Poirot miró con interés a la alta y atractiva joven que entró en la habitación. Se levantó y se inclinó hacia ella educadamente.
—¿Señora Lennox Boynton? Hércules Poirot, para servirla.
Nadine Boynton se sentó. Sus ojos pensativos estaban fijos en el rostro de Poirot.
—Espero, madame, que no se ofenderá conmigo por molestarla en estos momentos de dolor.
Sus ojos no se movieron. No respondió enseguida. Siguió con la mirada fija y grave.
Por fin, suspiró y dijo:
—Creo que lo que más me conviene es ser franca con usted, señor Poirot.
—Estoy de acuerdo, madame.
—Se excusa por molestarme en mi dolor. Ese dolor, señor Poirot, no existe y es ocioso pretender lo contrario. No sentía ningún cariño por mi suegra y, honradamente, no puedo decir que lamente su muerte.
—Gracias por hablar claro, madame.
Nadine prosiguió:
—Sin embargo, aunque no siento ninguna pena, he de admitir que me domina el remordimiento.
—¿Remordimiento? —Poirot arqueó las cejas.
—Sí, porque fui yo la que provocó su muerte. Y me siento muy culpable.
—¿Qué es lo que está usted diciendo, madame?
—Estoy diciendo que yo fui la causante de la muerte de mi suegra. Creí obrar honradamente, pero el resultado fue fatal. Se mire como se mire, yo la maté.
Poirot se recostó en su asiento.
—¿Sería tan amable de aclararme esa afirmación, madame? Nadine inclinó la cabeza.
—Sí. Eso es lo que deseo hacer. Mi primera intención, lógicamente, fue guardarme mis asuntos privados, pero me doy cuenta de que ha llegado el momento de decirlo todo. Estoy segura, señor Poirot, de que más de una vez ha recibido usted confidencias íntimas.
—Sí, sí.
—Entonces le explicaré en pocas palabras lo que sucedió. Mi vida matrimonial, señor Poirot, no ha sido especialmente feliz. Mi marido no tiene toda la culpa de ello. La influencia de su madre sobre él fue muy desgraciada. Pero desde hacía ya algún tiempo, yo sentía que mi vida se estaba volviendo intolerable.
Hizo una pausa y luego prosiguió:
—La tarde en que murió mi suegra tomé una decisión. Tengo un amigo, un excelente amigo. Me había pedido más de una vez que me fuera con él. Aquella tarde acepté su proposición.
—¿Decidió abandonar a su marido?
—Sí.
—Prosiga, madame.
Nadine continuó en voz más baja:
—Una vez tomada la decisión, quise… quise ponerla en práctica lo antes posible. Volví sola al campamento. Mi suegra estaba sentada a la puerta de la cueva. No se veía a nadie por allí y decidí darle la noticia en ese mismo momento. Cogí una silla, me senté junto a ella y le conté de buenas a primeras lo que pensaba hacer.
—¿Se sorprendió?
—Sí, creo que fue un duro golpe para ella. Estaba asombrada y enfadada, terriblemente enfadada. ¡Se puso verdaderamente furiosa! Al fin, me negué a seguir discutiendo el asunto. Me levanté y me fui.
La voz de Nadine se quebró.
—No volví a verla con vida.
Poirot asintió lentamente con la cabeza.
—Ya veo —dijo—. ¿Cree que su muerte fue el resultado de aquella conmoción?
—Estoy casi segura. Ya había hecho esfuerzos considerables para llegar hasta aquel lugar. La noticia que le di y la furia que la dominó hicieron el resto. Me siento todavía más culpable porque tengo una cierta experiencia en tratar enfermos y, por lo tanto, yo, más que nadie, tendría que haberme dado cuenta de que algo así podía suceder.
Poirot permaneció callado unos minutos y luego dijo:
—¿Qué hizo usted exactamente después de dejar a su suegra?
—Volví a meter en mi cueva la silla que había sacado y bajé a la carpa. Mi marido estaba allí.
Poirot la observó atentamente al tiempo que le preguntaba:
—¿Le habló de la decisión que había tomado? ¿O ya se lo había dicho antes? Hubo una pausa muy breve antes de que Nadine respondiera:
—Se lo dije entonces.
—¿Cómo se lo tomó?
—Le afectó mucho —dijo ella con tono sereno.
—¿Le pidió que lo reconsiderara? Nadine negó con la cabeza.
—No… no dijo gran cosa. Desde hacía tiempo ambos sabíamos que algo así podía ocurrir.
—Espero que me perdone —dijo Poirot—, pero el otro hombre era, por supuesto, el señor Jefferson Cope, ¿no es cierto?
Nadine inclinó la cabeza.
—Sí.
Se hizo un largo silencio y, por fin, sin ninguna alteración en su voz, Poirot preguntó:
—¿Tiene usted una aguja hipodérmica, madame?
—Sí… no.
Poirot arqueó las cejas. Nadine se explicó:
—Tengo una jeringuilla vieja y la guardo con otras cosas en un botiquín de viaje, pero ese botiquín se quedó con el resto del equipaje en Jerusalén.
—Comprendo.
Hubo una pausa y luego ella preguntó, con un cierto temblor que delataba su incomodidad:
—¿Por qué me ha preguntado eso, señor Poirot?
