridad, dijo:
—Fue… un golpe muy fuerte.
—¿De veras?
La sangre afluyó al rostro de la muchacha. Miró desesperada a Poirot. Él pudo ver el miedo en sus ojos.
—¿Fue de verdad un golpe tan duro? ¿Teniendo en cuenta una conversación que mantuvo usted con su hermano Raymond una noche en Jerusalén?
La bala dio en el blanco. Poirot lo comprendió al ver que la chica volvía a ponerse completamente pálida.
—¿Sabe usted eso? —susurró.
—Sí, lo sé.
—Pero… ¿cómo?
—Alguien escuchó una parte de su conversación.
—¡Oh!
Carol Boynton enterró su rostro entre las manos. Sus sollozos hacían temblar la mesa.
Hércules Poirot aguardó un momento. Después, con toda tranquilidad, dijo:
—Ustedes estaban planeando matar a su madrastra.
—¡Aquella noche estábamos locos! ¡Locos! —gimoteó Carol.
—Quizá.
—¡Usted no puede comprender el estado en el que nos encontrábamos! —se incorporó, apartándose el pelo de la cara—. Puede que suene extraño. En América nada parecía tan malo, pero al viajar nos dimos cuenta de todo.
—¿De qué se dieron cuenta? —su voz era otra vez amable.
—¡De que éramos diferentes de… la otra gente! Estábamos desesperados. Y además estaba Jinny.
—¿Jinny?
—Mi hermana. Usted no la ha visto. Se estaba volviendo muy rara. Y mamá lo empeoraba aún más. No parecía darse cuenta de nada. ¡Ray y yo temíamos que Jinny se volviera loca! Y sabíamos que Nadine pensaba lo mismo. Eso todavía nos asustó más, porque Nadine ha sido enfermera y sabe de esas cosas.
—Comprendo.
—¡Aquella noche en Jerusalén todo parecía a punto de estallar! Ray estaba fuera de sí. Ni él ni yo podíamos más y nos parecía lógico, de verdad nos parecía lógico, planear lo que planeamos. Mamá… ¡Mamá estaba loca! No sé cuál es su opinión, señor, pero le aseguro que en ciertas circunstancias matar a alguien puede parecer una acción correcta, incluso noble.
Poirot asintió lentamente con la cabeza.
—Sí, eso les ha parecido a muchos, lo sé. La historia es buena prueba de ello.
—Así es como nos sentíamos Ray y yo aquella noche… —golpeó la mesa con la mano—. Pero no lo hicimos. ¡Claro que no lo hicimos! ¡Al día siguiente, todo nos pareció absurdo, melodramático, sí, también malvado! La verdad… la verdad, señor Poirot, es que mamá murió de muerte natural, de un ataque al corazón. Ray y yo no tuvimos nada que ver.
—¿Me jura, mademoiselle, por la salvación de su alma, que la señora Boynton no murió como resultado de nada que ustedes hicieran contra ella? —dijo Poirot.
Carol levantó la cabeza. Con voz firme y profunda, dijo:
Juro por la salvación de mi alma que no le hice jamás el menor daño…
Poirot se recostó en su sillón.
—Perfectamente —dijo.
Hubo un silencio. Poirot acariciaba pensativo su enorme bigote. Luego dijo:
—¿En qué consistía exactamente su plan?
—¿Qué plan?
—Usted y su hermano debían de tener un plan.
Mentalmente, Poirot contó los segundos que transcurrieron antes de que Carol respondiera. Uno, dos, tres.
—No teníamos ninguno —dijo al fin Carol—. No llegamos tan lejos.
Hércules Poirot se levantó.
—Eso es todo, mademoiselle. ¿Querría tener la bondad de enviarme a su hermano?
Carol se puso en pie. Durante un minuto permaneció indecisa.
—Señor Poirot, ¿me cree?
—¿Acaso he dicho lo contrario?
—No, pero…
Se interrumpió.
—¿Querrá decirle a su hermano que venga? —repitió el detective.
—Sí.
Se dirigió lentamente hacia la puerta. Al llegar a ella, se detuvo y se volvió hacia él.
—¡Le he dicho la verdad! —declaró apasionadamente—. ¡Se lo juro!
Hércules Poirot no contestó.
Carol Boynton salió lentamente de la habitación.