Capítulo XII

Sarah bajó a la carpa. Allí encontró a sus tres compañeros de viaje. Estaban sentados a la mesa, comiendo. El guía estaba explicando que había allí otro grupo de excursionistas.

—Llegaron hace dos días. Marchan pasado mañana. Americanos. ¡La madre, muy gorda, muy difícil llegar hasta aquí! Cargada en silla por porteadores… dijeron trabajo muy duro… mucho calor… sí.

Sarah soltó una carcajada. Desde luego, bien mirado, la cosa no dejaba de tener gracia.

El rechoncho guía la miró agradecido. Aquel trabajo no le resultaba demasiado fácil. Lady Westholme le había llevado la contraria tres veces aquel día, con el Baedeker en la mano, y, al llegar, había protestado por la cama que le habían asignado. Menos mal que uno de los miembros del grupo parecía estar de buen humor.

—¡Ja! —exclamó lady Westholme—. Creo que esa gente estaba en el Salomón. He reconocido a la madre en cuanto hemos llegado. Me parece que la vi hablar con ella en el hotel, señorita King.

Sarah se sonrojó culpablemente, esperando que lady Westholme no hubiera escuchado aquella conversación.

«¡Verdaderamente, no sé lo que se apoderó de mí!» —pensó angustiada.

Mientras tanto, lady Westholme había dado su veredicto:

—Gente sin ningún interés. Muy provincianos —dijo.

La señorita Pierce la animó con adulaciones y lady Westholme se embarcó en un relato acerca de la historia de ciertos americanos prominentes e interesantes que había conocido hacía poco tiempo.

Como el tiempo era muy caluroso, demasiado para la época del año, decidieron reanudar la marcha por la mañana temprano.

Los cuatro se reunieron para desayunar a las seis en punto. No se veía ni rastro de ninguno de los Boynton. Después de que lady Westholme protestase porque no había fruta, tomaron té, leche condensada y huevos fritos, los cuales nadaban en una buena cantidad de manteca y estaban rodeados de tocino salado.

Luego iniciaron la excursión. Lady Westholme y el doctor Gerard discutían, animadamente por parte de aquella, el valor exacto de las vitaminas en la dieta y el tipo de nutrición apropiada para las clases trabajadoras.

De pronto, oyeron una llamada procedente del campamento y se detuvieron para esperar que otra persona se uniese a la expedición. Era el señor Jefferson Cope, que corría hacia ellos con la cara roja y sofocada a causa del esfuerzo.

—Si nos les importa, me gustaría ir con ustedes esta mañana. Buenos días, señorita King. ¡Qué sorpresa encontrarles a usted y al doctor Gerard aquí! ¿Qué les parece todo esto?

Con un ademán señaló las fantásticas rocas rojas que se extendían por todas partes.

—Me parece maravilloso y también un poco horrible —dijo Sarah—. Siempre me lo había imaginado como un lugar romántico y de ensueño: la Ciudad Rosa. Pero es mucho más real de lo que pensaba. Tan real como… un filete de ternera crudo.

—Ese es justamente el color que tiene —confirmó el señor Cope.

—Pero, de todas maneras, es maravilloso —admitió Sarah.

El grupo comenzó a escalar. Dos guías beduinos los acompañaban. Ambos eran altos y de andar ágil. Subían balanceándose con gran despreocupación, calzados con unas botas de clavos que les permitían fijar completamente los pies en el resbaladizo suelo de la falda de la montaña. Pronto empezaron las dificultades. Sarah y el doctor Gerard resistían bien las alturas, pero el señor Cope y lady Westholme no se sentían muy felices y a la pobre señorita Pierce tuvieron casi que llevarla en brazos por los lugares más peligrosos, mientras ella, con los ojos cerrados y la cara verde, gemía sin cesar.

—Nunca he podido mirar hacia abajo desde las alturas… Nunca. ¡Desde que era una niña!

En una ocasión dijo que quería volver atrás, pero cuando se volvió a mirar el descenso, su piel se volvió aún más verde y de mala gana decidió que lo único que podía hacer era seguir adelante.

