Capítulo I

El coronel Carbury sonrió a su invitado, sentado al otro lado de la mesa, y levantó la copa.

—Brindemos por el crimen.

Los ojos de Hércules Poirot centellearon reconociendo lo apropiado del brindis. Había ido a Amman con una carta de presentación del coronel Race para el coronel Carbury.

Carbury se había interesado por conocer a aquella persona mundialmente famosa, cuyas dotes le eran alabadas por su viejo amigo y aliado en el Servicio de Inteligencia. «¡La más escrupulosa deducción psicológica que haya visto jamás!». (Había escrito Race a propósito de la solución del asesinato de Shaitana).

—Hemos de enseñarle todo lo que podamos del vecindario —dijo Carbury, retorciendo un bigote manchado y algo desigual.

Era un hombre rechoncho y poco pulido, de mediana estatura, semi calvo y con unos vagos y mansos ojos azules.

No tenía en absoluto la apariencia de un soldado. Tampoco parecía muy despierto ni respondía a la idea que uno se hace de un ordenancista. Sin embargo, en Transjordania era un poder.

—Está Jerash —dijo. ¿Le interesan esas de cosas?

—¡Me interesa todo!

—Sí —dijo Carbury—. Es la única manera de reaccionar ante la vida.

Hizo una pausa.

—Dígame, ¿alguna vez ha observado que su peculiar oficio, de algún modo, le persigue?

—¿Pardon?

—Quiero decir si, habiendo decidido tomarse unas vacaciones lejos del crimen, se ha encontrado, al llegar a cualquier sitio, que los cadáveres surgían a montones a su alrededor.

—Me ha ocurrido, sí. Más de una vez.

—¡Hum! —musitó el coronel Carbury, y se sumió en la abstracción.

Luego se puso en pie de un salto.

—En estos momentos, tengo un cadáver que no me gusta nada —dijo.

—¿De veras?

—Sí. Aquí en Amman. Se trata de una vieja norteamericana. Fue a Petra con su familia. Un viaje agotador, un calor excesivo para la época del año, la propia anciana, que padecía una afección cardíaca, y las dificultades del viaje, más duro para ella de lo que había imaginado, obligaron a su corazón a hacer un esfuerzo excesivo. ¡Y estiró la pata!

—¿Aquí, en Amman?

—No, en Petra. Hoy han traído el cuerpo.

—¡Ah!

—Todo parece muy natural. Perfectamente posible. No podía suceder nada más lógico. Pero…

—Pero ¿qué?

El coronel Carbury se rascó la calva.

—¡Tengo la sospecha —dijo— de que su familia se la cargó!

—¿Y qué le hace pensar eso?

El coronel Carbury no contestó directamente a la pregunta.

—Parece que se trataba de una vieja muy desagradable. Nadie ha lamentado su muerte. Todos opinan que era lo mejor que podía ocurrir. De todos modos, va a ser muy difícil probar nada si la familia se mantiene unida y se apoyan unos a otros en las mentiras, llegado el caso. Uno no quiere complicaciones y menos aún incidentes internacionales. Lo más fácil sería dejar correr el asunto. En realidad, no hay donde agarrarse. Una vez conocí a un doctor. Me contó que a menudo tenía sospechas en casos relacionados con sus pacientes. ¡Se fue al otro mundo un poco antes de tiempo! Él decía que lo mejor es quedarse quieto, a menos que verdaderamente tengas algo condenadamente bueno para meterte de lleno. De lo contrario, se puede armar un lío tremendo, no se prueba nada y el resultado es una mancha en el historial de un médico honrado y trabajador. Algo así me decía. De todos modos —se rascó otra vez la cabeza—, yo soy un hombre muy ordenado —dijo inesperadamente.

El nudo de la corbata del coronel Carbury estaba casi debajo de su oreja izquierda; llevaba los calcetines caídos, su traje estaba lleno de manchas. Sin embargo, Hércules Poirot no sonrió. Veía, con la suficiente claridad, la escrupulosidad interior de la mente del coronel Carbury, sus hechos rigurosamente certificados, sus impresiones cuidadosamente ordenadas.

—Sí, soy un hombre ordenado —dijo Carbury e hizo un gesto con la mano—. No me gustan las cosas enredadas. Cuando me encuentro con un enredo, me gusta deshacerlo, ¿comprende?

Poirot asintió con la cabeza. Comprendía.

—¿No había ningún médico? —preguntó.

—Sí, dos. Pero uno de ellos estaba con malaria. El otro es una muchacha recién graduada, aunque conoce bien su oficio, supongo. La vieja tenía el corazón enfermo. Tomaba desde hacía tiempo una medicina para eso. Que la palmase tan de repente no tiene nada de particular.

—Entonces, amigo mío, ¿qué es lo que le preocupa? —preguntó gentilmente Poirot.

El coronel Carbury dirigió una inquieta mirada a su visitante.

—¿Ha oído hablar alguna vez de un francés llamado Gerard? ¿Theodore Gerard?

—Sí, un hombre muy distinguido en su especialidad.

—Un loquero —confirmó el coronel Carbury—. Si sientes una pasión por la mujer de la limpieza cuando tienes cuatro años, a los treinta y ocho empezarás a decir que eres el arzobispo de Canterbury. No sé por qué, y nunca lo he sabido, pero esos tipos lo explican de un modo muy convincente.

—El doctor Gerard es una autoridad en ciertas formas de neurosis profunda —aclaró Poirot con una sonrisa—. ¿Sus opiniones acerca de lo ocurrido en Petra se basan en esa línea de argumentación?

El coronel Carbury negó vigorosamente con la cabeza.

—No, no. ¡No me habría preocupado si hubiese sido así! Entiéndame, no es que no me lo crea. Es sólo que no puedo comprenderlo, como cuando uno de mis beduinos salta del coche en mitad del desierto, toca el suelo con las manos y te dice dónde estás dentro de un radio de una milla o dos. No es magia, pero lo parece. No, la historia del doctor Gerard es bastante prosaica. Meros hechos. Supongo que le interesa… ¿me equivoco?

—No, no se equivoca.

—Estupendo. Entonces creo que llamaré a Gerard y lo haré venir aquí. Así podrá oír su historia de sus propios labios.

Después de que el coronel enviase a un ordenanza con el recado, Poirot preguntó:

—¿Quiénes forman esa familia?

—Su nombre es Boynton. Dos hijos varones, uno de ellos casado. Su mujer es una joven atractiva y agradable, del tipo tranquilo y sensible. Y dos hijas. Ambas muy guapas, pero con estilos totalmente diferentes. La más joven es un poco nerviosa, pero puede que sea tan sólo por la impresión.

—Boynton —dijo Poirot arqueando las cejas—. Curioso… muy curioso.

Carbury lo miró inquisitivamente, guiñando un ojo. Pero como Poirot no agregó nada, prosiguió él mismo:

—¡Parece ser que la madre era insoportable! Había que servirla en todo y tenía a la familia entera bailando a su alrededor. Y también tenía las cuerdas de la bolsa. Ninguno de ellos poseía un penique que fuera suyo.

—¡Muy interesante! ¿Sabe a quién va a parar la fortuna?

—Lo pregunté, como sin darle importancia. La dividirán a partes iguales entre todos.

Poirot asintió con la cabeza. Después preguntó:

—¿Cree usted que todos están implicados?

—No sé. Ahí está el problema. ¿Se trata de un plan fraguado de común acuerdo o fue la idea brillante de uno de ellos? No lo sé. ¡A lo mejor todo es una lucubración mía! En definitiva, me gustaría conocer su opinión como profesional. ¡Ah, aquí llega Gerard!