Capítulo II

El francés entró con paso ligero, aunque no precipitado. Mientras estrechaba la mano del coronel Carbury dirigió a Poirot una aguda mirada de curiosidad.

—Le presento al señor Hércules Poirot —dijo Carbury—. Es mi invitado. Le he estado hablando del asunto de Petra.

—¿Ah, sí? —los veloces ojos de Gerard miraron a Poirot de arriba abajo—. ¿Le interesa?

Hércules Poirot levantó las manos.

—¡Ay! Irremediablemente, a uno siempre le interesa lo que tiene que ver con su trabajo.

—Es verdad —admitió Gerard.

—¿Quiere beber algo? —preguntó Carbury.

Sirvió un whisky con soda y lo colocó en la mesa, junto a Gerard. Luego levantó la jarra con gesto interrogante, pero Poirot negó con la cabeza. El coronel Carbury volvió a dejarla en la mesa y acercó un poco su silla.

—Bueno —dijo—. ¿Por dónde íbamos?

—Me parece —dijo Poirot dirigiéndose a Gerard— que el coronel Carbury no está satisfecho.

Gerard hizo un expresivo gesto.

—¡Y todo por mi culpa! —replicó—. Pero tal vez me equivoque. Recuérdelo, coronel Carbury, puedo estar completamente equivocado.

Carbury lanzó un gruñido.

—Explíquele al señor Poirot los hechos —indicó.

El doctor Gerard comenzó con una breve recapitulación de los acontecimientos precedentes al viaje a Petra. Hizo un breve esbozo de los distintos miembros de la familia Boynton y describió el estado de tensión emocional en el que se encontraban. Poirot escuchaba con interés.

Luego, Gerard procedió a relatar los hechos ocurridos en su primer día de estancia en Petra y explicó cómo él había vuelto al campamento.

—Tenía un ataque de malaria, del tipo cerebral, y era bastante fuerte —explicó—. Por ello decidí administrarme una inyección intravenosa de quinina. Es lo habitual en esos casos.

Poirot asintió comprensivamente.

—La fiebre me dominaba. Fui tambaleándome hasta mi tienda. Al principio no pude encontrar mi botiquín. Alguien lo había cambiado de lugar y no estaba donde yo lo había dejado. Cuando por fin di con él, no encontraba la aguja hipodérmica. La busqué durante un rato. Luego renuncié, me bebí una fuerte dosis de quinina y me dejé caer en la cama.

Gerard hizo una pausa y luego prosiguió:

—La muerte de la señora Boynton no fue descubierta hasta después de la puesta de sol. Debido al modo en que estaba sentada, el respaldo del sillón sostenía su cuerpo y, por lo tanto, no cambió de posición. Sólo se dieron cuenta de que algo no iba bien cuando uno de los sirvientes fue a avisarla para la cena, a las seis y media.

Describió con todo detalle la situación de la cueva y la distancia que la separaba de la gran carpa.

—La señorita King, que es un médico cualificado, examinó el cuerpo. No me molestó, porque sabía que yo estaba con fiebre. De todos modos, no se podía hacer nada. La señora Boynton estaba muerta y hacía ya un buen rato de ello.

—¿Cuánto tiempo exactamente? —murmuró Poirot.

Gerard respondió lentamente:

—No creo que la señorita King prestara mucha atención a ese detalle. Presumo que no le dio demasiada importancia.

—¿Por lo menos se sabe cuándo fue vista con vida por última vez? —preguntó Poirot.

El coronel Carbury se aclaró la garganta y consultó un documento de apariencia oficial.

—La señora Boynton estuvo hablando con lady Westholme y la señorita Pierce poco después de las cuatro de la tarde. Lennox Boynton habló con su madre hacia las cuatro y media. La señora Lennox Boynton tuvo una larga conversación con ella aproximadamente cinco minutos después. Carol Boynton también habló con su madre, pero no es capaz de precisar exactamente la hora, aunque, por los indicios que se tienen, se supone que fue hacia las cinco y diez. Jefferson Cope, un americano, amigo de la familia, la vio dormida cuando regresaba al campamento con lady Westholme y la señorita Pierce. No habló con ella. Eso fue hacia las seis menos veinte. Raymond Boynton, el hijo más joven, parece haber sido la última persona que la vio con vida.

