Lady Westholme entró en la habitación con la seguridad de un trasatlántico llegando a puerto.
La señorita Annabel Pierce, un buque no identificado, siguió la estela del trasatlántico y se quedó un poco en segundo término, sentada en una silla más baja.
—No le quepa duda, señor Poirot —retumbó la voz de lady Westholme—, de que será para mí un gran placer ayudarle con todos los medios a mi alcance. Siempre he considerado que, en asuntos de este tipo, uno tiene un deber público que cumplir. Después de que el deber público de lady Westholme ocupara la escena durante algunos minutos, Poirot tuvo la destreza de introducir una pregunta.
—Recuerdo perfectamente la tarde en cuestión —replicó lady Westholme—. La señorita Pierce y yo haremos lo posible por ayudarle.
—¡Oh, sí! —suspiró la señorita Pierce, casi en éxtasis—. ¡Qué trágico! ¿No? ¡Muerta en un abrir y cerrar de ojos!
—Tengan la bondad de explicarme exactamente lo que sucedió aquella tarde.
—Desde luego —dijo lady Westholme—. Después de comer, decidí hacer una pequeña siesta. La excursión de la mañana había sido un poco fatigosa. No es que estuviera realmente cansada. Yo raras veces me canso. No sé lo que es verdaderamente la fatiga. Uno está a menudo obligado, en actos públicos, a despecho de cómo se sienta… Poirot volvió a intervenir con destreza.
—Como le decía, pensé en echar una siesta. La señorita Pierce estuvo de acuerdo conmigo.
—¡Oh, sí! —suspiró la señorita Pierce—. Estaba terriblemente cansada después de lo de esta mañana. ¡Una escalada tan peligrosa y, a pesar de su interés, tan agotadora! Creo que no soy tan fuerte como lady Westholme.
—La fatiga —dijo lady Westholme—, como cualquier otra cosa, puede ser vencida. Yo nunca me rindo a mis necesidades físicas.
Poirot dijo:
—¿De manera que, después de comer, ustedes dos fueron a sus tiendas?
—Sí.
—¿Estaba entonces la señora Boynton sentada a la entrada de su cueva?
—Su nuera la ayudó a colocarse allí antes de marcharse.
—¿Podían verla desde donde estaban?
—¡Oh, sí! —contestó la señorita Pierce—. Estaba frente a nosotras, sólo que un poco alejada y más arriba.
Lady Westholme aclaró la explicación.
—Las cuevas daban a un repecho, en la montaña. Bajo el saliente había algunas tiendas. Después venía un pequeño riachuelo y al otro lado estaban la carpa y algunas tiendas más. La señorita Pierce y yo teníamos las tiendas cerca de la carpa. Ella estaba a la derecha y yo a la izquierda. Nuestras tiendas se abrían de cara a la montaña, pero, desde luego, esta se hallaba a bastante distancia.
—A unos doscientos metros, ¿no?
—Posiblemente.
—Tengo aquí un plano que he trazado con la ayuda del guía, Mahmoud.
Lady Westholme señaló que, en ese caso, probablemente estaría equivocado.
—Ese hombre no acierta en nada. He comprobado sus explicaciones con mi Baedeker. Y más de una vez la información que nos daba era absolutamente incorrecta.
—Según mi plano —dijo Poirot—, la cueva que estaba al lado de la de la señora Boynton se hallaba ocupada por su hijo Lennox y la esposa de este. Raymond, Carol y Ginebra Boynton estaban instalados en las tiendas que hay justo debajo, pero hacia la derecha. De hecho, prácticamente enfrente de la carpa. A la derecha de la de Ginebra Boynton estaba la tienda del doctor Gerard y junto a la de este, la de la señorita King. Al otro lado del riachuelo, en el lado izquierdo de la carpa, estaban usted y el señor Cope. La señorita Pierce, como usted dijo, estaba instalada a la derecha de la carpa. ¿Es correcto?
Lady Westholme reconoció, de mala gana, que lo era.
—Muchas gracias. Todo está claro. Tenga la bondad de seguir, lady Westholme.
—Hacia las cuatro menos cuarto, fui a la tienda de la señorita Pierce para ver si estaba despierta y tenía ganas de dar un paseo. Estaba a la puerta de su tienda, leyendo. Decidimos salir una media hora después, cuando hiciera menos calor. Volví a mi tienda y estuve leyendo durante unos veinticinco minutos. Después salí otra vez y fui a reunirme con la señorita Pierce. Estaba ya lista y emprendimos la marcha. Todo el mundo en el campamento parecía dormir. No había nadie por los alrededores, y viendo que la señora Boynton seguía sentada allá arriba, le sugerí a la señorita Pierce que, antes de irnos, subiéramos a preguntarle si necesitaba algo.