El doctor Gerard se mostró amable y tranquilizador. Se colocó detrás de la señorita.

Pierce aguantando un bastón entre ella y la escarpada pendiente a modo de barandilla. La mujer confesó que la ilusión de ir andando por un raíl la había ayudado mucho a vencer la sensación de vértigo.

Sarah, jadeando un poco, se dirigió al guía, Mahmoud, quien, a pesar de su corpulencia, no manifestaba signos de agotamiento, y le preguntó:

—¿Nunca tienen problemas para traer a la gente aquí arriba? A la gente mayor, quiero decir.

—Siempre… siempre tenemos problemas —admitió Mahmoud serenamente.

—¿Y siempre los traen?

Mahmoud se encogió de hombros.

—Les gusta venir. Han pagado dinero para ver estas cosas. Desean verlas. Los guías beduinos son muy listos… saben dónde pisan… siempre se las arreglan.

Por fin llegaron a la cima. Sarah respiró hondo.

Por todas partes, a sus pies y alrededor, se extendían las rocas de color rojo sangre. Un paisaje extraño e increíble sin igual en ningún otro lugar del mundo. Allí, sumidos en el aire puro de la mañana, permanecieron de pie, como dioses, observando un mundo inferior, un mundo de resplandeciente violencia.

Aquel era, según les explicó el guía, el «Lugar del Sacrificio», el «Lugar Elevado». Les enseñó el corte abierto a sus pies, en la roca plana.

Sarah se separó de los otros, de las tópicas frases que brotaban con tanta facilidad de los labios del guía. Se sentó en una roca; introdujo los dedos en su espesa y negra melena y contempló el mundo a sus pies. Al cabo de un rato, notó la presencia de alguien a su lado. La voz del doctor Gerard dijo:

—¿Se da usted cuenta de lo apropiada que fue la tentación del demonio en el Nuevo Testamento? Satán llevó a Nuestro Señor a la cumbre de una montaña y le enseñó el mundo. «Todo esto te daré si de hinojos me adorares». ¡Cuánto mayor no es la tentación de ser el dios del poder material cuando se está en un lugar elevado! Sarah asintió, pero sus pensamientos estaban claramente en otro lugar y Gerard la observó con cierta sorpresa.

—Está usted meditando muy profundamente —dijo.

—Sí, así es —se volvió hacia él con cara de perplejidad—. Es una idea maravillosa… tener un lugar para sacrificios aquí arriba. A veces pienso que el sacrificio es necesario… ¿No le parece? Quiero decir que se puede llegar a tener demasiado respeto por la vida. La muerte no es en realidad tan importante como nosotros pretendemos.

—Si es eso lo que piensa, señorita King, no debería haber adoptado nuestra profesión. Para nosotros, la muerte es y debe ser siempre el enemigo.

Sarah se estremeció.

—Sí, supongo que tiene razón. No obstante, a menudo la muerte puede resolver un problema. Puede llegar a significar, incluso, una vida más completa para alguien…

—¡Es conveniente para nosotros que un hombre muera por el pueblo! —citó Gerard gravemente.

—Yo no quería decir… —se interrumpió. Jefferson Cope venía hacia ellos.

—Este es verdaderamente un sitio muy notable —declaró el americano—. Muy notable. Me alegro enormemente de no habérmelo perdido. No me importa confesar que, aunque la señora Boynton es ciertamente una mujer extraordinaria y, sinceramente, admiro su ánimo al decidirse a venir aquí, viajar con ella complica mucho las cosas. Su salud es mala y supongo que eso la hace ser un poco desconsiderada con los sentimientos de las otras personas, pero lo cierto es que no se le ocurre pensar que a su familia tal vez podría apetecerle salir de excursión sin ella. Está tan acostumbrada a tenerlos a todos a su alrededor, que supongo que no piensa…

El señor Cope se interrumpió. Su afable rostro expresó cierto malestar y turbación.

—¿Saben? —dijo—. Me ha llegado cierta información acerca de la señora Boynton que me ha afectado mucho.