Cuando regresaba de dar un paseo, fue a verla y habló con ella, hacia las seis menos diez. El cadáver fue descubierto a las seis y media, cuando el criado fue a avisarla para la cena.

—¿Se le acercó alguien entre la hora en que Raymond Boynton habló con ella y las seis y media? —preguntó Poirot.

—Creo que no.

—¿Pero alguien pudo haberlo hecho? —insistió el detective.

—No lo creo. Desde poco antes de las seis hasta las seis y media, los criados estuvieron yendo de un lado a otro del campamento y los viajeros entraban y salían de sus tiendas. No hemos encontrado a nadie que viera a alguien acercándose a la anciana.

—Entonces Raymond Boynton es definitivamente la última persona que vio a su madre con vida, ¿no? —dijo Poirot.

El doctor Gerard y el coronel Carbury cambiaron una rápida mirada. El militar tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Ahí es donde empezamos a meternos en aguas profundas —dijo—. Continúe, Gerard. Es todo suyo.

—Como ya le he dicho, Sarah King no vio ninguna razón, cuando examinó a la señora Boynton, para determinar la hora exacta de la muerte. Lo único que dijo fue que la señora Boynton llevaba muerta «poco tiempo». Sin embargo, cuando al día siguiente, por razones personales, intenté conocer los detalles y mencioné de pasada que la señora Boynton había sido vista con vida por última vez poco antes de las seis por su hijo Raymond, la señorita King, con gran sorpresa de mi parte, afirmó rotundamente que eso era imposible, que a esa hora la señora Boynton tenía que estar ya muerta.

Poirot arqueó las cejas.

—Extraño, muy extraño. ¿Y qué dice a eso el señor Raymond Boynton?

El coronel Carbury intervino abruptamente:

Jura que su madre estaba viva. Subió a verla y le dijo: «Ya he vuelto. ¿Has pasado una buena tarde?», o algo por el estilo. Dice que ella le respondió con un gruñido y le dijo que «estupendamente». Y entonces el joven se fue a su tienda. Poirot, perplejo, frunció el ceño.

—Curioso —dijo—. Muy curioso. Dígame, ¿anochecía?

—Sí, el sol se estaba poniendo.

—Curioso —repitió Poirot—. ¿Y usted, doctor Gerard, cuándo vio el cadáver?

—No lo vi hasta el día siguiente. A las nueve de la mañana, para ser exactos.

—Y, según usted, ¿a qué hora debió de ocurrir la muerte?

El francés se encogió de hombros.

—Es difícil decirlo con precisión después de tanto tiempo. Forzosamente tiene que haber un margen de varias horas. Si tuviera que declarar bajo juramento, lo único que podría decir es que la muerte había ocurrido como mínimo doce horas antes y como máximo dieciocho. Como ve, eso no puede serle de ninguna ayuda.

—Siga, Gerard —dijo el coronel Carbury—. Cuéntele todo lo demás.

—Por la mañana, al levantarme —dijo Gerard—, encontré la aguja hipodérmica. Estaba detrás de una caja de botellas, encima de mi mesita de noche.

Se inclinó hacia delante.

—Usted puede pensar, si quiere, que el día anterior la había pasado por alto. Me encontraba en un estado penoso debido a la fiebre y el abatimiento, temblando de la cabeza a los pies, y no sería la primera vez que uno es incapaz de encontrar una cosa que está allí todo el tiempo. Sólo puedo decir que estoy bastante convencido de que la aguja no estaba allí entonces.

—Todavía hay algo más —dijo Carbury.

—Sí, dos hechos de gran importancia y muy significativos. Había una marca en la muñeca de la muerta, una marca como la que causaría la inserción de una aguja hipodérmica. Su hija lo explica como el pinchazo de un alfiler.

—¿Qué hija? —preguntó Poirot.

—Su hija Carol.

—Sí. Siga, por favor.

—Y queda el último hecho. Al examinar mi botiquín, eché de menos una importante cantidad de digitoxín.

—El digitoxín —dijo Poirot— es un tóxico para el corazón, ¿no?