—Es verdad. Muy considerado de su parte, en mi opinión —murmuró la señorita Pierce.
—Lo consideré mi deber —dijo lady Westholme con gran complacencia.
—¡Para que después ella fuera tan grosera! —exclamó la señorita Pierce.
Poirot las miró con aire interrogante.
—Seguimos el camino que pasaba justo por debajo del saliente —explicó lady Westholme— y yo le grité desde abajo, diciéndole que nos íbamos a dar un paseo y preguntándole si podíamos hacer algo por ella antes de marcharnos. ¿Y sabe, señor Poirot? ¡La única respuesta que obtuvimos fue un gruñido! ¡Un gruñido! ¡Nos miró como si fuéramos… como si fuéramos basura!
—Fue vergonzoso —declaró la señorita Pierce ruborizándose.
—Tengo que confesar —dijo lady Westholme, enrojeciendo un poco a su vez— que entonces hice un comentario muy poco caritativo.
—Yo creo que estaba muy justificado —dijo la señorita Pierce—. Muy de acorde con las circunstancias.
—¿Cuál fue ese comentario? —preguntó Poirot.
—¡Le dije a la señorita Pierce que a lo mejor estaba bebida! La verdad es que su comportamiento era de lo más extraño. Lo había sido todo el tiempo. Pensé que tal vez la bebida tenía algo que ver. Los males que provoca el abuso del alcohol, como yo muy bien sé…
Hábilmente, Poirot desvió la conversación del tema de la bebida.
—¿Ese día en concreto, notaron algo especial en su manera de comportarse? ¿Por ejemplo, a la hora de comer?
—No —dijo lady Westholme pensando—. No, yo diría que ese día se comportó con toda normalidad, dentro de lo que cabe tratándose de una americana de esa clase —añadió condescendientemente.
—Se excedió mucho con aquel criado —dijo la señorita Pierce.
—¿Qué criado?
—No mucho antes de que nos fuéramos.
—¡Ah, sí! Ya me acuerdo. ¡Parecía estar enormemente enfadada con él! Claro que —continuó lady Westholme— estar rodeado de sirvientes que no entienden una palabra de inglés es muy molesto, pero lo que yo siempre digo es que cuando uno viaja tiene que hacer concesiones.
—¿Qué criado era? —preguntó Poirot.
—Uno de los beduinos del campamento. Supongo que la señora Boynton debió de enviarlo a buscar algo y le trajo una cosa por otra. No sé de qué se trataba exactamente, pero estaba furiosa. El pobre hombre se alejó de allí lo más rápido que pudo, mientras ella le gritaba y lo amenazaba con su bastón.
—¿Qué era lo que gritaba?
—Estábamos demasiado lejos para oírla. Al menos yo no entendí ni una palabra, ¿y usted señorita Pierce?
—No, tampoco. Creo que ella lo había enviado a buscar alguna cosa a la tienda de su hija menor… o quizá se enfadó con él precisamente por haber entrado en esa tienda. No podría decirlo exactamente.
—¿Qué aspecto tenía el beduino?
La pregunta iba dirigida a la señorita Pierce, que movió dubitativamente la cabeza.
—En realidad, no sé qué decirle. Estaba demasiado lejos. A mí todos estos árabes me parecen iguales.
—Era un hombre que superaba la estatura mediana —dijo lady Westholme—, y llevaba esa especie de tocado que usan los árabes. Vestía unos pantalones de montar muy raídos y llenos de remiendos. Verdaderamente horribles. Y llevaba las espinilleras enrolladas sin ningún cuidado. ¡Todo de cualquier manera! ¡Estos hombres necesitan disciplina!
—¿Podría reconocer a ese hombre entre los demás sirvientes del campamento?
—Lo dudo. No le vimos la cara. Estaba demasiado lejos. Y, como dice la señorita Pierce, realmente todos estos árabes se parecen.
—Me gustaría saber qué fue lo que enfureció tanto a la señora Boynton —dijo Poirot con aire pensativo.
—A veces acaban con la paciencia de uno —dijo lady Westholme—. Uno de ellos se llevó mis zapatos, aunque le di a entender, por señas incluso, que prefería limpiármelos yo.
—Yo también lo hago siempre —dijo Poirot, distrayéndose por un momento de su interrogatorio—. Dondequiera que vaya, llevo lo necesario para limpiarme los zapatos. También llevo un trapo para el polvo.
—Igual que yo —lady Westholme parecía casi humana.