Sarah volvía a estar perdida en sus propios pensamientos. La voz del señor Cope flotaba apaciblemente en sus oídos como el murmullo agradable de una lejana corriente de agua. En cambio, el doctor Gerard dijo:

—¿De veras? ¿De qué se trata?

—Mi informadora es una dama a quien conocí en el hotel de Tiberíades. Tiene que ver con una sirvienta que estuvo empleada en casa de la señora Boynton. La chica, se lo resumo, estaba… había…

El señor Cope hizo una pausa, dirigió una leve mirada a Sarah y bajó la voz:

—Iba a tener un niño. Por lo visto, la vieja señora lo descubrió, pero aparentemente se portó muy bien con la muchacha. Luego, pocas semanas antes de que naciera el niño, la despidió y la echó de la casa.

El doctor Gerard arqueó las cejas.

—¡Ah! —murmuró pensativo.

—La persona que me lo contó estaba muy bien informada de los hechos. No sé si usted estará de acuerdo conmigo, pero a mí me parece que hacer una cosa así es una crueldad, es no tener corazón. No puedo entenderlo…

El doctor Gerard lo interrumpió.

—Tendría que intentarlo. Ese incidente, no me cabe la menor duda, proporcionó a la señora Boynton un gran placer.

El señor Cope lo miró estupefacto.

—¡No señor! —dijo con énfasis—. No puedo creerlo. Es algo inconcebible.

Suavemente, el doctor Gerard citó:

«De modo que volví y consideré todas las opresiones perpetradas bajo el sol. Y había llantos y lamentaciones por parte de aquellos que estaban oprimidos y no tenían consuelo, pues con sus opresores estaba el poder, de manera que nadie pudiese venir a confortarlos. Y alabé verdaderamente a los muertos porque ya están muertos, sí, más que a los vivos que todavía permanecen en la vida; sí, aquel que no es, está mejor que si estuviera muerto o vivo, pues no sabe nada acerca del mal que se ha establecido para siempre en la tierra…».

Se interrumpió y dijo:

—Mi querido amigo, he dedicado toda mi vida a estudiar las cosas extrañas que suceden en la mente humana. No es bueno considerar tan sólo la parte clara y justa de la vida. Bajo la decencia y las convenciones de la vida cotidiana, yace un amplio contingente de cosas extrañas. Existe, por ejemplo, el placer de la crueldad por la crueldad. Pero cuando ya se ha encontrado eso, todavía queda algo más profundo. El deseo, íntimo y penoso, de ser apreciado. Si eso se ve frustrado, si debido a su desagradable personalidad un ser humano es incapaz de obtener la respuesta que necesita, recurre a otros métodos (tiene que ser sentido, tiene que ser considerado), y por lo tanto desarrolla innumerables y extrañas perversiones. El hábito de la crueldad, como cualquier otro, puede ser cultivado, puede agarrar a uno…

El señor Cope tosió.

—Creo que exagera usted un poco, doctor Gerard. Verdaderamente, el aire aquí arriba es demasiado maravilloso…

Se alejó. Gerard sonrió levemente. Volvió a mirar a Sarah. Tenía el ceño fruncido, su cara tenía una expresión de juvenil severidad. Parecía, pensó Gerard, un joven juez deliberando acerca de una sentencia…

Se volvió al tiempo que la señorita Pierce se le acercaba tropezando.

—Vamos a bajar —anunció—. ¡Oh, Dios mío! Estoy segura de que nunca lo conseguiré, pero el guía dice que el camino de bajada va por otro lado y es más fácil. Espero que así sea, porque desde que era pequeña nunca he sido capaz de mirar hacia abajo desde las alturas…

El descenso se llevó a cabo siguiendo una cascada. Aunque había muchas piedras sueltas que podían provocar torceduras de tobillo, el camino no ofrecía vistas que pudiesen producir vértigo.

El grupo llegó al campamento cansado, pero de muy buen humor y con mucho apetito. Pasaban de las dos.