En vez de contestar aquella pregunta, Poirot formuló otra:
—Si no me equivoco, la señora Boynton tomaba un preparado que contenía digital, ¿verdad?
—Sí.
El detective pensó que en ese momento ella estaba decididamente alerta.
—¿Era para el corazón?
—Sí.
—El digital es, hasta cierto punto, una droga que se acumula, ¿me equivoco?
—Creo que sí. No sé gran cosa al respecto.
—Si la señora Boynton hubiese tomado una sobredosis de digital…
Ella lo interrumpió con rapidez y decisión.
—No la tomó. Era muy cuidadosa. Y yo también, cuando me encargaba de medirle la dosis.
—¿Sería posible que aquel frasco en concreto contuviera una sobredosis? Ya sabe, por un error del farmacéutico que mezcló el preparado.
—Me parece muy improbable —replicó ella tranquilamente.
—Bueno, en todo caso, el análisis pronto nos lo dirá.
—Desgraciadamente, el frasco se rompió —dijo Nadine. Poirot la miró con súbito interés.
—¿De veras? ¿Quién lo rompió?
—No estoy segura. Creo que fue uno de los sirvientes. Al cargar con mi suegra para meterla en la cueva, una mesa se volcó. Había un gran desorden y la luz era muy pobre.
Durante un par de minutos, Poirot mantuvo la mirada fija en la joven.
—Eso es muy interesante —dijo.
Nadine Boynton se movió inquieta en su silla.
—¿Está usted insinuando que mi suegra no murió por ningún impacto emocional, sino de una sobredosis de digital? —preguntó—. No me parece probable.
Poirot se inclinó hacia delante.
—¿Y si le digo que el doctor Gerard, el médico francés que les acompañaba, echó de menos una gran cantidad de un preparado de digitoxín que guardaba en su botiquín? Nadine palideció. Poirot vio cómo su mano se aferraba fuertemente a la mesa. Bajó la mirada. Estaba completamente inmóvil. Parecía una Virgen esculpida en piedra.
—Así pues, madame —dijo al fin Poirot—. ¿Qué tiene usted que decir a eso? Los segundos pasaron lentamente, sin que Nadine contestara a la pregunta. Después de más de dos minutos de silencio, levantó la cabeza y Poirot se quedó un poco sorprendido cuando vio la expresión de sus ojos.
—Señor Poirot, yo no maté a mi suegra. ¡Usted lo sabe! Cuando la dejé estaba viva. Son muchas las personas que pueden atestiguarlo. Así que, siendo inocente de este crimen, puedo atreverme a hacerle un ruego. ¿Por qué tiene usted que mezclarse en este asunto? Si yo le juro por mi honor que se ha hecho justicia y sólo justicia, ¿abandonará la investigación? Son muchos los sufrimientos que ha padecido la familia y que usted ignora. Ahora que por fin hay paz y una posibilidad de alcanzar la felicidad, ¿tiene usted que destruirlo todo?
Poirot se enderezó. Sus ojos brillaron con una luz verde.
—Seamos claros, madame. ¿Qué es lo que me está pidiendo?
—Le estoy diciendo que mi suegra falleció de muerte natural y le pido que acepte esta declaración.
—¡En otras palabras, usted cree que a su suegra la mataron y me pide que tolere ese asesinato!
—Lo que le estoy pidiendo es que tenga compasión.
—¡Sí, de alguien que no la tuvo!
—Usted no lo comprende… las cosas no sucedieron así.
—Ya que lo sabe tan bien, tal vez cometió usted misma el crimen.
Nadine negó con la cabeza. No daba muestras de ser culpable.
—No —dijo con toda tranquilidad—. Estaba viva cuando la dejé.
—¿Y qué ocurrió después? ¿Lo sabe… o lo sospecha?
Apasionadamente, Nadine declaró:
—He oído decir, señor Poirot, que en una ocasión, cuando aquel asunto del Orient Express, aceptó como buena la versión oficial de los hechos, ¿no es así? Poirot la miró con curiosidad.
—¿Quién le ha contado eso?
—¿Es cierto?
Muy despacio, Poirot contestó:
—Aquel caso era… diferente.
—No, no lo era. El hombre al que mataron era un malvado —su voz se hizo más débil—. Y ella era…
—¡El carácter moral de la víctima no tiene nada que ver! —dijo Poirot—. Un ser humano que se arroga el derecho de juzgar particularmente y le arrebata la vida a otro ser humano no debe vivir entre las demás personas. ¡Se lo digo yo, Hércules Poirot!
—¡Es usted muy duro!
—Madame, en ciertas ocasiones soy inflexible. ¡No toleraré el asesinato! Es la última palabra de Hércules Poirot.
Nadine se levantó. Sus ojos oscuros brillaban con un fuego repentino.
—¡Entonces, siga adelante! ¡Destroce la vida de unos inocentes! No tengo nada más que decir.
—En cambio, yo pienso que tiene usted aún muchas cosas que decir, madame.
—No, nada más.
—Ya lo creo que sí. ¿Qué ocurrió después de que dejara a su suegra? ¿Mientras usted y su marido estaban juntos en la carpa?
Nadine se encogió de hombros.
—¿Cómo quiere que lo sepa?
—Lo sabe, sin duda. O, al menos, lo sospecha.
Nadine le miró directamente a los ojos.
—Yo no sé nada, señor Poirot.
Y dándose la vuelta, salió de la habitación.