—Porque estos árabes nunca quitan el polvo a nada de lo que uno lleva.
—¡Nunca! Por supuesto, uno tiene que quitar el polvo de sus cosas tres o cuatro veces al día…
—Pero vale la pena.
—Sí, desde luego. No puedo soportar la suciedad.
Lady Westholme parecía absolutamente militante. Añadió con sentimiento:
—¡Las moscas, en los bazares, son terribles!
—Bueno, bueno —dijo Poirot, sintiéndose un poco culpable—. Pronto podremos averiguar por el sirviente qué fue lo que irritó a la señora Boynton. ¿Seguimos con su declaración?
—Paseamos a paso lento —dijo lady Westholme—. Y nos cruzamos con el doctor Gerard. Se tambaleaba y parecía muy enfermo. Enseguida me di cuenta de que tenía fiebre.
—Estaba temblando —añadió la señorita Pierce—. De los pies a la cabeza.
—Al momento comprendí que le estaba viniendo un ataque de malaria —dijo lady Westholme—. Me ofrecí a acompañarle al campamento y a prepararle una toma de quinina, pero me dijo que había traído con él su propia medicina.
—¡Pobre hombre! —exclamó la señorita Pierce—. Siempre me afecta mucho cuando veo a un doctor enfermo. Me parece todo un terrible error.
—Seguimos andando —prosiguió lady Westholme—, y al final nos sentamos en una roca.
La señorita Pierce murmuró:
—Verdaderamente, estaba rendida después de los excesos de la mañana… la escalada…
—Yo nunca me canso —dijo lady Westholme con firmeza—. Pero no tenía sentido ir más lejos. Desde allí teníamos una vista maravillosa de los alrededores.
—¿Habían perdido de vista el campamento?
—No, estábamos sentadas justo enfrente.
—¡Tan romántico! —murmuró la señorita Pierce—. Un campamento arrojado en medio de las salvajes rocas de color rojizo.
Suspiró y meneó la cabeza.
—Ese campamento podría ser organizado mucho mejor de lo que está —dijo lady Westholme. Las aletas de su nariz de caballo se dilataron—. Tengo que comentárselo a los Castle. No estoy del todo segura de que hiervan y filtren el agua potable. Y así debería ser. Pienso decírselo.
Poirot carraspeó y desvió rápidamente la conversación del tema del agua potable.
—¿Vieron a alguna otra persona del grupo? —preguntó.
—Sí, el señor Boynton y su esposa pasaron frente a nosotras de regreso al campamento.
—¿Iban juntos?
—No. El señor Boynton pasó primero. Parecía como si le hubiera dado demasiado el sol en la cabeza. Andaba como si estuviera un poco atontado.
—La nuca —dijo la señorita Pierce—. Hay que protegerse la nuca. Yo siempre llevo puesto un pañuelo tupido de seda.
—¿Qué hizo el señor Lennox Boynton al volver al campamento? —preguntó Poirot.
Por una vez, la señorita Pierce se anticipó a lady Westholme.
—Fue directamente hacia su madre, pero no estuvo mucho rato con ella.
—¿Cuánto tiempo?
—Un par de minutos, como máximo.
—Yo diría que un minuto justo —intervino lady Westholme—. Luego entró en su cueva y después bajó a la carpa.
—¿Y su esposa?
—Pasó aproximadamente un cuarto de hora después. Se detuvo un minuto y estuvo hablando con nosotras. Es muy cortés.
—A mí me parece muy simpática —dijo la señorita Pierce—. Muy simpática, de verdad.
—No es tan intratable como el resto de su familia —concedió lady Westholme.
—¿La vieron volver al campamento?
—Sí. Subió a ver a su suegra. Luego entró en su cueva, sacó una silla y se sentó a conversar con ella durante un rato, unos diez minutos, diría yo.
—¿Y luego?
—Luego volvió a meter la silla en la cueva y bajó a la carpa, donde estaba su marido.
—¿Qué pasó después?
—Pasó ese extraño norteamericano —dijo lady Westholme—. Creo que se llama Cope. Nos contó que justo al doblar el recodo del valle había unas ruinas, unas estupendas muestras de arquitectura de la época. Nos aconsejó que no dejáramos de ir a verlas. Así que fuimos. El señor Cope tenía en su poder un interesante artículo acerca de Petra y los nabateos.
—Fue todo de lo más interesante —declaró la señorita Pierce. Lady Westholme prosiguió:
—Hacia las seis menos veinte, volvimos paseando hasta el campamento. Empezaba a hacer frío.
—¿La señora Boynton seguía sentada en el mismo lugar?