Los Boynton estaban en la carpa, sentados a la mesa. En ese momento terminaban de comer.

Lady Westholme se dignó dedicarles un comentario en su tono más condescendiente.

—Ha sido una mañana de lo más interesante —dijo—. Petra es un lugar maravilloso. Estas palabras parecían dirigidas a Carol, que lanzó una rápida mirada a su madre y murmuró:

—¡Oh, sí, sí!

Después volvió a hundirse en el silencio.

Lady Westholme, sintiendo que ya había cumplido con su obligación, concentró su atención en la comida.

Mientras comían, los cuatro estuvieron haciendo planes para la tarde.

—Creo que yo me quedaré descansando —dijo la señorita Pierce—. Es importante no excederse.

—Yo iré a dar un paseo y a explorar un poco —dijo Sarah—. ¿Qué piensa hacer usted, doctor Gerard?

—La acompañaré.

La señora Boynton dejó caer sonoramente una cuchara y todo el mundo se sobresaltó.

—Me parece —dijo lady Westholme— que yo seguiré su ejemplo, señorita Pierce. Leeré un rato y después dormiré por lo menos una hora. Más tarde, quizá dé un corto paseo.

Lentamente, con la ayuda de Lennox, la señora Boynton se incorporó. Permaneció inmóvil por un momento y luego habló:

—Será mejor que esta tarde vayáis todos a dar una vuelta —dijo con inesperada amabilidad.

Resultaba algo cómico ver las perplejas caras de los miembros de su familia.

—Pero, madre, ¿y tú?

—No os necesito, a ninguno de vosotros. Quiero estar sola y leer. Es mejor que Jinny no vaya. Que se acueste un poco y duerma.

—¡Mamá! No estoy cansada. Quiero ir con ellos.

—Estás cansada. Tienes dolor de cabeza. Tienes que cuidarte. Vete a dormir. Yo sé lo que es mejor para ti.

—Pero…

Con la cabeza hacia atrás, la muchacha miró a su madre fijamente con aire de rebeldía. Después bajó los ojos en señal de derrota…

—¡Estúpida niña! —dijo la señora Boynton—. Ve a tu tienda.

Salió cojeando de la carpa. Los demás la siguieron.

—¡Madre mía! —exclamó la señorita Pierce—. ¡Qué gente tan rara! ¡Y qué extraño color tiene la madre! Casi púrpura. Seguro que es el corazón. Este calor debe de ser terrible para ella.

Sarah pensó: «Esta tarde los deja libres. Sabe que Raymond quiere estar conmigo. ¿Por qué? ¿Es una trampa?».

Después de comer y de haber ido a su tienda para cambiarse y ponerse un fresco traje de hilo, aquel pensamiento aún la preocupaba. Desde la noche anterior, sus sentimientos hacia Raymond habían derivado hacia una pasión y una ternura protectoras. Así pues, eso era el amor, esa agonía que se siente por otra persona, ese deseo de evitar a toda costa cualquier dolor al ser amado… Sí, amaba a Raymond Boynton. Era como san Jorge y el dragón, pero al revés. Era ella quien tenía que rescatarlo y Raymond quien se hallaba encadenado.

Y la señora Boynton era el dragón. Un dragón cuya repentina amabilidad resultaba, a juicio de la suspicazmente de Sarah, definitivamente siniestra.

Eran aproximadamente las tres y cuarto cuando Sarah bajó a la carpa. Lady Westholme estaba sentada en un sillón. A pesar del calor que hacía, llevaba puesta todavía su práctica falda de tweed. En el regazo tenía un informe de la Comisión Real. El doctor Gerard estaba hablando con la señorita Pierce, que se encontraba de pie junto a su tienda sosteniendo un libro, cuyo título era La búsqueda del amor, descrito en la contraportada como un emocionante relato de pasión e incomprensión.

—No es bueno acostarse enseguida después de comer —explicaba la señorita Pierce—. Es malo para la digestión. Se está muy bien y muy fresco a la sombra de la carpa. ¡Oh, Dios mío! ¿Cree usted que esa anciana sabe lo que hace poniéndose al sol ahí arriba?