—Sí. Se obtiene de la digitalis purpurea, la dedalera común. Hay en ella cuatro principios activos: el digitalín, el digitonín, la digitaleína y el digitoxín. De estos, el digitoxín es considerado como el constituyente más tóxico de las hojas de la digitalis. Según los experimentos de Kopp, es de seis a diez veces más fuerte que el digitalín o la digitaleína. En Francia está autorizado, pero no en la farmacopea británica.

—¿Y una dosis elevada de digitoxín…?

El doctor Gerard dijo con gravedad:

—Una dosis elevada de digitoxín administrada de golpe por vía intravenosa causaría la muerte instantánea por paro cardíaco. Se estima que cuatro miligramos podrían ser letales para un hombre adulto.

—Y la señora Boynton padecía ya una dolencia cardíaca, ¿no es así?

—Sí. De hecho, estaba tomando ya una medicina que contenía digitalín.

—Eso —dijo Poirot— es enormemente interesante.

—¿Quiere decir que su muerte podría ser atribuida a una dosis excesiva de su propia medicina? —preguntó el coronel Carbury.

—Sí, eso. Pero pretendía ir más allá.

—En cierto sentido —dijo el doctor Gerard—, el digitalín puede ser considerado como una droga acumulativa. Además, por lo que se refiere a la apariencia post mórtem, los principios activos de la digitalis pueden matar sin dejar ninguna señal visible.

Poirot asintió lentamente con la cabeza.

—Sí, es muy inteligente. Mucho. Casi imposible demostrar nada delante de un jurado. Déjenme que les diga, caballeros, que si esto es un crimen, es un crimen muy astuto. La aguja hipodérmica devuelta a su lugar, el veneno utilizado, el mismo que la víctima ya estaba tomando…, las posibilidades de que se trate de un error, o de un accidente, son enormes. Sí señor, aquí hay un cerebro. Hay pensamiento, meticulosidad, genio.

Durante un momento permaneció sentado en silencio. Luego alzó la cabeza.

—Y, sin embargo, hay algo que me desconcierta.

—¿De qué se trata?

—El robo de la jeringuilla.

—Alguien se la llevó —dijo rápidamente el doctor Gerard.

—Se la llevó… ¿y la devolvió?

—Sí.

—Curioso —dijo Poirot—. Muy curioso. Por lo demás, todo encaja perfectamente…

El coronel Carbury lo miró con curiosidad.

—¿Y bien? —dijo—. ¿Cuál es su opinión como experto? ¿Fue un asesinato o no lo fue?

Poirot levantó una mano.

—Un momento. Aún no hemos llegado a ese punto. Debemos considerar aún otras pruebas.

—¿Qué pruebas? Ya se lo hemos contado todo.

—¡Ah! Pero esta es una prueba que yo, Hércules Poirot, aporto al caso.

Meneó la cabeza y sonrió levemente ante los rostros atónitos de los otros dos.

—Sí, es muy divertido que yo, a quien ustedes han contado la historia, les regale una prueba de la cual no sabían nada. La cosa fue así. Una noche, en el Hotel Salomón, me acerco a la ventana para asegurarme de que está cerrada.

—¿Cerrada o abierta? —preguntó Carbury.

—Cerrada —replicó firmemente Poirot—. Estaba abierta, así que naturalmente voy a cerrarla. Pero antes de hacerlo, cuando ya tengo la mano en el tirador, oigo una voz que habla, una voz agradable, suave y clara, en la que se percibe un cierto temblor propio de la excitación nerviosa. Me digo a mí mismo que es una voz que podría reconocer si la escuchara de nuevo. ¿Y qué es lo que dice esa voz? Dice estas palabras: «Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla». En ese momento, naturellement, no las interpreto como una referencia a un verdadero asesinato. Pienso que es un novelista o quizá un dramaturgo quien habla. Pero ahora, no estoy tan seguro. Mejor dicho, estoy seguro de que no se trataba de nada de eso.

Hizo una nueva pausa antes de decir:

Messieurs, les diré una cosa: hasta donde alcanzan mi saber y mi convencimiento, aquellas palabras fueron pronunciadas por un joven a quien más tarde tuve ocasión de ver en el vestíbulo del hotel y cuyo nombre, según me dijeron, es Raymond Boynton.