—Sí.
—¿Le hablaron?
—No. En realidad casi no me fijé en ella.
—¿Qué hicieron luego?
—Yo fui a mi tienda, me cambié de zapatos y saqué mi paquete de té chino. Después fui a la carpa. Encontré allí al guía y le encargué que preparase un té para la señorita Pierce y para mí con el té que yo llevaba. También le indiqué que se asegurara de que el agua estuviese hirviendo. Objetó que la cena estaría lista en media hora (los chicos estaban poniendo la mesa en ese momento), pero yo le dije que daba igual.
—Yo siempre digo que una taza de té lo cambia todo —murmuró vagamente la señorita Pierce.
—¿Había alguien más en la carpa?
—¡Oh, sí! El señor y la señora Lennox Boynton estaban sentados en un extremo, leyendo. Y Carol Boynton también estaba allí.
—¿Y el señor Cope?
—Tomó el té con nosotras —explicó la señorita Pierce—, aunque dijo que el té no era una costumbre americana.
Lady Westholme tosió.
—Yo llegué a temer que el señor Cope se convirtiera en una molestia; que pudiera pegarse a mí como una lapa. A veces, cuando uno viaja, es difícil mantener a la gente a una distancia prudencial. Pienso que hay algunas personas que tienen cierta tendencia a abusar. ¡Los americanos, especialmente, suelen ser bastante pesados!
Poirot murmuró suavemente:
—Estoy seguro, lady Westholme, de que es usted perfectamente capaz de salir airosa de las situaciones de ese tipo. No me cabe duda de que, cuando las amistades que hace durante sus viajes ya no les son útiles, es usted partidaria de quitárselas de encima.
—Creo que soy capaz de salir airosa de la mayoría de las situaciones —dijo lady Westholme con tono complacido.
El centelleo de los ojos de Poirot se perdía en ella.
—¿Le importaría terminar de contar lo que pasó ese día? —murmuró Poirot.
—Desde luego. Si no recuerdo mal, Raymond Boynton y su pelirroja hermana menor llegaron poco después. La señorita King fue la última en aparecer. La cena estaba ya lista para ser servida. El guía envió a uno de los criados para que avisara a la vieja señora Boynton. El hombre volvió corriendo con uno de sus compañeros. Estaba bastante agitado y se dirigió al guía hablando en árabe. Oí algo acerca de que la señora Boynton estaba enferma. La señorita King ofreció sus servicios. Salió con el guía. Luego volvió y dio la noticia a los Boynton.
—Lo hizo muy bruscamente —añadió la señorita Pierce—. Simplemente lo soltó. Yo, personalmente, creo que hubiera sido mejor decírselo de una forma más gradual.
—¿Y cómo tomaron la noticia los hijos de la señora Boynton? —preguntó Poirot.
Por una vez, ni lady Westholme ni la señorita Pierce supieron muy bien qué replicar. Al final, en un tono carente de su habitual seguridad, la primera dijo:
—Bueno, en realidad, es difícil de decir. Se quedaron muy… muy tranquilos.
—Anonadados —dijo la señorita Pierce.
Fue una sugerencia más que una respuesta.
—Todos salieron con la señorita King —siguió lady Westholme—. La señorita Pierce y yo, muy prudentemente, permanecimos donde estábamos.
En los ojos de la señorita Pierce se apreciaba, en ese momento, una mirada ligeramente triste.
—¡Detesto la curiosidad vulgar! —prosiguió lady Westholme.
La mirada triste se hizo más evidente. ¡Estaba claro que la señorita Pierce se había visto forzada a odiar también la curiosidad vulgar!
—Cuando el guía y la señorita King regresaron —concluyó lady Westholme—, propuse que nos sirvieran la cena a los cuatro en seguida, a fin de que luego los Boynton pudieran cenar solos en la carpa, sin el embarazo de la presencia de unos extraños. Mi sugerencia fue aceptada y después de cenar me retiré a mi tienda. La señorita King y la señorita Pierce hicieron lo mismo. Según creo, el señor Cope permaneció en la carpa, ya que es amigo de la familia y pensó que podría serles de alguna ayuda en aquellos momentos. Esto es todo cuanto sé, señor Poirot.
—¿Recuerda si, cuando la señorita King dio a los Boynton la noticia de la muerte de su madre, todos salieron detrás de ella?
—Sí… No, ahora que lo menciona, me parece que la chica pelirroja se quedó en la carpa. ¿No lo recuerda usted, señorita Pierce?
—Sí, eso creo… Estoy prácticamente segura de que así fue.
—¿Y qué hizo? —preguntó Poirot.