Todos alzaron la vista hacia el promontorio que tenían frente a ellos. Como la noche anterior, la señora Boynton estaba sentada allí, como un Buda inmóvil, a la entrada de su cueva. No se veía a ningún otro ser viviente. Todo el personal del campamento estaba durmiendo. A poca distancia, siguiendo la línea del valle, se divisaba un pequeño grupo de personas que caminaban juntas.

—Por una vez —dijo el doctor Gerard—, la buena mamá permite que se diviertan sin ella. ¿Será alguna nueva diablura?

—¿Sabe? Es exactamente lo mismo que he pensado yo —dijo Sarah.

—¡Vaya par de mentes suspicaces las nuestras! Vamos, reunámonos con los fugitivos.

Dejando a la señorita Pierce entregada a su apasionante lectura, se marcharon. Una vez que hubieron llegado a la curva que dibujaba el valle, alcanzaron al otro grupo, que caminaba despacio. Por una vez, los Boynton parecían felices y despreocupados.

Al poco rato, Lennox y Nadine, Carol y Raymond, el señor Cope, que lucía una amplia sonrisa, y los recién llegados, Gerard y Sarah, reían y charlaban animosamente.

Se apoderó de ellos una súbita hilaridad. En la mente de todos estaba la idea de que aquel era un placer cogido al vuelo, un deleite robado que había que disfrutar completamente. Sarah y Raymond no se apartaron de los otros. Por el contrario, Sarah iba con Carol y Lennox. Muy cerca, detrás de ellos, el doctor Gerard charlaba con Raymond. Nadine y Jefferson Cope caminaban un poco más alejados.

Fue el francés quien deshizo la comitiva. Desde hacía un rato, notaba ciertos espasmos. De pronto se paró.

—Les pido mil perdones. Me temo que debo volver.

Sarah lo miró.

—¿Le ocurre algo?

Él asintió con la cabeza.

—Sí, fiebre. Me ha ido subiendo desde que terminamos de comer.

Sarah lo examinó escrutadoramente.

—¿Malaria?

—Sí. Tomaré una dosis de quinina. Espero que no sea muy grave. Un recuerdo de mi visita al Congo.

—¿Quiere que lo acompañe? —preguntó Sarah.

—No, no. He traído conmigo el maletín con las medicinas. ¡Condenada fiebre! Vayan, vayan. Todos ustedes.

Se alejó rápidamente en dirección al campamento.

Durante un minuto, Sarah lo miró alejarse indecisa. Después se encontró con los ojos de Raymond, le sonrió y se olvidó del francés.

Durante un rato, los seis, Carol, Lennox, el señor Cope, Nadine, Raymond y ella, permanecieron juntos. Después, como quien no quiere la cosa, Raymond y Sarah siguieron por su lado. Caminaron un poco más, escalaron por unas rocas, bordearon unos salientes y, por fin, se pararon en un lugar sombreado.

Hubo un largo silencio. Después, Raymond preguntó:

—¿Cómo te llamas? Ya sé que tu apellido es King, pero ¿cuál es tu nombre?

—Sarah.

—Sarah. ¿Puedo llamarte así?

—Por supuesto.

—Sarah. ¿Por qué no me cuentas algo acerca de ti misma?

Recostándose contra las rocas, le contó su vida en Yorkshire, donde estaba su casa, le habló de sus perros y de la tía que la había criado.

Luego, a su vez, Raymond le contó algo de su propia vida, de un modo muy inconexo.

Después de eso hubo un largo silencio. Tenían las manos unidas. Estaban allí sentados, como niños, cogidos de las manos y extrañamente contentos.

Entonces, al tiempo que el sol empezaba a declinar, Raymond se agitó:

—Voy a regresar ahora —dijo—. No, no contigo. Quiero volver solo. Hay algo que tengo que decir y hacer. Cuando lo haya hecho, cuando me haya probado a mí mismo que no soy un cobarde, entonces… entonces… no me avergonzaré de venir a ti y pedirte que me ayudes. Voy a necesitar de verdad tu ayuda. Es probable que tenga que pedirte dinero prestado.