Lady Westholme lo miró fijamente.
—¿Qué hizo? Que yo recuerde, señor Poirot, no hizo absolutamente nada.
—Quiero decir si estaba cosiendo… o leyendo…, si parecía ansiosa… ¿Dijo algo?
—Bueno, la verdad es que… —lady Westholme frunció el ceño—. Por lo que yo recuerdo, se quedó allí sentada y nada más.
—Se retorcía las manos —intervino repentinamente la señorita Pierce—. Recuerdo que me fijé en eso. «¡Pobre criatura —pensé— está manifestando lo que siente!». No es que su cara mostrara nada, ¿sabe?, eran tan sólo sus manos, retorciéndose y crispándose. Recuerdo que una vez —continuó la señorita Pierce en tono de charla— yo misma destrocé un billete de una libra de esa manera, sin pensar lo que estaba haciendo. Una tía abuela mía se había puesto repentinamente enferma. Y yo pensaba: «¿Debo coger el primer tren e ir a verla o no debo hacerlo?». No lograba decidirme por una cosa o por otra. Creí que era el telegrama lo que tenía entre las manos y, cuando bajé la vista, me di cuenta de que lo que estaba destrozando era un billete de una libra ¡Un billete de una libra! ¡Hecho pedazos!
La señorita Pierce hizo una dramática pausa.
Desaprobando esta salida de escena de su satélite, lady Westholme preguntó fríamente:
—¿Desea algo más, señor Poirot?
El detective estaba en Babia, absorto en sus meditaciones, y dio un respingo.
—No, nada más… nada más. Han sido ustedes muy claras y muy precisas.
—Tengo una excelente memoria —dijo lady Westholme con satisfacción.
—Un último ruego, lady Westholme —dijo Poirot—. Por favor, quédese sentada tal como está, sin volver la vista. Y ahora, si fuera usted tan amable de describirme lo que lleva puesto hoy la señorita Pierce…, es decir, si la señorita Pierce no tiene inconveniente.
—En absoluto, señor Poirot —gorjeó la señorita Pierce.
—¿Cree usted, señor Poirot, que realmente tiene algún sentido…?
—Por favor, tenga la bondad de hacer lo que le pido, madame.
Lady Westholme se encogió de hombros y luego contestó a regañadientes.
—La señorita Pierce lleva un vestido de algodón a rayas azules y blancas y un cinturón sudanés de cuero, de color rojo, azul y beige. Las medias son de seda beige y los zapatos con correa, de color castaño. En la media izquierda tiene una carrera. Lleva un collar de cornalinas y otro de cuentas de color azul marino y un broche con una mariposa de nácar. En el dedo corazón de su mano derecha, lleva un anillo de escarabajo de imitación. El sombrero es de fieltro marrón y rosa.
Hizo una pausa para gozar de su triunfo y preguntó fríamente:
—¿Algo más, señor Poirot?
Este extendió las manos en un gesto de asombro.
—Tiene usted toda mi admiración, señora. Es una observadora de primer orden.
—Raras veces se me escapan los detalles.
Lady Westholme se levantó y, después de una leve inclinación de cabeza, abandonó la estancia. La señorita Pierce se disponía a ir tras ella, mirando tristemente su pierna izquierda. Poirot dijo:
—¿Tiene usted un momento, mademoiselle?
—¿Sí?
La señorita Pierce alzó la vista y en sus ojos había cierta aprehensión. Poirot se inclinó hacia ella con aire confidencial.
—¿Ve usted el ramo de flores silvestres que está sobre la mesa?
—Sí —contestó la señorita Pierce mirándolo fijamente.
—¿Observó que, cuando entraron ustedes, estornudé un par de veces?
—¿Sí?
—¿Se dio cuenta de si había estado oliendo esas flores justo antes?
—Bueno, la verdad es que no. No podría decirlo.
—¿Pero se acuerda de que estornudé?
—¡Oh, sí! De eso sí me acuerdo.
—En fin, no importa. Me preguntaba tan sólo si estas flores podrían producir la fiebre del heno. ¡No tiene importancia!
—¿La fiebre del heno? —exclamó la señorita Pierce—. ¡Yo tenía una prima que era una verdadera mártir de esa dolencia! Siempre decía que si te pulverizabas la nariz cada día con una solución de ácido bórico…
Con alguna dificultad, Poirot dio carpetazo al tratamiento nasal de la prima y se deshizo de la señorita Pierce. Cerró la puerta y volvió al centro de la habitación con las cejas arqueadas.
—Pero yo no estornudé —murmuró—. ¡Hasta ahí podíamos llegar! No, no estornudé.