Sarah sonrió.

—Me alegro de que seas realista. Puedes contar conmigo.

—Pero primero tengo que hacer esto yo solo.

—¿Hacer qué?

La cara infantil de Raymond se endureció súbitamente.

—Tengo que poner a prueba mi coraje. Es ahora o nunca —dijo.

Luego, bruscamente, dio media vuelta y se marchó.

Sarah apoyó la espalda contra la roca y miró cómo se perdía su figura. Algo en sus palabras la había alarmado ligeramente. Raymond parecía tan tenso, parecía hablar tan en serio. Por un momento, deseó haberlo acompañado…

Pero se reprendió a sí misma severamente por ese deseo. Raymond había querido estar solo para probar su recién adquirido valor. Era su derecho.

No obstante, ella rogó con toda su alma que aquel valor no le fallase…

El sol se ponía cuando Sarah avistó de nuevo el campamento. A medida que se acercaba, pudo distinguir, en medio de la pálida luz, la inexorable figura de la señora Boynton, todavía sentada en la boca de la cueva. Sarah se estremeció un poco ante la visión de aquella imagen inmóvil…

Al pasar por el camino que quedaba justo debajo, se apresuró y llegó a la carpa iluminada.

Lady Westholme estaba sentada tejiendo un jersey azul marino, con una madeja de lana colgada alrededor del cuello. La señorita Pierce bordaba unos anémicos nomeolvides en un mantel, a la vez que era informada de cómo deberían reformarse debidamente las leyes del divorcio.

Los criados entraban y salían preparándolo todo para la cena. Los Boynton estaban sentados en unas tumbonas leyendo, en el otro extremo de la carpa. Mahmoud apareció, gordo y digno, y los llenó de reproches: «Muy agradable paseo después del té había sido arreglado para tener lugar, pero todos ausentes del campamento… El programa totalmente arruinado… Muy instructiva visita a arquitectura nabatea…».

Sarah se apresuró a decir que se habían divertido mucho.

Salió hacia su tienda para lavarse antes de la cena. Cuando volvía a la carpa, se detuvo junto a la tienda del doctor Gerard y lo llamó en voz baja.

—Doctor Gerard.

No hubo respuesta. Levantó el toldo y miró dentro. El doctor estaba tendido en la cama y no se movía. Sarah se retiró sin hacer ruido, con la esperanza de que estuviese dormido.

Un criado se le acercó, señalando hacia la carpa. La cena estaba lista. Bajó. Todo el mundo estaba reunido allí, alrededor de la mesa, con excepción del doctor Gerard y de la señora Boynton. Enviaron a uno de los sirvientes para que anunciase a la anciana que la cena estaba servida. Entonces, hubo una repentina conmoción afuera. Dos criados muertos de miedo entraron corriendo y, visiblemente excitados, le dijeron algo en árabe al guía.

Mahmoud dirigió una inquieta mirada a su alrededor y salió. Impulsivamente, Sarah fue detrás de él.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—La vieja señora —replicó—. Abdul dice está enferma… no puede mover.

—Echaré un vistazo.

Sarah aceleró el paso. Siguiendo a Mahmoud, escaló por la roca y caminó hasta que llegó junto a la voluminosa figura de la señora Boynton. Cogió una de sus fláccidas manos y le tomó el pulso. No lo encontró. Se inclinó sobre ella…

Cuando se incorporó, estaba muy pálida. Volvió sobre sus pasos hasta la carpa. Antes de entrar, se detuvo un momento, contemplando el grupo reunido al otro extremo de la mesa. Cuando habló, su propia voz le sonó brusca y artificial.

—Lo siento mucho —dijo, esforzándose por dirigir sus palabras al cabeza de familia, Lennox—. Su madre ha muerto, señor Boynton.

Y curiosamente, como si los viera desde una gran distancia, contempló los rostros de cinco personas para las que aquel anuncio significaba la libertad.